miércoles, 3 de agosto de 2011

Que antes que cuente diez, dormirá



Para mi hermano Luis,
mi único héroe en este lío.











Toda memoria es ficticia, es un relato que va más allá de la cosa en sí, es siempre una construcción imperfecta. Me ha pasado de remontarme a hechos que no sabía si los había soñado o vivido realmente. O de apropiarme de anécdotas ajenas al punto de sentirme un testigo presencial de las mismas. O la memoria familiar, las historias contadas de manera diferente por hermanos que han vivido la "misma cosa". Y de todas maneras, esta naturaleza ficticia (no necesariamente mentirosa) acaso no sea un rasgo negativo de la memoria.
Tal vez lo importante sea el relato, la costrucción sobre lo intangible. Tal vez no seamos mucho más que eso. Y la búsqueda en la fidelidad del recuerdo, una desviación.
Ese domingo de fines de octubre me pasaron a buscar por el departamento de la calle Colón donde vivía Marcela, en un edificio que queda a la vuelta del que tiene el cartel de Havanna, ese que se vino abajo en una tormenta memorable. Preso de una excitación increíble subí a la caja de la F-100 beige donde ya estaban Lunita, el Gordo, Manino y el Pana, el único que no conocía, un corpulento rubio que vivía el viaje como si estuviera en una montaña rusa, era el más simpáticamente desaforado de todos. Creo que ahora está en Chile. Yo subí con Luis, que cuando me juntó a sus amigos intuí que sentía una mezcla de orgullo y vergüenza: lo segundo por tener que hacerse cargo del hermano menor y lo primero por iniciarme en uno de sus ritos más importantes.
Manino se bajó antes y preguntó dónde iban a estar. El Gordo le dijo que en el mismo lugar que el día anterior, a la derecha del escenario, justo frente al teclado. La respuesta de Manino fue que esperaba que no cambiaran el teclado de lugar. Le dio una palmada a la camioneta, como si fuera un caballo y arrancamos. Ignoro quién manejaba. Y quiénes iban de acompañante.
Cuando llegamos al predio donde está el polideportivo, me invadió una electricidad pariente del miedo, de lo nuevo que era todo eso en mi cuerpo de adolescente pueblerino. Al mismo tiempo, me sorprendió la sensación de pertenencia a ese extraño colectivo que iba y venía por entre los vallados. La cola para entrar al recital era bastante tranquila, todavía era de día, aunque ya no entraban rayos de sol por entre los árboles que custodiaban el complejo.
Mientras algunos iban y venían, comenzaron a surgir los cantitos, esa costumbre de alentarse, de afirmar la pertenencia de las bandas y la banda. Había uno que era una especie de amenaza o promesa: "ya copamos Mar del Plata, ya copamos Santa fe, no nos rompan las pelotas, que copamos River Plate.." Por ese entonces, se amuchaba sólo una décima parte de la cantidad que hizo en el monumental el pogo más grande del mundo. Entretanto, Lunita daba consejos: no te guardes la entrada en el bolsillo de atrás, que te la pueden arrebatar o la podés perder sin que te des cuenta.
Fueron pasando los minutos, empezamos a avanzar de a poco. Cuando llegamos a la entrada, tuve que separarme del grupo, era el único que tenía platea y todos los demás tenían campo. Asi que fui caminando solo por el pasillo, hasta entrar a la tribuna de frente al escenario. Me embargó un leve temblor cuando vi  la batería negra y cromada de Sidotti enclavada en el medio, custodiada por un par de micrófonos y el teclado a un costado (pensé que era el mismo lugar que había mencionado Manino y sonrei para adentro, cómplice con nadie). Sin dejar de mirar el recuadro donde en las horas siguientes se iba a dar el milagro de mi primera "misa", fui hacia la izquierda, hasta quedar a unos diez metros del escenario, a la altura de la cuarta grada.
Cuando el grupo de Luis me ubico, Lunita se acercó a decirme que si quería podía bajar por entre las banderas y saltar al campo. Preferí quedarme donde estaba y no perderme detalle. Desde ahí vi entrar a la hinchada de Chacarita, que dio la vuelta olímpica bajo un enorme trapo rojo, negro y blanco para terminar contagiando a la masa que era la más loca que había y se movía para acá, se movía para allá...
