lunes, 1 de agosto de 2011

Balada de la luz oblicua

De tu ventana hasta aquel jueves santo
¿cuánto queda?
aquel milagro de carretera
con el pulgar paralelo a la sonrisa
y tú temblándome en el costado.

EDUARDO DARNAUCHANS

Como siempre que se cambian los papeles
voy a quedarme dormido en tu cintura.

ANDRÉS CALAMARO



            ¿Qué quiero decir con esto?, intentó orientar la charla Paula.
            Estar dispuesto a dejar abiertos los grifos de la percepción puede generar, en momentos como en el que teníamos la charla con ella, una serie de revelaciones importantes o, al menos, disparar un abanico nuevo de construcciones de sentido. El recurso retórico tendido ante mis oídos logró revelarme un costado de improvisación, de factor espejo en el cual quien está discursando se mira a sí mismo y considera válido para su alocución preguntarse hacia dónde se está dirigiendo, menos por conseguir un camino claro que por no dejar lugar a la réplica, por seguir acaparando el terreno de las palabras, que iban y venían bajo la oblicua luz del parque.
            Estábamos sentados en el parque cerrado del Saavedra, junto a un grupo de chilenos que fumaban y tocaban la guitarra cerca del alambrado perimetral. 
            A ver: la conversación iba de que Paula intentaba correrme por izquierda, de pavonear su absoluto convencimiento de un determinado punto de vista, mucho más filantrópico que el mío, por supuesto, para lograr convertirme, ponerme de su lado, como si hiciera falta, como si no supiera que estoy de su lado, como si ignorara que para estar a su lado tengo que estar de su lado, junto a ella, quien logra robar toda mi atención en la mayoría de sus gestos, especialmente en esa serie de gestos distraídos, que se le escapan y la hacen más poseedora de ternura: quitarse momentáneamente de encima un mechón que cae sobre su frente y llevarlo sobre la oreja con mano cambiada o tocarse el lóbulo de la oreja izquierda, como tanteando si aún permanece en su sitio el aro que lleva colgando,  a lo que en este momento se agrega esa frase disparada también contra ella misma, ¿qué quiero decir con esto?, escuché y me hizo ver su duda, su búsqueda de una construcción sólida ante mi intimidad. Porque aunque hayan pasado dos años desde el momento en que empezamos a salir, desde que nos vinculamos, la puesta en común de un refugio, de un cruce de intimidades tiene la capacidad de imprimirse en el cuerpo del otro, aún y sobretodo con los silencios, en los silencios, en la discreción de aquello que vemos pero no podemos poner frente a nuestro ser amado, un poco por pudor y otro poco por convertirse en un as bajo la manga, como este que me servía la mano ahora, al escuchar esas cinco palabras combinadas con la mirada hacia el costado, hacia el guitarrista chileno que juntaba adeptos en la cantarola, y que se traducía, desde mi percepción, en un reclamo de amor y, al mismo tiempo, en la dialéctica negación a reconocer que es eso lo que necesita: que le diga que es probable que tenga razón, que la abrace y la acompañe. Que me ponga de su lado. No va a ponerlo nunca en esos términos, porque es una mujer independiente, porque hacer una cosa así sería una muestra de debilidad de género y no está dispuesta, porque no es una mujer débil.
            Paula es fotógrafa. Ella no lo admite, dice que es una empleada pública que saca fotos en sus ratos libres. ¿Qué quiero decir con esto? Que no cree en lo que genera, en lo que es, sino que lo reduce a un hobby, intentando negar lo que deja ver hacia los demás y le impide dar el paso que quiere (debe) dar desde hace tiempo. La conocí cuando yo vivía con un amigo, Alejandro, que estudiaba cine, carrera en la que Paula incursionó tres años, hace uno ya. En una fiesta de cumpleaños de Alejandro discutimos por  la foto de un póster del Che Guevara –en verdad es un anti afiche, la foto del famoso anti afiche de Jacoby- puesta en una pared de mi casa, un cuadro que a ella le impactó al punto de preguntarse si la intención de colgar eso era progre o reaccionaria, duda que le impedía sacar conclusiones acerca del pensamiento de quién cuelga ese afiche hoy, esa expresión sesentista puesta a dialogar con Mc' Guevara o Che Donald's, canción que inmediatamente se sumó al debate frente a la pared, a su temor acerca de un bajo nivel de progresismo de estos mensajes, y ser presa de una serie de contradicciones un poco incómodas.
