jueves, 29 de diciembre de 2011

La insoportable levedad de enero

Ahora, en la soledad de su cueva, cuando ya la totalidad de la ciudad le pertenece, simplemente porque ella no representa un peligro ya que debía estar en Córdoba con su familia, esperando pasar las fiestas y luego zarpar para alguna playa en enero, tal como es, fanática de la playa, como si hubiese sido moldeada en arena y nacida para estar ahí, en su hábitat natural, despojado de su dueña por la fatalidad de haber nacido en las sierras, donde ahora reposaría en una hamaca paraguaya como la que él tiene en el patio y desde donde siente la libertad de la ciudad y, al mismo tiempo, la invasión de una ausencia, un peso significativo no demasiado identificable, una nube a la que suele ahuyentar a pajas, pero que no siempre logra disipar del todo, sino más bien todo lo contrario, como si de la nube se desprendiera una capa tenue, una cáscara débil que tiene como objeto ocultar la verdadera cara de la tormenta, la de ella diciendole desde arriba que le gusta ver su cara al acabar y desaparece en dimmer, dejando caer la soga mientras él mira el cielo por un agujero en su cueva y se queda quieto porque tanta libertad le resulta insoportable.

lunes, 24 de octubre de 2011

Nunca llegamo' a la luna

El manijazo en Estación Provincial.

   Un ramalazo de perfume atraviesa mi nariz y me arponea los ojos directo a la nuca de una mujer que pasa hacia una mesa. Un fragmento de sensualidad espontánea entre el mapa y el territorio. La veo despedirse de dos amigas y pasar de nuevo frente a mi, pero esta vez en dirección opuesta, hacia la escalera donde me propuse filmar una escena de mi película, pero eso se los contaré más adelante. O no.
   Decía que se va, sacudiendo mi modorra dominguera a través del olfato. Algo curioso, si se piensa que es el único sentido incapaz de despertarnos cuanto estamos dormidos; de ahí que una pérdida de gas sea tan peligrosa. Como una nuca.
   Quién sabe, entonces, qué extraños mecanismos alivian el espíritu en este casillero de la semana. El manijazo es uno de ellos. Basta llegar y ver un poco a los furtivos compañeros de noche para preconcebir la satisfacción. Una costura de seres que avanzan con serenidad, entre medicina y candombe, entre Freud y Sara Facio; una partida de muñecos descosidos que buscan fervientes contactarse con otros para no vaciarse. Cientos de abrazos mansos que recomponen la piel cada fin de semana. Así, templados, se deciden a bailar.
   Ya no tango, ya no sólo tango. Porque una característica de estos seres templados es la capacidad casi natural de absorción de esas cosas que nos enseñaron como muy distintas, opuestas. Frío y calor. Tango y ska.
   Llegado a este punto, quisiera aclarar que ser templado no es lo mismo que ser tibio. La tibieza no perdura, se enfría o se calienta. El templadismo, en cambio, sugiere una estabilidad permeable. No sé si Euge estará de acuerdo con esto. Ya avanzaremos sobre el tema en otra oportunidad.
   Porque ahora está tocando El manijazo, creando un reducto apacible para los de adentro, mientras afuera muchos otros vuelven felices de la Plaza, satisfechos de ser parte de algo que va a estar en los manuales de historia de sus nietos. (También los hay quienes sienten una cosa en el pecho por haber viajado al pueblo a votar, y ahora ven los resultados lejos de la escena cotidiana, comiendo asado frío frente a la tele, esperando el momento de ir a la terminal, al mismo tiempo que se les ocurre pensar que tal vez -si se deciden de una vez por todas a hacer el cambio de domicilio- no volverán a experimentar esa sensación).
  Mientras tanto, en esta parte de la ciudad...
  Hacia las ventanas que dan a la explanada, un grupo de chicas baila levemente, alrededor del trípode de una cámara, mientras conservan su vaso entre las manos. Adelante de todo hay algunos sentados, a quienes ya sabemos encendidos en la pista luego de que alguien rompa el manto tímido de la sobriedad. Por todas partes ronrronean, agazapados, estos abonados a la alegría.
   Arriba del escenario, el Chino canta que se queda en este lado de la vereda. El Chino es un tanguero de pura cepa, de esos que te dicen "voy al biorsi", y enfilan para el baño poniendose el sombrero. Un crá.
   Discípulo de Alorza, sabe plantar su mirador del mundo y jugar con esa impronta rockera, actual, que respeta, a la vez, ciertas fronteras intocables del género que lo abriga en esencia.
   Y es parte de un valioso todo. De una banda que sabe sonar bien ensayada, confiable y atenta, un conjunto de piezas indispensables de esta maquinita festiva y combatiente que arranca al primer manijazo. Se mantiene, dispara, improvisa. Vibra.
   Hacia el techo, sobre un par de sogas que cruzan el salón, cuelgan unas ropas que dan cierta atmósfera de patio de conventillo, mezclado con un edificio que acentúa cierto aire de puerto, de zona de llegadas y partidas. Antes de los últimos aplausos salgo hacia la escalera. Mientras busco el encendedor en el bosillo de la campera, envuelto en el murmullo general, me pregunto cuántos emigrados habrá aquí esta noche, cuántos barcos zarparán vacíos antes del alba.

martes, 20 de septiembre de 2011

Aullido 2.0

No hay nada mejor /
no hay nada mejor /
que casa.
Gustavo Cerati


Hogar es tu regazo en blanco y negro
en las primeras fotos de tu Nikon;
el tambor colorido de tu pollera de aguayo,
que sabe a sol,
a septiembre entre los dientes.

Aullemos, amor.
Quiero quebrar mis tímpanos desde adentro,
escuchar sonidos nuevos.
Desaprenderte.
Desprender del invierno en un abrazo.

Aullemos, amor.
Que se rompan las montañas a lo lejos,
que las olas se mueran de envidia
y borren las historias que no escribimos.

¡Aullemos, amor!

Exijo una mirada a estrenar cada semana,
una duda derrotada, un reloj roto
y el vidrio molido disuelto, ¡al fin!, sobre mi lengua.

(…)

Voy enhebrar tu nombre entre mis comisuras,
y sonreír desbocado, ciego,
mientras el miedo late adentro,
                                                  sangrado,
                                                                  salpicado
                                                                                  de las ganas de nombrarte.

