viernes, 3 de diciembre de 2010

Carta a una desconocida

Creo que creo en lo que creo que no creo.
Y creo que no creo en lo que creo que creo.
Oliverio Girondo


Creo que crees en tu padre y en el mar. A veces, sin saber por donde empieza, piensas en el mar y al mismo tiempo te invade una extraña sensación, como si visualizaras a tu padre en soledad, getting the blues, y buscas monedas para llamarlo de un teléfono público (así lo hacías antes de procurarte un teléfono móvil y así lo seguirás haciendo). Y ambos saben, aunque hablen de los muertos recientes del pueblo o cosas así. Luego, casi siempre es de noche, aparecen Lou Reed o Caetano como un soundtrack casi de memoria.
Te gusta volver al pueblo. Especialmente en las fechas en las que no va casi nadie, aunque en ocasiones te resulta lindo hacerlo en un fin de semana largo y hacer una escapada a la playa con la gente amiga.
Del mar, lo que más te gusta es mirarlo y caminar por el vaivén de la orilla, con las zapatillas en la mano, generalmente en la que da al agua (te gusta más ir del lado derecho y volver del izquierdo). Te agrada oír el murmullo de  las olas, aunque casi nunca escuches esa parte de tu nombre.
Sabes contemplar, aún cuando camines rápido o andes de un lado a otro, cargada de actividades, de reunión en reunión. Es una contemplación activa, desde la que construyes tu propio universo, ajustando los colores a una expresividad propia, afirmando eso del cristal con que se mira y miren también ustedes, dicho con toda humildad. Compartirlo. Es algo así.
Por eso, eres muy buena para trabajar en equipo, te gusta hacerlo. Pero, a veces, necesitas una actividad solitaria, una afirmación de tu mirada del mundo. Sabes sacar buenas fotografías.
Hay nombres que te resultan graciosos y cuando escuchas alguno, te brillan un poco los ojos y sonríes para adentro, con el aire de travesura con el que sacabas caramelos del aparador de tu abuela. Durante mucho tiempo, creíste que ella no lo sabía y eso te hacía sentir un poder íntimo, como un secreto que te fortalecía. Luego te diste cuenta de que lo supo desde siempre y procuraba que el frasco no se vaciara. De todas maneras, cuando vas a su casa, hurgar en la caramelera esmerilada es una de las primeras cosas que haces. Y siempre sonríes entonces. Igual que cuando escuchas a alguien decir: “le faltan un par de caramelos del frasco”.
Visitar a tus abuelos te produce un placer sereno. De ellos aprendiste a necesitar poco y valorar lo simple, lo despojado, lo antisolemne. Sin embargo, sabes que con ellos nunca podrías mirar una película de Cassavettes. Pero ella hace el pan casero más rico del mundo.
Te gustan los libros de Manuel Puig, la delicada descripción de quien construye su propio mundo en los cines de un pueblo. En poesía, prefieres a las mujeres y a los malditos. Pero, entre todos y sobre todo, a Pizarnik. Yo no sé de pájaros / no conozco la historia del fuego / pero creo que mi soledad debería tener alas.
Entiendes la puntualidad como algo que le pasa a los otros y sueles olvidarte menos cosas de las crees.
Eres buena conversadora y cuando vas a un bar o una reunión social, te molesta si el volumen de la música es demasiado alto y hay que exagerar los gestos o gritar marranalmente.
No necesitas moverte mucho para ver las cosas de un lugar diferente, pero si hay algo que te encanta, es viajar. Ir y volver e ir y volver e ir. Y siempre , siempre, regresas al mar, como dice Nicanor Parra: es que, en verdad, desde que existe el mundo, / la voz del mar en mi persona estaba.



sábado, 27 de noviembre de 2010

Fotos











Imagen: Pao Buontempo.