            Debo decir que ella no me atrajo de entrada. Porque si el afiche genera dudas acerca del pensamiento de quién lo expone, el hecho de preguntar e intentar comprobar la validez progre de tal gesto es también un disparador de preguntas, de un terreno impreciso sobre el cual se puede librar una batalla dialógica inesperada, por estar compartiendo el espacio con una persona desconocida. Y esa noche no tenía ganas de confeccionar un carnet de PPC (Pensamiento Políticamente Correcto), por lo que no me deslumbró al principio, cuando era un posible foco de conflicto y de resaca amarga al día siguiente.
            Pero en determinado momento le presté atención. Fue algo, la insinuación de una inesperada fragilidad, lo que me conmovió. Santiago dice que el amor es una cuestión de coordinación (sic) y algo así sucedió esa noche, hubo una serie de coordenadas que coincidieron (desde la decisión de colgar un afiche en una pared hasta elegir una carrera donde se conocen compañeros a los que se va a visitar en los cumpleaños y, last but not least, que ambos estuviéramos solos, sin compartir nuestra intimidad con nadie) y comenzamos a salir.
            Por ese entonces ella estaba empezando con la fotografía. Un domingo fuimos a sacar fotos a la Isla Paulino. Fuimos quiere decir que la acompañé a sacar fotos, yo iba sin cámara, nunca tuve buen ojo para esas cosas y la acompañé para que no fuera sola, para ir con ella; por esos tiempos no se preguntaba si estaba de su lado, era claro que sí, que de a poco me iba poniendo de su lado, que compartíamos esos instantes y lo que ella capturaba con el lente, como una foto que recuerdo con especial cariño, en la que me tomó desprevenido mirando hacia el horizonte, -cosa que la hizo creer que me hallaba inmerso en una serie de cavilaciones importantes, cuando en realidad intentaba decidir para dónde quedaba Colonia del Sacramento y si en ese momento habría un uruguayo buscando con la mirada la costa argentina- con los flecos del gorro coya al viento y las manos en los bolsillos de la campera azul y roja. Realmente, no porque yo la protagonice, lo digo desde la mayor objetividad posible, es una imagen muy bonita. Tanto que después de un tiempo, al verla, no pude evitar preguntarme en qué estaría pensando, qué situación mental me tenía tan absorto, aún sabiendo que esas cosas, mirar la pampa líquida que se extendía ante mis pies, pararme en la orilla, siempre me sedujeron, no necesitaba justificar el hecho de estar parado, descalzo –los pies casi transparentes, hacía frío para playa-,  frente a las olitas que cada tanto arrastraban hojas o ramas o botellas de plástico o todas esas cosas juntas.
            Y así fue que comencé a insistirle en que tenía que hacer algo con esas fotos, mostrarlas, abrir un blog, venderlas, darlas a conocer. Meterle para adelante (ir al bife, diría Chuletón). Tímidamente aceptaba mis recomendaciones, menos para llevarlas a cabo que para seguirme la corriente y hacerme callar. Le molestaba si yo ofrecía su arte al mundo, es decir, si después de algunas sobremesas con amigos, míos o suyos, yo me ponía al frente de lo que ella era incapaz de hacer, imponerse a la realidad de que sus fotografías merecían ser vistas por otros ojos, más o menos expertos, pero igualmente curiosos, algo que a mí se me daba con total naturalidad, esto es, con el tiempo aprendí a diseñar una estrategia de muestra, mientras alguno lavaba los platos o conversábamos de cualquier cosa, dejaba caer algún bocadillo o esperaba la oportunidad para llevar la conversación a lugares tales como: “ella hizo una foto que expresa esto de lo que estamos hablando”, cosas así, ignorando sus primeras impresiones de falso fastidio, actitud que conocía de sobra por haberla padecido cuando mi madre le decía a todas sus amigas que había sacado buenas notas, ese fastidio, esa sensación de quemarse y morirse un poco de vergüenza, pero que en verdad es una posibilidad de saltar la cerca de la invisibilidad hacia el buen sitio, hacia el lugar donde ella guardaba las fotos que yo tenía aprendidas de memoria y que no tardaba en mostrar a los presentes, quienes, a veces, superaban incluso mi propio entusiasmo y la alentaban a que sacara esas imágenes a la luz.