Aullemos, amor:
el silencio de tu ausencia me resulta insoportable.

domingo, 18 de septiembre de 2011

La forma de los bordes


Es una de esas mañanas que no sabés muy bien qué ponerte si vas a pasar todo el día fuera de casa. El cielo es un capote discontinuo de algodón sucio y sopla una brisa fresca, sugerente de mangas largas, pero cuando algún rayo de sol se abre camino y te da de lleno, empezás a pensar que debiste haber salido de mangas cortas y así.
En la esquina de La Vía hay un tridente de monjas envueltas en túnicas blancas, con sus canosas cabezas cubiertas con esa especie de cofia negra que usan; un paño de pudor para sus raídas cabelleras, menos solteras que viudas de dios y de los placeres terrenos que resignaron por su amor al creador. Son viejitas que parecen perdidas en el trajín ciudadano, en corro privado de los demás mortales, como si buscaran instrucciones de itinerario en el empeine de sus zapatos gastados. Las tres llevan zapatos negros.
Mientras tanto, en algún lugar de la ciudad, Lisa camina con el peso del plomizo sol sobre sus hombros, lo que en su cara se traduce en una mueca de fastidio: labios de pato acompasados al entrecejo fruncido. En pocos minutos nos encontraremos, pero ninguno de los dos lo sabe.
Hace dos años que no veo a Lisa.
Voy hacia plaza San Martín y busco el banco de siempre, en la calle del medio, paralela a 7, entre la glorieta y el bronce central. Entonces, mientras cierro el libro trabando la hoja 53 con un dedo y busco los cigarrillos en el bolsillo de la camisa, aparece Lisa en mi campo visual, bordeando el monumento de San Martín-O’higgins, vestida con el ropaje prestado de un jacarandá florecido.
 Lisa fue, es, una mujer bisagra. Es una de esas chicas que te dejan sin aliento, rumiando clichés entre aburridos zapeos de madrugada, mientras afuera la luna sólo es una piedra que flota y los colectiveros manejan sin ganas y aceleran ante los semáforos en rojo dejando entre el túnel de plátanos macilentos, una estela nacarada que permanece como un fulgor inútil, destinado a desvanecerse en la espesa noche.
Insisto: Lisa te parte al medio. Tenía, tiene, algo especial en la mirada. Una invitación, menos a un lugar amigable que a un lugar desconocido, un misterio ancestral en sus ojos oscuros, un misterio que se abría, se abre en tus narices como una planta carnívora en ese gesto tan Julia Roberts al abrir grande los ojos –comparación que aceptaba con una mal disimulada modestia-: las fauces del ADN femenino queriendo llevarte a un lugar dónde sabés que no vas a poder pasar del umbral. Pero te deja caer alguna hebra de su misterio, como un panadero que se te cruza leve en la vereda, y ya no podés pensar en otra cosa.
Lisa fue, es, una mujer de mi edad. Sí, fue, es, una de esas esquivas chicas que en sexto grado gustaban de los de séptimo, mientras nosotros jugábamos a la pelota en el recreo y creíamos que se hacían las grandes, que histeriqueaban, que no sabían nada, y disimuladamente nos retorcíamos de celos y esperábamos por las de quinto.
Lisa es, no siempre fue, permacultura. Es capaz de hablarte una noche, luego de cenar unas papas de su huerta, de la teoría de los bordes. Te cuenta con ese aire ausente que donde se tocan los bordes entre dos sistemas se genera un espacio diferente, en el cual convergen las cualidades de ambos. Mientras te hace creer que tenés que ir a ver el ejemplo práctico en el diseño de su huerta -aún con el frío que hace afuera- yo me quedo pensando en ella y yo como un borde: por más espacio nuevo que fuera, todo borde es una marca de límites.
Lisa fue, es, entonces, el borde de mi capacidad de amar. Allí fue donde coincidieron mi desaforada vocación amatoria y su ternura errante. Entre espasmos de felicidad e inmortalidad cursi, desplegamos una entrega de intimidad, cuyo consumo de energía hace improbable la idea de encontrarla de nuevo. En la fertilidad de ese terreno común, creció la forma más real de algo tan abstracto: esos cuerpos enredados y dormidos que te revelaban el contorno del sueño de lo imposible.
Lisa cierra su teoría con un ¿entendés? que apenas percibo entre el humo azul de los cigarrillos. La veo llevarse el pucho a la boca, los codos apoyados en la mesa y el movimiento mecánico por la inercia de la mano que se acerca a su cara y le hace fruncir el ceño para combatir las volutas insistentes frente a ella, tocarse apenas los labios con los dedos: ese gesto tan suyo, tan continente de sensualidad delicada.
Lisa se distrae cuando corta la heladera y me pregunta qué pienso. Veo su desinteresada curiosidad y le digo que en nosotros, no en nosotros dos, no sólo en nosotros dos. En nosotros como generación de bordes, en todos los que nacimos en los primeros ochentas, cuando a las chicas se las bautizaba Malvina o Soledad; paridos en la sutura de los gritos de los centros clandestinos de detención y los gritos que recibieron a la selección campeona del mundo en México.     
            Lisa se entusiasma y cuando lo hace te habla chispeante. Dice que también crecimos entre los bordes de lo analógico y lo digital y que sabemos perfectamente de qué la van ambos mundos. Se sorprende de lo que está pensando, está contenta, sonríe, se sirve vino, no deja de hablar. Se acomoda en la silla y me mira como para abducirme, mientras dice que también crecimos en los bordes de la música, por ejemplo, fijate vos que cuando empezamos a escuchar música, quiero decir, cuando empezamos nosotros, ¿entendés?, bueno, cuando empezamos, eran los finales de los ochenta en la música, toda esa cosa de rock culturoso y que Los Redondos, Virus, etc. y luego vimos el surgimiento del rock del aguante, y esos cambios, bueno, que significaron mucho, pero no nos dejaron atrás, ni tampoco ahora, el after chabón, ¿no te parece?
Lo que me parece es que estamos en el borde de encontrarnos en la plaza, de casualidad, y eso es también un espacio nuevo. Después de dos años, una de las primeras cosas que pienso al verla es que ella se quedó con las temporadas de Seinfeld y casi no lo recordaba.
Lisa me ve, sonríe, se acerca. Me paro y Lisa me dice estás más alto. Cambié de postura, le contesto, y enseguida empiezo a reír como un tonto. Le explico que desde que leí equis novela quise decir eso, quise protagonizar ese diálogo en el que el “cambié de postura” tiene un valor adicional al mero hecho de pararse erguido. Se queda un poco sin saber qué decir o hacer, así que hago un vago gesto con la mano para hacer desaparecer ese momento enredadera.
Lisa dice que está de regreso. No, perdón. Dice que está de vuelta. Eso. Que le fue muy bien en Barcelona, que aprendió y conoció mucho, pero que ahora tiene ganas de quedarse acá. Al menos por un tiempo, para ver cómo se acomodan las cosas.
Lisa se queda en silencio, mira la tapa del libro que tiembla entre mis manos, El bife según Navarro, enarca las cejas, sonríe nerviosa: todas esas actividades inmanejables que suceden cuando se tocan los bordes de dos incomodidades. Sigo viaje, agrega. Me besa la mejilla y se va. Eso fue todo.
Me quedo mirando cómo se aleja, sin mirar atrás. Lisa no es de las que miran atrás. Sabe que estoy esperando que gire, que me deje un gesto distinto, que su nuca se vuelva sonrisa. Pero nada de esto sucede. Mastico su nombre para que se vuelva olvido, para podar las ramificaciones próximas, para no llamarla. Pero se vuelve arena: un sabor ocre, rasposo, pegado al paladar. Nadie tiene la culpa, pienso. Nada queda nunca demasiado de nadie y, a su vez, todo. A veces es preferible no agitar el avispero donde duermen los fantasmas. 