Siempre regreso al lugar del crimen. A veces pasa demasiado tiempo, tanto
que llego a pensar que no lo haré. Pero sí. Regreso.
 Otras veces, apenas si llego a cambiarme de ropa, arrojar en un cubo de
basura el traje manchado de sangre y agonía y presentarme indemne a
observar las pesquisas, las primeras elucubraciones, las voces confundidas
que buscan, en vano, una explicación. Algo.
 ¿Y por qué vuelvo?
 No lo sé. Tal vez sea como esos pintores que necesitan alejarse un poco de
la tela para ver la totalidad del conjunto o vaya a reconstruir todo a
partir de pequeños fragmentos de deshechos que nadie más ha podido notar.
 O quizá regrese para poder ver lo que no hice, todas las posibilidades que
quedaron en el camino por haber elegido una.
 No lo sé.
 Sin embargo, hoy, aquí, vuelvo para confirmar que nada ha cambiado. Esa mujer que
duerme de costado en este tibio atardecer y en todos los atardeceres que
queden, constituye el cénit de mi obra, el crimen perfecto. Una mujer, si.
 Duerme su sueño eterno trasmutada en arena, rama y cielo. Tal vez no
duerma y mire la orilla.
Es curioso que el resultado más acabado de mi arte es, al mismo tiempo, lo
que más tristeza me produce. La perfección es triste.
 Esa mujer, canela y tilo, trae sal a mi boca algunas madrugadas y no hay
vaso en la mesa de luz que alcance.
 En esos momentos, pienso en retirarme. Bebo tembloroso (sí, desde hace un
tiempo también yo tiemblo un poco) hasta la última gota, el pecho
 humedecido de agua y sudor. Clavo mis ojos en el paisaje que cuelga frente
a mi.
Ese hombro desnudo al viento, como un agujero de luz en mi pozo vertical.
 Me hundo hacia fuera hasta que me duelen los ojos. Y mis manos viajan a mi
boca, ahogando el grito que tantas veces dejé caer en todas las escenas de
todos los crímenes a las que siempre regreso.

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Imagen: Pao Buontempo



Otro amanecer en la tierra. En la arena. Veo esparcidas las estrías que
denuncian el haberme parido. Qué decir de mi sombra. Esa suerte de oscuridad
que abrazo y alejo,
que en mi vibración se vuelve, al menos, sepia. Es mi amor desparramado al
suelo, mi vocación errada; mi amor oscuro. mi amor en sepia. El torrente de
mi savia que se espesa poco a poco, arropado por el infinito verde que besa
el suelo que me contiene.
Alzo mis brazos a las caricias del otoño, del amarillo que alimenta y
abriga, bailo, en la cuerda de la brisa y me trago de un sorbo las nubes.
Así me ven.
Y sin embargo, la soledad no está en mis ramas; está en las pisadas que
sobreviven a pocos metros de mi sombra.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Todo ocurrirá en un túnel

“Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y
el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo…
Él se rió y por fin dijo:
- Todo ocurrirá en un túnel.”