Los cantos subían desde el campo y contagiaban a todo el mundo. Los aprendí enseguida, incluso aquellos que requerían de una mínima coreografía, como el valcesito para el que se levantaban los brazos y se agitaban acompasados de un lado a otro por encima de la cabeza; o la bandera que diga Che Guevara o el que vamos copando los pueblos de Argentina.
De pronto se apagaron las luces y entre las sombras vi primero como el público se agolpaba hacia el escenario y como los cinco tipitos que salían de bambalinas arrancaban con el riff rabioso de El pibe de los astilleros. Me partió la cabeza. El cum cum del bombo me dio en el centro del pecho y se me hincharon las venas de la garganta con los primeros coros y luego la canción, el torbellino que aún suena en la radio, una de las primeras que me aprendí de memoria.
De ahí en más todo fue un magma de placer, un desgañitarse a rabiar y saltar hasta que los gemelos se me endurecieron y ya no importaba. Pasaban las canciones, las viejas, la increíble El infierno está encantador esta noche, y también las nuevas, las entonces recientes, algunas que tenían marcha de himno, como Juguetes perdidos, donde de la nada aparecieron entre el público banderas rojas y banderas negras, que quedaron ondeando en nuestros corazones. Corazones cautivos que en esa época encaraban cada encuentro ricotero con la certeza de encontrarse entre los escombros de un país que iba cayendo sistematicamente al abismo. Y en esas fechas, cada recital en los diferentes puntos del país, lugares que tal vez eran lo opuesto de la opulencia capitalina, que algunos tuvieran esos momentos de marginada felicidad comenzó a ser peligroso.
No podía creer el magnetismo que tenían esos tipos arriba del escenario, los movimientos tan rockeros de Skay, los bailecitos del Indio, Semilla con la pierna apoyada en la tarima de la batería de Walter, como sosteniendo el ritmo sobre el que volaba también el saxo de Dawi.
Pasaron los bises, pasó Ji ji ji, se terminó todo. Me encontré con el grupo de mi hermano con una felicidad indecible, con la furia de los sonidos recien apagados retumbando en las sienes, sintiendo que las pequeñas venas podían estallar en cualquier momento y hubiese estado bien.
Fuimos a tomar algo a un bar, al mismo bar donde en un viaje anterior a Mar del Plata se habían encontrado a la negra Poli, que le regaló un paquete de pastillas al Gordo. Sentados en una mesa afuera, debieron ser mis primeros sorbos de cerveza y asistía en silencio a esa otra parte de la ceremonia, la puesta en común de las sensaciones que se estaban asentando en el cuerpo y pasaban a ser, como esto ahora, un relato, una ficción, de la cual Lunita dio el título perfecto: ¿y? ¿qué tal? ¿les gustó mi cumpleaños? Risas. Todo parecía posible.
Al otro día me volví al pueblo, mi hermano se quedó unos días más en la feliz. Después pasaron otros recitales, con corridas, con borracheras descomunales y hasta durmiendo en las calles de Montevideo.
Aún conservo los vinilos que tenía Luis y cada tanto los escucho, entre ese ruido de fritanga que marcó mi educación musical básica. Luis dice que se terminaron en Luzbelito, que ese fue el verdadero último disco. Fabian Casas los liquida mucho antes, con la aparición del Bang bang, con la aparición de las bandas. Supongo que cada uno tiene su propio final, su propia historia, eso que importa más que la cosa en sí. Y la cosa en sí, lo objetivable, nos dice que un 4 de agosto, pero diez años atrás, tocaron en vivo por última vez, en Córdoba, mientras alrededor nos íbamos acomodando la jeta y los brazos para amortiguar la caída contra el fondo negro del pozo. Y ya no es rock. Es pura suerte.

1 comentario:

  1. Deja que te tome otro recuerdo prestado.
    Abrazo de amigo
    Mariano

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