miércoles, 17 de agosto de 2011

Engrupidos

El Engrupe es los fideos con tuco del domingo. Es mi viejo con la Noblex Carina en la mesada escuchando el rotativo del aire o la previa de Competencia comiendo mandarinas bajo la parra. Es el sol de marzo dibujando los nogales contra las paredes de barro del garage del Molino. Es kermese y Luna de Avellaneda. Es alegría de juntarse entre amigos a hacer canciones. Es matear en la plaza hablando con la vista en los perros. Es la Coca Cola grande y el mantel cuadriculado.
El Engrupe es verano en polaroid.
Porque cuando toca El engrupe se respira un aire de otra época, pero vuelto punk. Como si se juntaran Gardel y Sid Vicius a zapar en Pura Vida. Lo que vive en el aire cuando suena la banda es el Río de la Plata, pero descargado de los clichés que se generaron en los últimos años en pos de lo rioplatense.
El pulso que imprime desde los parches uno de los mejores bateristas de la ciudad, contiene sus orígenes de río revuelto, de ese deslizar los golpes como una barcaza al Paraná, dejándose llevar pero conteniendo las variaciones que son imprevistas en el surco de agua.
De allí se anclan con la tierra. Generando una base precisa y sustentable, de armonías conocidas y sanguíneas sobre las que puede volar tranquilo el melancólico bandoneón. Pero el ancla es lo suficientemente grande como para añadir ingredientes propios de latitudes a priori más lejanas, y sin embargo tan propias cuando se las recoge con honestidad.
Y de todo eso sale algo.
Y suena. Alegra un poco, parpadea bailes, junta caricias... y llena. Llena con casi nada: luz, rocío, algo, que hace que los domingos valgan la pena. Aunque hoy sea martes. Aunque no sienta el alma.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Que antes que cuente diez, dormirá



Para mi hermano Luis,
mi único héroe en este lío.











Toda memoria es ficticia, es un relato que va más allá de la cosa en sí, es siempre una construcción imperfecta. Me ha pasado de remontarme a hechos que no sabía si los había soñado o vivido realmente. O de apropiarme de anécdotas ajenas al punto de sentirme un testigo presencial de las mismas. O la memoria familiar, las historias contadas de manera diferente por hermanos que han vivido la "misma cosa". Y de todas maneras, esta naturaleza ficticia (no necesariamente mentirosa) acaso no sea un rasgo negativo de la memoria.
Tal vez lo importante sea el relato, la costrucción sobre lo intangible. Tal vez no seamos mucho más que eso. Y la búsqueda en la fidelidad del recuerdo, una desviación.
Ese domingo de fines de octubre me pasaron a buscar por el departamento de la calle Colón donde vivía Marcela, en un edificio que queda a la vuelta del que tiene el cartel de Havanna, ese que se vino abajo en una tormenta memorable. Preso de una excitación increíble subí a la caja de la F-100 beige donde ya estaban Lunita, el Gordo, Manino y el Pana, el único que no conocía, un corpulento rubio que vivía el viaje como si estuviera en una montaña rusa, era el más simpáticamente desaforado de todos. Creo que ahora está en Chile. Yo subí con Luis, que cuando me juntó a sus amigos intuí que sentía una mezcla de orgullo y vergüenza: lo segundo por tener que hacerse cargo del hermano menor y lo primero por iniciarme en uno de sus ritos más importantes.
Manino se bajó antes y preguntó dónde iban a estar. El Gordo le dijo que en el mismo lugar que el día anterior, a la derecha del escenario, justo frente al teclado. La respuesta de Manino fue que esperaba que no cambiaran el teclado de lugar. Le dio una palmada a la camioneta, como si fuera un caballo y arrancamos. Ignoro quién manejaba. Y quiénes iban de acompañante.
Cuando llegamos al predio donde está el polideportivo, me invadió una electricidad pariente del miedo, de lo nuevo que era todo eso en mi cuerpo de adolescente pueblerino. Al mismo tiempo, me sorprendió la sensación de pertenencia a ese extraño colectivo que iba y venía por entre los vallados. La cola para entrar al recital era bastante tranquila, todavía era de día, aunque ya no entraban rayos de sol por entre los árboles que custodiaban el complejo.
Mientras algunos iban y venían, comenzaron a surgir los cantitos, esa costumbre de alentarse, de afirmar la pertenencia de las bandas y la banda. Había uno que era una especie de amenaza o promesa: "ya copamos Mar del Plata, ya copamos Santa fe, no nos rompan las pelotas, que copamos River Plate.." Por ese entonces, se amuchaba sólo una décima parte de la cantidad que hizo en el monumental el pogo más grande del mundo. Entretanto, Lunita daba consejos: no te guardes la entrada en el bolsillo de atrás, que te la pueden arrebatar o la podés perder sin que te des cuenta.
Fueron pasando los minutos, empezamos a avanzar de a poco. Cuando llegamos a la entrada, tuve que separarme del grupo, era el único que tenía platea y todos los demás tenían campo. Asi que fui caminando solo por el pasillo, hasta entrar a la tribuna de frente al escenario. Me embargó un leve temblor cuando vi  la batería negra y cromada de Sidotti enclavada en el medio, custodiada por un par de micrófonos y el teclado a un costado (pensé que era el mismo lugar que había mencionado Manino y sonrei para adentro, cómplice con nadie). Sin dejar de mirar el recuadro donde en las horas siguientes se iba a dar el milagro de mi primera "misa", fui hacia la izquierda, hasta quedar a unos diez metros del escenario, a la altura de la cuarta grada.
Cuando el grupo de Luis me ubico, Lunita se acercó a decirme que si quería podía bajar por entre las banderas y saltar al campo. Preferí quedarme donde estaba y no perderme detalle. Desde ahí vi entrar a la hinchada de Chacarita, que dio la vuelta olímpica bajo un enorme trapo rojo, negro y blanco para terminar contagiando a la masa que era la más loca que había y se movía para acá, se movía para allá...
Los cantos subían desde el campo y contagiaban a todo el mundo. Los aprendí enseguida, incluso aquellos que requerían de una mínima coreografía, como el valcesito para el que se levantaban los brazos y se agitaban acompasados de un lado a otro por encima de la cabeza; o la bandera que diga Che Guevara o el que vamos copando los pueblos de Argentina.
De pronto se apagaron las luces y entre las sombras vi primero como el público se agolpaba hacia el escenario y como los cinco tipitos que salían de bambalinas arrancaban con el riff rabioso de El pibe de los astilleros. Me partió la cabeza. El cum cum del bombo me dio en el centro del pecho y se me hincharon las venas de la garganta con los primeros coros y luego la canción, el torbellino que aún suena en la radio, una de las primeras que me aprendí de memoria.
De ahí en más todo fue un magma de placer, un desgañitarse a rabiar y saltar hasta que los gemelos se me endurecieron y ya no importaba. Pasaban las canciones, las viejas, la increíble El infierno está encantador esta noche, y también las nuevas, las entonces recientes, algunas que tenían marcha de himno, como Juguetes perdidos, donde de la nada aparecieron entre el público banderas rojas y banderas negras, que quedaron ondeando en nuestros corazones. Corazones cautivos que en esa época encaraban cada encuentro ricotero con la certeza de encontrarse entre los escombros de un país que iba cayendo sistematicamente al abismo. Y en esas fechas, cada recital en los diferentes puntos del país, lugares que tal vez eran lo opuesto de la opulencia capitalina, que algunos tuvieran esos momentos de marginada felicidad comenzó a ser peligroso.
No podía creer el magnetismo que tenían esos tipos arriba del escenario, los movimientos tan rockeros de Skay, los bailecitos del Indio, Semilla con la pierna apoyada en la tarima de la batería de Walter, como sosteniendo el ritmo sobre el que volaba también el saxo de Dawi.
Pasaron los bises, pasó Ji ji ji, se terminó todo. Me encontré con el grupo de mi hermano con una felicidad indecible, con la furia de los sonidos recien apagados retumbando en las sienes, sintiendo que las pequeñas venas podían estallar en cualquier momento y hubiese estado bien.
Fuimos a tomar algo a un bar, al mismo bar donde en un viaje anterior a Mar del Plata se habían encontrado a la negra Poli, que le regaló un paquete de pastillas al Gordo. Sentados en una mesa afuera, debieron ser mis primeros sorbos de cerveza y asistía en silencio a esa otra parte de la ceremonia, la puesta en común de las sensaciones que se estaban asentando en el cuerpo y pasaban a ser, como esto ahora, un relato, una ficción, de la cual Lunita dio el título perfecto: ¿y? ¿qué tal? ¿les gustó mi cumpleaños? Risas. Todo parecía posible.
Al otro día me volví al pueblo, mi hermano se quedó unos días más en la feliz. Después pasaron otros recitales, con corridas, con borracheras descomunales y hasta durmiendo en las calles de Montevideo.
Aún conservo los vinilos que tenía Luis y cada tanto los escucho, entre ese ruido de fritanga que marcó mi educación musical básica. Luis dice que se terminaron en Luzbelito, que ese fue el verdadero último disco. Fabian Casas los liquida mucho antes, con la aparición del Bang bang, con la aparición de las bandas. Supongo que cada uno tiene su propio final, su propia historia, eso que importa más que la cosa en sí. Y la cosa en sí, lo objetivable, nos dice que un 4 de agosto, pero diez años atrás, tocaron en vivo por última vez, en Córdoba, mientras alrededor nos íbamos acomodando la jeta y los brazos para amortiguar la caída contra el fondo negro del pozo. Y ya no es rock. Es pura suerte.