Felisberto Hernández
  
La reconocí mientras cruzaba la calle como una tromba, una locomotora de caderas humeantes, capaz de frenar el tránsito y dejar a los automovilistas con el insulto pegado al paladar, sin la capacidad de largárselo a esa mujer de remera gris que se acercaba hacia mí, peligrosamente decidida y que yo veía acercarse sin poder evitar el recuerdo de otros momentos en los que la vi hacerlo, caminar hacia mí ralentando el paso, para que pueda apreciarla por más tiempo antes de que caiga en mis brazos, con una sonrisa pícara, diciendo algo así como ¿hace mucho me esperabas? y yo queriendo decirle que toda una vida, que desde aquellas primeras clases de dibujo técnico, ¿te acordás?, pero más bien terminaba todo en un tímido recién llegué, no es nada, pero esta vez sí que lo era, caramba, qué manera de cruzar diagonal 74 y recién cuando pisó la vereda donde estaba el bar en el que tomaba unas cervezas con dos amigos se dio cuenta que aún tenía un trapo en la mano y creo que eso le dio más bronca. Por fin llegó a dónde estaba sentado, se frenó en seco y me dijo atrayendo las miradas de todos los presentes e incluso de algunos transeúntes que por ahí pasaban: ¡Dejá de seguirme, imbécil! Acto seguido, me tiró el trapo por la cara y se marchó con la misma intensidad con la que había llegado.
Me quedé estupefacto, las sensaciones que atravesaba mi cuerpo eran disímiles y todas verdaderas, por un lado sentía cierta alegría al verla, pero por otro me desconcertaba sobremanera la sentencia que me había hecho, no entendía de dónde había salido y por qué creía que la estaba siguiendo, además de cierta pena que me generaba que nuestros encuentros fueran tan diferentes a lo que alguna vez había sido. En ese momento, Alfonso, que estaba sentado frente a mí y la siguió con la mirada en su trayecto, me informó que trabajaba en la heladería de enfrente.
Les dije a los chicos que ya volvía y aunque ninguno estaba de acuerdo en lo que iba a hacer, tampoco hicieron demasiado por retenerme sentado en la mesa del bar, esperando que las cosas volvieran a su cauce normal (si es que algo así sucedía hasta entonces) y siguiéramos mirando pasar chicas por la vereda y estimulando todo tipo de teorías sobre el género femenino, incluso por parte de Alfonso.
Por ese entonces yo me la pasaba fumando más de la cuenta, algo que en ciertas ocasiones, sobretodo en reuniones sociales que no requerían demasiado esfuerzo por parecer lúcido, me hacía disfrutar los encuentros con una liviandad que luego, debo reconocer, se desvanecía en una extraña lentitud, en la que podía percibir el momento exacto en el que el fumo dejaba de hacerme efecto y ya sólo se apoderaba de mi cuerpo una leve borrachera y entonces era el momento de tomar agua y esperar el regreso a mi casa, para prender otro porro o terminar el que había dejado mientras escuchaba discos de Martín Buscaglia, o bien, emborracharme del todo.
Tal vez porque en ese instante estaba en un estado, digamos, intermedio, cayendo del efecto de la marihuana pero sin estar aún bajo el sólo efecto del alcohol, decidí cruzar la calle y avanzar hacia la heladería, dónde ella volvía a su faena, acomodándose el pelo más de la cuenta, menos como una necesidad que como un acto que pudiera detener su nerviosismo. Mientras esperaba el cambio de luz unos pasos delante del cordón de la vereda, reparé que tenía en mi mano el trapo que ella me había arrojado literalmente por la cara y me dio la sensación de que en él estaban impresas las palabras que también me había arrojado, resonando sobre todo el imbécil final, cosa que me hizo acordar a una telenovela que miraba con mis viejos en canal 9 hace muchos años, creo que era Mujercitas, pero que en este caso adquiría un tono real y peligroso. Me llevé el trapo a la cara, tratando de percibir su olor o algo parecido y fue entonces cuando de verdad me sentí un imbécil.
Crucé, por fin, la calle.
La heladería tenía un mostrador que daba a la vereda, metido hacia adentro apenas el espacio en el que cabe una cortina metálica. Parecía más bien un puesto ambulante que un local propiamente dicho. Cuando me vio acercarse me fulminó con una mirada, mientras llenaba una cuchara de helado de sabayón (de 66 para aquel lado es sambayón)  y lo estampaba dentro de un tarrito de medio kilo. Sólo había un cliente esperando que le sirviera cuando me apoyé en el mostrador y pregunté si había que sacar número. Ambos me miraron sin decir palabra, aunque el tipo amagó una sonrisa. Ella, no. En ese entonces, empezó a coquetear con el cliente, menos por interés que por molestarme a mí, al menos eso pensé en el momento, aunque bien cabía la posibilidad de que se hubiera interesado en serio y que el destino me hubiera puesto de testigo del momento que tanto había temido en esos meses.