            Y fue la luz lo que me terminó dando la razón.
            Es una pena que Paula no lo sepa, porque ya no estamos juntos, sí, es una pena también que no estemos juntos, pero en parte creo que esa fue la orientación que encontró en esa bendita frase de la tarde del parque, esa fracción de discurso que me llamó tanto la atención, esa mirada retraída hacia las palabras que buscaba, como un vuelto de almacén cuando no alcanzan las monedas y hay que elegir caramelos, señalar y preguntar cuánto sale cada uno para dar con el importe exacto, mientras los clientes que vienen detrás se ponen nerviosos y cambian de postura exagerando el movimiento de cadera, refunfuñando, haciendo malabares para que no se caigan los paquetes apretados contra  el pecho, si era cuestión de entrar y salir, no hacía falta agarrar un canasto, pero siempre se suma algo que no fue tenido en cuenta y para peor, el de adelante no se decide a elegir su vuelto, hasta que por fin, encuentra la cifra exacta y la golosina adquirida sin entusiasmo, casi por descarte, se convierte luego en un perfecto bocadillo de sobremesa, un mimo que nos eligió a nosotros para acompañarnos y para que en próximas visitas almaceneras no haga falta esperar las monedas del vuelto, sino señalar con el mentón y llevar a casa el nuevo tesoro en el bolsillo.
            Pero a veces no alcanza con esto, con la retribución inesperada que se vuelve parte de uno mismo, o mejor dicho, con eso que uno encuentra cuando ya no busca nada. Porque ahora que encuentro o, al menos, vislumbro el sentido de la mentada pregunta Paulista, ya no sirve para nada, ya es apenas un esbozo de lo que fue esa hendidura discursiva, ese intersticio clave para vislumbrar su fragilidad. Porque Paula era una mujer frágil. La particularidad de lo frágil es su dureza, esa complexión molecular que no permite dobleces ni torsiones, sino que ante el impacto en algún punto de su superficie (y a menor superficie de contacto, mayor posibilidad de ruptura) esa entereza se resquebraja y cede a convertirse en mil pedazos.
            Entonces esa grieta fue lo que marcó a Paula en ese momento y fue determinante en que no hubiera vuelta atrás en su ruptura, el inicio de un proceso vertiginoso, como patinar sobre una fina capa de hielo, donde lo único que puede hacerse para no caer al agua es aumentar la velocidad. Claro que en ese momento sólo fue la sombra de la duda y no la certeza del final, de la caída de nuestro tiempo común, eso que tanto nos habíamos encantado en afirmar, mirarnos como compañeros de viaje, ir juntos por el mundo, como pares, tomados de la mano entre el gentío para no perdernos y sabernos protegidos, a salvo de las inclemencias estruendosas del inhóspito exterior, de la otredad que se mentaba de amenazar nuestro amor.
            Por eso ahora que su estela brilla en otras latitudes, mezclada entre tonadas extranjeras y la obra de Gaudí, cuando pasé otro domingo cualquiera por una calle cercana al parque Saavedra, más precisamente por 67, con el parque de espaldas y los ramalazos de su voz llegándome desde un tiempo cercano e inalcanzable, me bastó para ver una viejita mirando por la ventana, tras una cortina de gasa, para entender el efecto de la luz oblicua de domingo, de la perdurable pregunta bisagra y de mis nuevos pasos en el terreno de la soledad.
            Esa figura espectral, atrapada, enmarcada en la ventana, con las manos sosteniendo un rosario de madera a la altura del pecho y la mirada hacia la calle semidesierta no sólo parecía una foto de Paula, sino que era la muestra más cabal de cuánto me había apropiado de su enfoque, de su mirada a la vez tierna y cruda de las cosas, y de cuánto había perdido al no poder comentarla, al reparar en el vacío que había a mi costado y que sólo se rompía por el eco de mis pasos sobre las baldosas flojas. Y así fue, en esa construcción epifánica, en esa letanía imperfecta que llamaba a quebrar mi noción de la realidad, donde pude apreciar el crujido final de cada una de esas capas finísimas cimentadas entre sus manos suaves y su mirada que se convertía, a partir de ahora, en la guía del relato de los días por venir, en la contracción de toda distancia que nos hiciera parecer tan distintos y sin embargo, éramos la misma indefinible y errática cosa.
             

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