lunes, 1 de agosto de 2011

Balada de la luz oblicua

De tu ventana hasta aquel jueves santo
¿cuánto queda?
aquel milagro de carretera
con el pulgar paralelo a la sonrisa
y tú temblándome en el costado.

EDUARDO DARNAUCHANS

Como siempre que se cambian los papeles
voy a quedarme dormido en tu cintura.

ANDRÉS CALAMARO



            ¿Qué quiero decir con esto?, intentó orientar la charla Paula.
            Estar dispuesto a dejar abiertos los grifos de la percepción puede generar, en momentos como en el que teníamos la charla con ella, una serie de revelaciones importantes o, al menos, disparar un abanico nuevo de construcciones de sentido. El recurso retórico tendido ante mis oídos logró revelarme un costado de improvisación, de factor espejo en el cual quien está discursando se mira a sí mismo y considera válido para su alocución preguntarse hacia dónde se está dirigiendo, menos por conseguir un camino claro que por no dejar lugar a la réplica, por seguir acaparando el terreno de las palabras, que iban y venían bajo la oblicua luz del parque.
            Estábamos sentados en el parque cerrado del Saavedra, junto a un grupo de chilenos que fumaban y tocaban la guitarra cerca del alambrado perimetral. 
            A ver: la conversación iba de que Paula intentaba correrme por izquierda, de pavonear su absoluto convencimiento de un determinado punto de vista, mucho más filantrópico que el mío, por supuesto, para lograr convertirme, ponerme de su lado, como si hiciera falta, como si no supiera que estoy de su lado, como si ignorara que para estar a su lado tengo que estar de su lado, junto a ella, quien logra robar toda mi atención en la mayoría de sus gestos, especialmente en esa serie de gestos distraídos, que se le escapan y la hacen más poseedora de ternura: quitarse momentáneamente de encima un mechón que cae sobre su frente y llevarlo sobre la oreja con mano cambiada o tocarse el lóbulo de la oreja izquierda, como tanteando si aún permanece en su sitio el aro que lleva colgando,  a lo que en este momento se agrega esa frase disparada también contra ella misma, ¿qué quiero decir con esto?, escuché y me hizo ver su duda, su búsqueda de una construcción sólida ante mi intimidad. Porque aunque hayan pasado dos años desde el momento en que empezamos a salir, desde que nos vinculamos, la puesta en común de un refugio, de un cruce de intimidades tiene la capacidad de imprimirse en el cuerpo del otro, aún y sobretodo con los silencios, en los silencios, en la discreción de aquello que vemos pero no podemos poner frente a nuestro ser amado, un poco por pudor y otro poco por convertirse en un as bajo la manga, como este que me servía la mano ahora, al escuchar esas cinco palabras combinadas con la mirada hacia el costado, hacia el guitarrista chileno que juntaba adeptos en la cantarola, y que se traducía, desde mi percepción, en un reclamo de amor y, al mismo tiempo, en la dialéctica negación a reconocer que es eso lo que necesita: que le diga que es probable que tenga razón, que la abrace y la acompañe. Que me ponga de su lado. No va a ponerlo nunca en esos términos, porque es una mujer independiente, porque hacer una cosa así sería una muestra de debilidad de género y no está dispuesta, porque no es una mujer débil.
            Paula es fotógrafa. Ella no lo admite, dice que es una empleada pública que saca fotos en sus ratos libres. ¿Qué quiero decir con esto? Que no cree en lo que genera, en lo que es, sino que lo reduce a un hobby, intentando negar lo que deja ver hacia los demás y le impide dar el paso que quiere (debe) dar desde hace tiempo. La conocí cuando yo vivía con un amigo, Alejandro, que estudiaba cine, carrera en la que Paula incursionó tres años, hace uno ya. En una fiesta de cumpleaños de Alejandro discutimos por  la foto de un póster del Che Guevara –en verdad es un anti afiche, la foto del famoso anti afiche de Jacoby- puesta en una pared de mi casa, un cuadro que a ella le impactó al punto de preguntarse si la intención de colgar eso era progre o reaccionaria, duda que le impedía sacar conclusiones acerca del pensamiento de quién cuelga ese afiche hoy, esa expresión sesentista puesta a dialogar con Mc' Guevara o Che Donald's, canción que inmediatamente se sumó al debate frente a la pared, a su temor acerca de un bajo nivel de progresismo de estos mensajes, y ser presa de una serie de contradicciones un poco incómodas.
            Debo decir que ella no me atrajo de entrada. Porque si el afiche genera dudas acerca del pensamiento de quién lo expone, el hecho de preguntar e intentar comprobar la validez progre de tal gesto es también un disparador de preguntas, de un terreno impreciso sobre el cual se puede librar una batalla dialógica inesperada, por estar compartiendo el espacio con una persona desconocida. Y esa noche no tenía ganas de confeccionar un carnet de PPC (Pensamiento Políticamente Correcto), por lo que no me deslumbró al principio, cuando era un posible foco de conflicto y de resaca amarga al día siguiente.
            Pero en determinado momento le presté atención. Fue algo, la insinuación de una inesperada fragilidad, lo que me conmovió. Santiago dice que el amor es una cuestión de coordinación (sic) y algo así sucedió esa noche, hubo una serie de coordenadas que coincidieron (desde la decisión de colgar un afiche en una pared hasta elegir una carrera donde se conocen compañeros a los que se va a visitar en los cumpleaños y, last but not least, que ambos estuviéramos solos, sin compartir nuestra intimidad con nadie) y comenzamos a salir.
            Por ese entonces ella estaba empezando con la fotografía. Un domingo fuimos a sacar fotos a la Isla Paulino. Fuimos quiere decir que la acompañé a sacar fotos, yo iba sin cámara, nunca tuve buen ojo para esas cosas y la acompañé para que no fuera sola, para ir con ella; por esos tiempos no se preguntaba si estaba de su lado, era claro que sí, que de a poco me iba poniendo de su lado, que compartíamos esos instantes y lo que ella capturaba con el lente, como una foto que recuerdo con especial cariño, en la que me tomó desprevenido mirando hacia el horizonte, -cosa que la hizo creer que me hallaba inmerso en una serie de cavilaciones importantes, cuando en realidad intentaba decidir para dónde quedaba Colonia del Sacramento y si en ese momento habría un uruguayo buscando con la mirada la costa argentina- con los flecos del gorro coya al viento y las manos en los bolsillos de la campera azul y roja. Realmente, no porque yo la protagonice, lo digo desde la mayor objetividad posible, es una imagen muy bonita. Tanto que después de un tiempo, al verla, no pude evitar preguntarme en qué estaría pensando, qué situación mental me tenía tan absorto, aún sabiendo que esas cosas, mirar la pampa líquida que se extendía ante mis pies, pararme en la orilla, siempre me sedujeron, no necesitaba justificar el hecho de estar parado, descalzo –los pies casi transparentes, hacía frío para playa-,  frente a las olitas que cada tanto arrastraban hojas o ramas o botellas de plástico o todas esas cosas juntas.