Cuando me vi en el espejo que estaba bajo la pizarra con los gustos y los precios pude ver mi mejor sonrisa de idiota, una sonrisa que me dio miedo y vergüenza al mismo tiempo, en la que no me reconocía en absoluto, tan diferente era la percepción que tenía de mí mismo, esa en la que era un casi arquitecto seguro y confiado de tener una buena estrella y muy buenos proyectos, mientras ella seguía ignorándome olímpicamente al tiempo que le hablaba al tipo con el tarrito de telgopor ya cerrado, con el medio kilo de sabayón, chocolate granizado, dulce de leche y menta en la mano, un diálogo que me pareció forzado acerca de las bondades del clima de esa noche y de que esperaba que llegue su reemplazante para poder salir a caminar, que no daban ganas de irse a dormir, aún a pesar de haber trabajado durante todo el día.
Noté que el tipo comenzó a sentirse algo incómodo y dirigió una mirada hacia dónde estaba estacionado su auto, en el que lo esperaba una chica que se arreglaba el maquillaje frente a un espejo de mano y parecía despreocupada y hermosa. Volví a mirarla a ella, tras el mostrador, que limpiaba de nuevo el pote y me pregunté qué estaba haciendo ahí, no ella, que claramente estaba cumpliendo con su trabajo, sino yo, completamente inmóvil con un trapo amarillo y húmedo en la mano. Entonces, mientras la miraba, su cara comenzó a mutar y también mi percepción sobre ella, tal vez producto del fumo o de la sorpresa, no lo sé, pero la cuestión es que empecé a preguntarme desde cuándo la veía así, comenzaba a parecerse al gordito de Amigovios, uno que no vi nunca más en ningún programa o película y del que no recuerdo su nombre y entonces caí en la cuenta de todo era realmente absurdo, todo cuanto podía recordar de lo que hasta ese entonces había sido e incluso eso mismo que estaba sucediendo, en otro plano tal vez, pero ¿cuál?, ¿qué me estaba sucediendo?, hasta que por fin el tipo se fue a su auto y me quedé a solas con ella, que seguía enfurecida, tapando los botes que habían quedado abiertos hasta que de un momento a otro se detuvo y me preguntó qué quería. Durante tres segundos la miré fijo y lo único que atiné a decirle fue que se había olvidado el trapo, lo dejé sobre el mostrador y pegué la vuelta de nuevo hacia la mesa del bar desde donde Alfonso y Diego miraban todo con patética curiosidad.   
Me senté de nuevo junto a ellos con un aire triunfal. Seguía sin entender nada de nada, y dije que no tenía la más puta idea de que ella estaba trabajando ahí. Al menos ya estaba entrando en mi cuerpo la sensación de la salida del THC, cosa que lograba hacerme un poco más presente en la mesa y en ese extracto espacio-temporal, y cuando por fin caí el aire triunfal se desvaneció con una morocha de falda blanca de bambula, así que volví a sentirme el imbécil de un rato antes y echarle una mirada triste a la heladería.
Alfonso y Diego parecían despreocupados, tan familiarizados estaban con lo que ellos llamaban “la novela de Tatiana”, que se sonreían apenas e intentaban (y entre ellos lo lograban) volver a los temas de conversación que circulaban antes del episodio del trapo amarillo. Intenté recomponerme y parecer natural, por lo que se veía todo lo contrario y estimé que en su manera socarrona de mirarme estaba la exacta medida de lo absurda que era mi situación.
Al poco tiempo, Diego pidió la cuenta y dijo que tenía que ir a encontrarse con Alejandra, que lo había invitado a ver una película a su departamento, ya que su hermano estaba de viaje con sus compañeros de geología y agregó (innecesariamente para mi gusto) que tenía bastantes ganas de ponerla. Por mi parte, tenía y no tenía ganas de seguir estirando la noche, qué más daba, me encontraba en una situación inesperada, y quería que las cosas me llevaran hacia el sábado de mañana por sí solas, simplemente soltar las amarras y dejar que la creciente primavera nocturna hiciera lo que tenía que hacer.
Aunque, claro, al irse Diego el abanico de posibilidades se achicaba y pensé por un instante en irme a dormir, pero no tuve la suficiente decisión en ese momento como para evitar la invitación de Alfonso, que quería ir a Juana a encontrarse con un flaco que estaba viendo desde hacía dos semanas.