            Y así fue que comencé a insistirle en que tenía que hacer algo con esas fotos, mostrarlas, abrir un blog, venderlas, darlas a conocer. Meterle para adelante (ir al bife, diría Chuletón). Tímidamente aceptaba mis recomendaciones, menos para llevarlas a cabo que para seguirme la corriente y hacerme callar. Le molestaba si yo ofrecía su arte al mundo, es decir, si después de algunas sobremesas con amigos, míos o suyos, yo me ponía al frente de lo que ella era incapaz de hacer, imponerse a la realidad de que sus fotografías merecían ser vistas por otros ojos, más o menos expertos, pero igualmente curiosos, algo que a mí se me daba con total naturalidad, esto es, con el tiempo aprendí a diseñar una estrategia de muestra, mientras alguno lavaba los platos o conversábamos de cualquier cosa, dejaba caer algún bocadillo o esperaba la oportunidad para llevar la conversación a lugares tales como: “ella hizo una foto que expresa esto de lo que estamos hablando”, cosas así, ignorando sus primeras impresiones de falso fastidio, actitud que conocía de sobra por haberla padecido cuando mi madre le decía a todas sus amigas que había sacado buenas notas, ese fastidio, esa sensación de quemarse y morirse un poco de vergüenza, pero que en verdad es una posibilidad de saltar la cerca de la invisibilidad hacia el buen sitio, hacia el lugar donde ella guardaba las fotos que yo tenía aprendidas de memoria y que no tardaba en mostrar a los presentes, quienes, a veces, superaban incluso mi propio entusiasmo y la alentaban a que sacara esas imágenes a la luz.
            Y fue la luz lo que me terminó dando la razón.
            Es una pena que Paula no lo sepa, porque ya no estamos juntos, sí, es una pena también que no estemos juntos, pero en parte creo que esa fue la orientación que encontró en esa bendita frase de la tarde del parque, esa fracción de discurso que me llamó tanto la atención, esa mirada retraída hacia las palabras que buscaba, como un vuelto de almacén cuando no alcanzan las monedas y hay que elegir caramelos, señalar y preguntar cuánto sale cada uno para dar con el importe exacto, mientras los clientes que vienen detrás se ponen nerviosos y cambian de postura exagerando el movimiento de cadera, refunfuñando, haciendo malabares para que no se caigan los paquetes apretados contra  el pecho, si era cuestión de entrar y salir, no hacía falta agarrar un canasto, pero siempre se suma algo que no fue tenido en cuenta y para peor, el de adelante no se decide a elegir su vuelto, hasta que por fin, encuentra la cifra exacta y la golosina adquirida sin entusiasmo, casi por descarte, se convierte luego en un perfecto bocadillo de sobremesa, un mimo que nos eligió a nosotros para acompañarnos y para que en próximas visitas almaceneras no haga falta esperar las monedas del vuelto, sino señalar con el mentón y llevar a casa el nuevo tesoro en el bolsillo.
            Pero a veces no alcanza con esto, con la retribución inesperada que se vuelve parte de uno mismo, o mejor dicho, con eso que uno encuentra cuando ya no busca nada. Porque ahora que encuentro o, al menos, vislumbro el sentido de la mentada pregunta Paulista, ya no sirve para nada, ya es apenas un esbozo de lo que fue esa hendidura discursiva, ese intersticio clave para vislumbrar su fragilidad. Porque Paula era una mujer frágil. La particularidad de lo frágil es su dureza, esa complexión molecular que no permite dobleces ni torsiones, sino que ante el impacto en algún punto de su superficie (y a menor superficie de contacto, mayor posibilidad de ruptura) esa entereza se resquebraja y cede a convertirse en mil pedazos.
            Entonces esa grieta fue lo que marcó a Paula en ese momento y fue determinante en que no hubiera vuelta atrás en su ruptura, el inicio de un proceso vertiginoso, como patinar sobre una fina capa de hielo, donde lo único que puede hacerse para no caer al agua es aumentar la velocidad. Claro que en ese momento sólo fue la sombra de la duda y no la certeza del final, de la caída de nuestro tiempo común, eso que tanto nos habíamos encantado en afirmar, mirarnos como compañeros de viaje, ir juntos por el mundo, como pares, tomados de la mano entre el gentío para no perdernos y sabernos protegidos, a salvo de las inclemencias estruendosas del inhóspito exterior, de la otredad que se mentaba de amenazar nuestro amor.
            Por eso ahora que su estela brilla en otras latitudes, mezclada entre tonadas extranjeras y la obra de Gaudí, cuando pasé otro domingo cualquiera por una calle cercana al parque Saavedra, más precisamente por 67, con el parque de espaldas y los ramalazos de su voz llegándome desde un tiempo cercano e inalcanzable, me bastó para ver una viejita mirando por la ventana, tras una cortina de gasa, para entender el efecto de la luz oblicua de domingo, de la perdurable pregunta bisagra y de mis nuevos pasos en el terreno de la soledad.
            Esa figura espectral, atrapada, enmarcada en la ventana, con las manos sosteniendo un rosario de madera a la altura del pecho y la mirada hacia la calle semidesierta no sólo parecía una foto de Paula, sino que era la muestra más cabal de cuánto me había apropiado de su enfoque, de su mirada a la vez tierna y cruda de las cosas, y de cuánto había perdido al no poder comentarla, al reparar en el vacío que había a mi costado y que sólo se rompía por el eco de mis pasos sobre las baldosas flojas. Y así fue, en esa construcción epifánica, en esa letanía imperfecta que llamaba a quebrar mi noción de la realidad, donde pude apreciar el crujido final de cada una de esas capas finísimas cimentadas entre sus manos suaves y su mirada que se convertía, a partir de ahora, en la guía del relato de los días por venir, en la contracción de toda distancia que nos hiciera parecer tan distintos y sin embargo, éramos la misma indefinible y errática cosa.
             