Me encogí de hombros, miré de nuevo hacia la heladería, intermitente la vista por el tráfico de autos y colectivos y salimos por 11, caminando despacio, cada uno en la suya, pero sabiéndonos acompañados, esa es la clase de relación de que une a Alfonso desde que nos conocimos en el curso de ingreso. Por un momento volví a dudar, no es que tenga nada con la homosexualidad, a Alfonso ya lo conocí así, quiero decir, que en su adolescencia tuvo su experiencia con mujeres, pero cuando empezó la facultad ya era el que es ahora, o parecido, creo que con el tiempo se ha convertido en un tipo mucho más decidido.
Una vez llegados al boliche, Alfonso se empecinó en pagarme la entrada, que no incluía consumición, y nos adentramos en lo que para mí era un garito novedoso de luces rojas y música estridente. Lo primero que quise hacer fue pedir una cerveza en la primera barra que encontré, pero Alfonso me hizo desistir y me pidió que lo acompañe a dar una vuelta por el lugar antes de instalarnos en el mostrador. En el camino, me tocaron el culo y casi casi que reacciono, pero comprendí que era algo completamente lícito y que me faltaba mundo y si reaccionaba era un completo desubicado y me iba a odiar toda la comunidad gay platense y de alrededores, ya que luego un flaco con el que conversé me dijo que venía desde Berazategui. De todas maneras, le pregunté a mi amigo si creía que iban heterosexuales y no iba a ser el único fuera de cuadro. Creo que no me escuchó, estaba demasiado empecinado en buscar a su chico y mientras tanto se prendieron las luces del escenario y dos travestis salieron a hacer su show.
Una era rubia, alta y delgada y la otra más bien su antítesis e incluso algunos años más vieja, pero suplía con creces la diferencia con su compañera con un carisma fuera de lo común. Contaron algunos chistes, cantaron y terminaron gritando un mantra que a mí en ese momento me pareció muy gracioso y oportuno, pero cuando vi a mi alrededor, creí que iba a ser el único en no cumplirlo. El mantra, que todos repetían extasiados, decía: “si nos organizamos, cogemos todos”. Alfonso me miró y me dijo algo así como “viste que tenías que venir a divertirte conmigo” y no entendí de primera si me pedía que me divirtiera con él a su manera o que bien podía arreglármelas y pasarla bien.
Cuando volvió la música estábamos en la pista y decidí hacer como si nada y me puse a bailar. Alfonso se encontró con su chico y se fueron hacia el sector de los baños. En ese momento me di cuenta que tenía ganas de mear y fui para el mismo lado que ellos. Pero antes de entrar al baño pensé en Tati, en lo que diría de mí si me viera en medio de un baño de hombres de un boliche gay, dónde seguramente me medirían y otras cosas que empecé a pensar y que alentaron mi despedida del lugar. Me fui sin saludar a Alfonso, caminé rápido un par de cuadras y tomé un taxi cerca de Plaza Italia, procurando que nadie me hubiera visto salir de Juana.
Ya en mi casa no tenía ganas de mucho más, así que terminé la tuca que había quedado en el cenicero, vi unos minutos de Friends y me fui a dormir.
Soñé con un camión frigorífico que iba por diagonal 78 y derrapaba junto al Distrito para terminar estrellándose contra un plátano, la calle estaba más oscura que de costumbre. Por las chispas que largaba el camión me di cuenta que sueño en colores y eso me dio cierta alegría inconsciente. Comenzaron a sonar sirenas y todo tipo de ruido de alarmas hasta que caí en la cuenta que lo que sonaba era el timbre de mi casa.
Se ve que había sonado algunas veces antes de que me despierte y sonó un par de veces hasta que salí a atender.
Era ella.
 Cuando abrí la puerta, miraba para otro lado, luego me miró detrás de sus anteojos negros. Sonrió. ¿Puedo pasar?, preguntó. Por un momento creí que había dormido hasta despertar en otro tiempo, pero enseguida me hice a un costado y la dejé pasar.
Se sentó en una de las sillas del comedor y se sacó las gafas. Noté que había estado llorando, sus ojos estaban hinchados y también se le hinchaban los labios cuando pasaba un tiempo derramando lágrimas. Había olvidado ese aspecto de payaso triste y despintado, hacía mucho que no la veía llorar. Casi no la reconocí. Sus ojos eran un puente hacia la oscuridad, hacia una especie de pozo incierto, y me pregunté si contaba con una soga con un balde atado en el extremo y poder extraer algo de esa mirada, tan azul, tan lejana.