martes, 26 de julio de 2011

jueves, 14 de julio de 2011

El vino sin regazo

No hacías otra cosa que escribir. Solía dejarme hipnotizar por el golpeteo de las teclas. En algunas oportunidades agarraba la guitarra y cantaba algunas canciones. Te veía sonreír de perfil cuando acertaba con el repertorio. A veces, muy pocas veces, me consultabas sobre alguna duda que tenías en lo que ibas escribiendo. No hacías otra cosa que escribir. Perdías el aliento frente a las hojas que ibas manchando de tinta. Cuando terminabas, te tenía preparado un vaso de agua y sólo después de beberlo completo, sonreías y me hablabas. Me pedías que te hiciera masajes. Te recostaba boca abajo y me dejaba llevar por mis manos que recorrían tu espalda con ahínco. Mis manos rodeaban tu lunar como en una partida de Go. Una noche de comienzos de primavera después de tu vaso de agua no me pediste los masajes. Simplemente te acercaste y me diste un abrazo. Te sentía respirar sobre mi hombro, un fuelle artesanal anhelando melodías de otra época. El abrazo duró lo que duran en migrar las golondrinas. Te despegaste de mi y me diste la espalda. Esa espalda que era un altar para mis manos hambrientas. Un abrazo con vos era un refugio en la montaña. Con el fuego secreto que emanabas y me envolvía cálidamente. Pero esa noche de comienzos de primavera, tu abrazo me supo a ceniza. Atrás quedaron las fotos de Uruguay, las películas de Cassavettes y los jarroncitos jujeños. Volviste a sentarte a la máquina. ¿Me hacés un sandwich de queso?, preguntaste de esa forma. Pasé a la cocina. El perro dormia en el patio. Soñaba y agitaba las patitas, queriendo llegar más lejos.

domingo, 10 de julio de 2011

Fragmentos de un vals desde Canciones Tristes

Otro domingo con periódicos normal. Sin embargo, es la tercera vez que flota una canción de Fito. Creo. El amor como un acto de fe. En el Radar, Febbro escribió sobre París y Hemingway. Tengo las manos entumecidas y la mirada neblinosa. Paez vuelve a salir al ruedo y yo quiero volver a creer. A esta hora de la temprana tarde todavía resuena en mi cuerpo el galope de una noche de juerga. La memoria cercana como un martillo neumático de destellos ante mis ojos confundidos. Un puente es un hombre atravesando un puente. A Pili y a Mica les gustó esa frase de Cortázar. Un puente sobre el río Búho y un cuerpo balanceandose en el medio. La soledad de visita en una casa conocida que no deja de ser extraña. Cada rincón nuevo tiene telarañas. Demasiado humo, demasiado alcohol, demasiadas palabras. Puentes rotos. Fugaces encuentros alrededor de una extravagante procesión. Algunos abrazos como parches para remediar el insomnio. De todo lo que flota acumulo reflejos, ecos. Fantasmas. Creo que te vi bailando Beatles en alguna vieja casa del lugar. ¿Y si fuera todo un poco más simple? Salir un poco al sol. Algunos destinos son imposibles. Y sin embargo, quizá tenga un discreto encanto pararse en el umbral, tomarte la mano y alcanzar a vernos caminando juntos. A esta hora estaríamos arrepentidos. Y de nuevo con los bordes. Recurrente el muchacho. Cuidado con el filo de la baranda de la escalera. Mi mano lastimada escalones abajo y una mancha de sangre en el piso. Cómo quisiera escribir una canción que te volviera otra, canta Cabrera. Cómo quisiera escribir una canción que me volviera otro. Mujer flaca. O yo mismo tres años mejor. Mari me llamó para contarme que consiguió Frivolidad en una librería de Tandil. Completé la colección Forn. A Euge le gustó la contratapa que le mandé el viernes. Wearing the face that she keeps in a jar by the door. Wearing the facebook. Tal vez suene tonto, pero me arrojo de cabeza y con desesperación a intentar unirnos en las palabras de otros. De Forn, por ejemplo. Las comparto con los amigos para sentirme menos solo. Qué obviedad inútil. Pero no por inútil voy a dejar de hacerlo. Lo cito. Él hablaba de las canciones de Lennon. Yo hablo de sus palabras con sus palabras, "cosas que se juntan como si hubieran estado unidas antes, y a pesar de sus cicatrices arman algo mágicamente único, entero, verdadero, indestructible, donde cabemos todos". En el amor cabemos todos. Estaba Cin. Casi no nos saludamos. Dos extraños envueltos en finos hilos de relato. En el pasado de mi vida. En el pasado cabemos todos. ¿A dónde se va el amor cuando se va? La Negra dice que no cambia, que no se transforma. Que se va. El amor está por reinventar. Rimbaud. Me paro a fumar un cigarrillo al costado de la acequia por donde pasan los amores idos. ¿Soy un cobarde por querer salvarme? Mi boca es un agujero acre. Cae la tarde entre soledades pobladas de mujeres. Me encanta esa frase de Estrázulas. Soledades pobladas de mujeres. Mujeres pobladas de soledad. Me gustan las mujeres de algunos cuentos y las de las películas de Woody Allen. Nunca bien ponderadas. Soledades donde cabemos todos. Hace frío. Herir a alguien es un acto de involuntaria intimidad dice Kureishi. Me pregunto cuántas cicatrices llevaran mi marca íntima. Mi marca involuntaria. Implacable. Y la reacción del odio involuntario, que se adhiere al mapa de la carne y circula incómodo entre los huesos. Qué hacer si estoy parado y te miro. Si sé que es un error pero está pasando. No da. Hay que admitirlo. Nos arrepentimos de antemano para no arrepentirnos. Ya está demasiado llena la gaveta de los arrepentimientos. No da. Debería existir algo así como el desarrepentirse. Perdonarse y seguir en movimiento. Ya se abrirán las grandes alamedas y tal vez pasemos de la mano. O no. Por hoy quedan unas cuantas horas más de abatimiento. Sólo quiero evitar ser un elefante en una cristalería. Dejar de incrustarme astillas en los pies que me recuerdan todo el tiempo que sigo andando. A pesar de todo. Lo siento. Voy a salir a caminar los últimos rayos de sol tenue que quedan. Vivo en una linda ciudad. Me saco las cáscaras de una noche fantasmal. Y me pongo la cara que guardo en un jarrón junto a la puerta. Alguien en el mundo piensa en mi. La esperanza se conquista y no pienso dejarsela a esos otros. Sea. Creer o reventar. Yo creo. Y con eso basta.

viernes, 24 de junio de 2011

Crudo como el amor

Breve crónica de Reíte de mi, Fernando Sanjiao, Malena Guinzburg y Pablo Fábregas en Ciudad Vieja, 23/06/2011