Me puse a preparar mate mientras ella se quedó mirando la maqueta que había terminado el día anterior: la clásica casa edificada sobre las dos orillas de un curso de agua. Era una de mis últimas entregas, había dormido tres horas en cuatro días y estaba orgulloso. El riacho pasaba exactamente debajo de la sala y había dispuesto un pedazo de suelo transparente para que quienes vivieran ahí puedan sentarse a contemplar el devenir constante del agua, del tiempo, de todas las cosas, en fin. El garage estaba sobre al lecho del río y mediante unas ingeniosas tuberías permitía que pasara el agua a su vez que funcionaban como turbinas de generación de electricidad.
Por fin, habló.
Te quedó linda, dijo señalando la maqueta. Luego hizo una pausa. Suspiró. No puedo más, dijo.
Me senté junto a ella con el mate en la mano, sin saber qué decir. ¿Con qué, Tati?, le pregunté. Me resultó extraño pronunciar su nombre, pero me pareció familiar su cuerpo, aunque ahora estuviera vedado para mí. Estuve a punto de decirle que Niemeyer haría una ciudad en homenaje a la curva de su cuello, el cual me había detenido a mirar tentado por una marca de nacimiento con la forma del mapa de Italia que siempre me atrajo. Con todo, me dijo y le pasé un mate.
Disculpame lo de ayer, dijo, no sé qué me pasa últimamente, me cuesta demasiado mantener la cabeza entera, pensarme en equilibrio. No estoy bien, Sergio, agregó. Tengo un sueño recurrente que me tiene alterada. Voy caminando con Marina por 9, es de noche y vamos charlando, siempre de alguna cosa distinta, la charla no importa demasiado, nunca recuerdo de qué hablamos, aunque sí que siempre son cosas diferentes. Cuando cruzamos 66 nos sorprende la oscuridad. Yo me asusto pero no puedo dejar de caminar. Ella, en cambio, se queda en el borde de la luz. Yo miro hacía atrás, sin dejar de avanzar, y la veo caminar de un lado a otro, fumando un cigarrillo tras otro. Yo sigo, no puedo detenerme y es un túnel, Sergio, un túnel de oscuridad pura. No consigo familiarizarme con la oscuridad, no reconozco formas alrededor, pero percibo que no estoy sola. Esas cosas se sienten aunque no se vean, ¿viste?. Pero yo sigo caminando, avanzo, aunque cada vez más despacio. En un momento me detengo. Giro y ya no veo ni siquiera la sombra de Marina, apenas un chorro de luz a lo lejos. Entonces siento que a mis espaldas se acercan bicicletas muy veloces y empiezo a correr hacia la luz. Corro como loca, nunca había corrido tan rápido, me quiero hacer a un costado para que no me atropellen las bicicletas  y veo que hay un auto estacionado pero sigo corriendo, voy derecho hacia el auto, quiero frenar y no puedo, me voy a hacer mierda contra el coche, ya puedo sentir el impacto, y en ese momento es cuando me despierto. No puedo más, Sergio.
Comenzó a llorar despacio, como una continuación natural del relato, sin espasmos, ni ruido, como un deslizarse en el llanto. La abracé. Se entregó al abrazo y estuvimos varios minutos en silencio. No sabía qué decirle. Hasta que pude hablar, procurando ser inteligente y comprensivo. Es un sueño, le dije. Nada más que un sueño, Tati. Se despegó de mi abrazo con una actitud lenta pero firme. Hizo un gesto que no llegué a comprender hasta que dijo ¿sólo un sueño? ¿pero vos no te das cuenta de nada? ¿cuántas veces te lo dije? ¿cuántas veces? ¿nada más que un sueño? ¿cuántas veces, Sergio, cuántas veces? Todo ocurrirá en un túnel, Sergio, ¿cuántas veces te lo dije? ¿Qué me mirás así? ¿Ves que no entendés nada? No entendés nada, nunca entendiste nada.
Agarró la cartera que había dejado sobre la mesa, un cigarrillo de mi atado, lo encendió y me pidió que le abriera, todo sin que yo pudiera articular palabra. Sentía un túnel en la garganta, un agujero negro del que ni siquiera llegaba el brillo de las estrellas muertas, una madeja de palabras, como telarañas invisibles que me impedían emitir sonido y desde el fondo de mi cabeza un eco que decía nunca entendiste nada, nunca entendiste nada, todo dentro del túnel  de un sueño prestado. Sólo pude abrirle la puerta y verla irse.
Volví a la cocina, encendí un cigarrillo y me quedé mirando la maqueta (nunca entendiste  nada nunca entendiste nada) en silencio, fumando e inmóvil. Levanté la maqueta y fui hasta el lavadero. La apoyé dentro de la pileta y abrí la canilla con violencia. Vi cómo empezaban a retorcerse los cartones hasta que se iban deshaciendo y formando un engrudo inservible, mientras yo pensaba en el río que pasaba debajo del living, pensaba en un túnel de agua, desbocado y amenazante,  pensaba en el miedo al río, pensaba en que el miedo es tiempo. Cuando empezó a rebalsar la pileta, cerré la canilla. Tenías razón, Tati, nunca entendí nada. For no one. Sigo sin recibirme.