A lo Kramer. Así apareció Sanjiao en el escenario. Subió al tablado de cuatro metros por dos, caminó hacia el micrófono y desapareció: fue a dar a un costado, cerca de una de las puertas del bar, -junto a una parejita apoyada en la pared  que procuraba que se note que están juntos, pero no pegoteados- y al toque Fer se levantó de un saltito, con cara de “lo hago siempre, es parte del show, bienvenidos”. Aplausos. Una parte del monólogo se le hizo realidad. It’s only rock and roll, eh, puto.
Porque los tipos tienen rock. Los tres. Los dos tipos y la tipa. Hace poco vi en la tele a uno de esos pelotudos que abundan, decirle a Dalia Gutman que hacer stand up es fácil. Que lo hace cualquiera. Sí, claro. Pero hacerlo bien es otra cosa. Para hacerlo bien hay que tener, por ejemplo, el pulso punk que tiene Fábregas, para apoyarse contra el pie de micrófono y plantarse ahí, de frente y de costado –la capacidad del bar estaba al límite- a un montón de personas que mastican y toman cerveza como diciendo “a ver flaquito, divertime, haceme quedar bien con mi novia, es la primera vez que la traigo acá un jueves”, y el flaco está parado ahí, sin más armas que un buen texto, una camisa acorde y los Pistols en las venas.
O la dulce y melancólica voz de Malena, que se gana el primer aplauso por enfrentar ser “la hija de” y entonces emerge instantáneamente en la gente esa falsa empatía, ese asqueroso sentimiento de pequeño burgués sensiblero que se siente un poco culpable porque conoce la desgracia, la pérdida que sufrió la persona que tiene enfrente, una pérdida de diferente calibre que la pérdida social de un gran artista, entonces ella se quita ese lastre de encima y cuando te querés acordar te está acribillando a puteadas, con dulzura, claro, siempre, con los acentos justos, con la piel entera puesta a vibrar bajo las luces. Cruda como el amor. Irresistible.
En Ciudad Vieja no hay camarines. Camino al baño, pasando al costado del escenario hay una especie de reservado donde paran los artistas. Cuando los vi antes del show, pensé: qué bueno que estén de gira haciendo stand up, a lo Seinfeld, fuera del refugio local, probando el cuerpo en otras (cercanas, sí, pero diferentes) latitudes. Y también me dio la sensación de que eran buenos tipos. Parecen buenos tipos, me dije. Cuando los vi después del show, sí que eran buenos tipos, saludando a todos, amables, aún Fernando que cada tanto se frotaba las manos para aliviar el dolor del porrazo que se dio antes de poder decir buenas noches, aplaudan, pasen y vean, pasemos un buen momento.

jueves, 23 de junio de 2011

Manual de instrucciones para un elefante a cuerda

Soltó el pañuelo blanco de su mano cuando el tren era un temblequeo que se volvía quietud, cuando quedaba una estela tenue de esa mole de hierro que se perdía en perspectiva y las barreras comenzaban a levantarse. El pañuelo cayó al piso, hacia el sueño de los durmientes hollinados y en esa caída lo dejó ir, como en las películas, pensó, mirando como el viento se lo apropiaba al ras del suelo, pidiendo permiso, entre los rieles que comenzaban a entibiarse.
Antes de salir de la estación compró un paquete de pastillas de menta en el kiosco. Leyó alguno titulares de los diarios y rompió a pasos rápidos la caída en letras de molde. Llevaba un gorro de lana de varios colores que Martín le había comprado en La Paloma, cosa que le hacía pensar que sobre su cabeza llevaba un arco iris, que había pasado la tormenta. 
Pero afuera recién comenzaba a llover.
Se subió las solapas del piloto de color uva y calculó el tiempo que le darían los semáforos para cruzar hasta la farmacia. Llegó a la otra vereda a los saltos, tan Julie Andrews, como le gustaba que le dijera Martín, cuando pasaba a buscarlo a la salida de la redacción, especialmente los días de lluvia, mojada y feliz sonriendo entre una telaraña de gotas que le ardían en la cara, caminando las seis cuadras a los saltos, mientras Martín sonreía desde el lado de la pared, a pasos lentos y pesados, menos por el cansacio del trajín diario que por volver más elástico ese momento, Sofía saltando entre los charcos, cantando algo inentendible, despreocupada y feliz. Esos días, los días de lluvia que lo acompañaba desde la redacción, repetían otra ceremonia, una vez en el departamento, con el desparramo de zapatos embarrados y ropa mojada (ella), Martín ponía la pava en la hornalla, aún antes de sacarse siquiera las medias empapadas, peligro de resfrío, no sea que Sofía aparezca en pijama, secándose el pelo con la cabeza ladeada y no encuentre su té rojo con vainilla.
Sin embargo, esta vez, el cruce de los charcos, el enfrentamiento a la vidriera de la farmacia y el resguardo del toldo, le dejaron en la boca una mueca amarga. Aquello que suele hacerse por placer, por el sólo hecho de contar con alguien y compartirlo, cuando se hace en soledad, no puede traer más que vacío, que el hecho cierto de que el placer secreto y obnubilado, como el que sentía en la belleza libre de los movimientos al bailar bajo la lluvía, no era tal si no estaba Martín detrás asintiendo en silencio.
Por eso caminó lento hasta la parada de taxis, sin importarle los transeuntes con paragüas que copan el lado de la pared cuando aquellos que andan pelados, por así decirlo, sólo encuentran un fugaz resguardo orillando los muros, resguardo ineficaz que se pierde ante cualquier cambio de viento o de la arquitectura ciudadana, por lo que los tipos que andaban cubiertos y no atinaban a moverse hacia el cordón les rompían soberanamente las pelotas a Martín y ella lo contradecía por puro gusto.
Una vez en el coche, dio la dirección de su casa. Pagó con cambio, bajó y subió de un salto los tres escalones hasta el porche. Franqueó la puerta hacia el hall y al ver que no había ascensores en la planta baja decidió subir los cuatro pisos corriendo, enajenada, cada vez más rápido, los escalones en dos, en tres, en dos, sintió cómo la sangre le latía con fuerza en las sienes, como una cuerda de candombe atrapada en su gorro uruguayo, sintió el sudor que comenzaba a brotarle por todo el cuerpo, que aceleraba los latidos a un ritmo insostenible.
Cuando llegó a la puerta, no intentó reponerse, sino encastrar la llave en la cerradura y meterse adentro rápido, tirar la ropa por cada lugar donde fuera pasando y llegar hasta la bata de pólar azul que iba a recuperar su tersa piel desnuda y solitaria. No hay nada mejor que casa, pensó Sofía. Pero no hacía falta hacer té para tres. Apenas bastaba con la taza que dormía boca abajo en el borde de la pileta, aquella que tenía su nombre envuelto en flores.

miércoles, 15 de junio de 2011

El traje gris

Para mi viejo, Lalo,
 que hubiera cumplido 69 años.
Como Paul Mc Cartney y Gilberto Gil.


Algunos años después entendí cuánto le dolió no haber podido comprarme mi primer traje. El padre de un compañero de egreso tenía dos viejos ambos para reciclar y me ofreció uno a mí, haciéndose cargo incluso del sastre; algo que mi viejo agradeció en silencio, con ese estoicismo que supo ganar para bancar las difíciles, porque en silencio no quiere decir sin palabras, no hablo de la mera convencionalidad de dar, de decir las gracias, cosa que sí hizo, sino que ese silencio suyo era más bien ausencia de estridencia, de desenfoque de su humildad.
Porque creo que esos dos adjetivos describn perfecto a mi viejo: estoico y humilde. Quizá el segundo lleve al primero o al revés. Y digo que fue importante para él lo del traje, porque la vez que me vio en el egreso, desde su punto de vista sólo era un chico que había perdido a su madre, vestido de manera elagante; pero cuando me vio de traje en La Plata, para él ya era un hombre, que trabajaba en un banco y se mantenía solo.
Y ese traje marcó la diferencia, ya que en esa estampa podía ver algo de triunfo sobre lo que él no había sido, y entonces de alguna manera también a mí me agradeció en silencio, sólo que esta vez ni siquiera lo puso en palabras, como tantas otras cosas, como aquel momento en que empecé a publicar en un suplemento del pueblo y le llegaban comentarios de cuánto gustaba lo que escribía su hijo, algo que dijo al pasar, como un desliz, un descarrilamiento leve envuelto en un manto de picardía, la misma picardía con la que me contó -en la cama del hospital San Juan de Dios donde le hacían unos estudios mientras Ginóbili convertía a contrarreloj en Atenas frente a Serbia- que alguna vez había flirteado con una pelirroja en uno de aquellos pueblos adonde iba a pintar de joven.
Yo era un joven ahora, que flirteaba con la idea de lo inevitable, desde el llamado telefónico de mi hermana en un horario inusual -el teléfono es un animal peligroso cuando se lo domestica, cuando conocemos perfectamente sus mañas, cuando sabemos quién va a llamar a qué hora, cosa que hace que si el animalito se inquieta por una llamada inesperada, la primera conexión posible es la de que sean malas noticias, nada bueno puede aparecer de ese aparato del demonio- y viajé de inmediato al hospital donde lo habían internado, donde encontré un gran pez, disminuído de una aleta e infectado el resto del cuerpo, preparándose para nadar de noche.
Y fue esa noche cuando tuve que hacer a un lado a Rímini y Sofía, compañeros de vigilia, para tragarme sus últimas fracciones, en esos vanos movimientos basculares que pugnan por detener el reloj de arena, y a la vez se comprende que es inútil; nadie está preparado para algo así, la respuesta a todo, la nada y el eclipse de los sentidos, incapaces de captar o, mejor dicho, de entender lo que brotaba a borbotones de sus ojos que se iban, dos agujeros negros donde se desvanecía la vida y sin embargo una llamita ponderaba por quedarse, sabiendose vencida. Con estoicismo. Con humildad. Como un simple tipo vestido de traje. En silencio.

martes, 10 de mayo de 2011

Siglo


A mi abuela Hermelinda.
1911-2011

De aquí no me llevo nada, porque nunca tuve nada
y hasta eso perdi.
Pedro Lemebel

Ciruelo de mi puerta,
si no volviese yo,
la primavera siempre
volverá. Tú, florece.
Tradicional japonés


Tus ojos grises como espejo del
desahucio de un siglo
sembrado
en los surcos de tu cara.
De tus entrañas fértiles
brotaron angelitos,
gauchos fuertes, mujeres incansables
que gastaban sus manos
frotando pañales descartables,
limpiando la mugre ajena,
esparciendo su ternura errante
entre polvaredas de provincia.

¿Qué te rescata de mi olvido?
¿El candil ceniciento que se apagó
a eso de las ocho y media?
¿La liviandad de panadero que se adosó
a mi espalda todo el día?
¿La raíz ancestral separada de mis pasos?
¿La despedida quieta en el cemento?
¿La inexactitud de mis ahogadas palabras?

La pampa, hembra como vos,
te estará envolviendo ahora,
entrigando tus escombros,
etimologia sanguínea que se
desvanece
como casi todas las cosas,
como el horizonte de tu puerta,
como la azada quieta
para siempre
en el galpón de las herramientas.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Cinco minutos como vos quieras



                                                                                                 A Javier Maldonado






Dibujo: Nicolás Herrnandorena. 


            Cosas simples. Empecemos por ahí: no es la toma de la Bastilla. Tardecita de carnaval en el Meridiano V. Salgo con la bici a la calle, espero a Laura  -mi musa doméstica- en la vereda y mientras tanto repito como un mantra sus instrucciones para bailar: “derecha-izquierda-derecha-levanto-pateo. Derecha-izquierda-derecha-levanto-pateo”. Repito hasta volverla visible, diciendo que cuando dé el salto, con la mano opuesta a la pierna que se eleva tengo que hacer un gesto como de mandar al carajo por encima de la cabeza. Hace un tiempo odiaba el estilo de la murga argentina y los mimos. Mi peor pesadilla callejera era cruzarme con una murga de mimos. Con los mimos no hay tu tía: si veo alguno haciendo sus morisquetas me dan ganas de patearlo: hasta las estatuas vivientes tienen más dignidad. Con la murga, en cambio, me compré unas topper de lona para salir a bailar a los saltos. Para bailar como si no estuviera nadie mirando.
La que me mira es la chica de la panadería de al lado, apoyada en la puerta con los brazos cruzados, tapando gran parte del cartel de ABIERTO. Saluda con la cabeza y sonríe. En la carnicería de la esquina, el Tano sube el volumen de la radio para hacer oír a todos el gol que el relator estira hasta quedarse sin aire y confundirse con los ecos tribales de algunos que se asoman a las ventanas para compartir el aire de festejo, semejantes a relojes cucú que dan la hora señalada para el desahogo. De la agencia de quinielas (quinela, diría mi madre) un tipo gordo y de pelo hasta los hombros sale a los tumbos contra sí mismo, casi jadeante del apuro, blandiendo las boletas en una mano y una billetera ajada en la otra, con tal de ser partícipe de la novedad futbolera: ¿quién, quién, quién, quién lo hizo?
            Hay movimiento en el barrio. Los negocios engullen primero y escupen luego gente con bolsas de nylon y paso cansino. Algunas chicas que salen del gimnasio cosechan piropos con falsa timidez. Empiezan a llegar autos que ocupan toda la cuadra del Unión Vecinal –y algunas otras aledañas- para ver el partido de básquet de la primera. Cada partido, por las noches, ruge la manzana entera, el galpón como una bestia de chapa acanalada alimentándose por las astas enormes de los ventiladores que giran incesantes empotrados en las paredes.
            Derecha-izquierda-derecha-mensaje de Laura: se equivocó de jabón en el lavarropas; limpia el desastre que hizo la espuma y viene. Nada del otro mundo, nada que no haya pasado antes: sabe que me molesta esperar y se ha vuelto una especialista, una constructora de pequeñas ceremonias cotidianas de maldad, de esas ciertas cosas “sin querer”, cosas no obstante imbuidas de picardía, al punto de volverse necesarias y preciosas. Como los cambios en las letras de algunas canciones que suelo tocar en la guitarra. O convencerme de alquilar alguna película que a mi ni fu ni fa pero que ella se muere por ver y quedarse dormida a la mitad del film. Cosas así.         
Mientras espero me tomo cinco minutos. Me digo que tengo cinco minutos, cinco minutos como vos quieras, Zapa. Y canto en voz baja. Canto cosas simples en las cosas de allá, “bajo este sol irrompible que abre caminos para ver mejor”. Hoy me toca, che. Hoy exijo primaveras. Para andar correctamente.