viernes, 12 de noviembre de 2010

Abu

A Pao, por su mirada del mundo.

El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable.
John Berger.





Imagen: Pao Buontempo


Los limones como tetitas amarillas casi saltando en una caja de zapatos. Eso es lo primero que veo cuando entro al comedor de la abuela. Todo está en su sitio, como siempre, como si las cosas hicieran fuerza para volver a quedarse siempre en el mismo lugar, relucientes, inertes y brillantes ante el paso del tiempo, como las patas de la mesa de un barco, como la naturaleza de algunos recuerdos, fotografías de la memoria individual que se mezclan y se parecen a cierta memoria familiar y colectiva.
            Me quedo un instante parada ahí, junto a la mesa, mirando los limones, el mantel de hule (que poníamos al reverso para jugar a las cartas o los dados sobre el paño), la estufa y las baldosas mal niveladas. Siempre tuve un banquito propio en la casa de mi abuela. Uno chiquito, azul, de madera, que está junto a la puerta de la cocina. Me sentaba ahí, mientras ella preparaba mate y me contaba historias. Usaba un mate rojo, de lata, con una bombilla que lo superaba tres veces en el largo.
            Me gustaba escucharla, imaginarla unos cuantos años atrás, antes de que yo existiera. Por ese entonces el mundo que me imaginaba en los relatos de Abu era en blanco y negro, como en las películas con las que asociaba su época. Mi abuela perfectamente encajaba con Casablanca o La Dolce Vita, películas que había visto con mis padres, ya que ellos tenían una gran vocación cinéfila que lograron inculcarme.
            Las historias de la abuela tenían grandes peripecias, aún en situaciones triviales como bailes en clubes y escapadas furtivas para besar algún chico que le arrastraba el ala. Siempre contaba los mismos cuentos, que ya me los sabía de memoria, que para mí eran ya verdaderos y estaban impresos en mis propios recuerdos, pero lograba tamizarlos con algún detalle nuevo que colaba como si hubiera sido todo el tiempo parte del relato y concluía diciendo ¿te imaginás?, con una sonrisa entre melancólica y alegre.
            Si, Abu, me imagino. Creo que gracias a todo esto decidí hacerme directora de cine. Para ello me fui a vivir a La Plata, a un departamento junto a dos amigas en 42 entre 8 y 9. Los primeros meses se debatieron entre la excitación de lo nuevo y la nostalgia del pueblo. De a poco las cosas se fueron acomodando, me asenté, por decirlo así, y dejé de ir tan seguido a visitar a mi familia.
            No obstante, siempre que voy, paso por lo de mi abuela, a escuchar sus historias (ahora también las cosas que sucedieron durante mi ausencia). Y hoy, aquí parada, mientras Abu prepara el mate, la noto más silenciosa que de costumbre. Yo también estoy en silencio. Últimamente pienso más de lo que hablo y un poco quiero aprovechar la visita para distraerme, para dejar de pensar un rato, bajarme del tren vertiginoso de esta época del año y enfrentarme desde otro lugar, desde la comunión con mi remota sangre, con la punta del ovillo que hay que tirar, pero que todavía no estoy preparada, convencida, no sé, como si las cosas se hubieran vuelto demasiado volubles, las cosas, los deseos, el futuro, las historias mal contadas, los finales felices.
            Abu pasa al lado mío y me sonríe. Hice leikaj, me dice, está en la cocina. Me saco la campera y me suelto el pelo. Me quedo mirando un retrato que tiene ella con su madre, uno de esos cuadros ovalados que decoran majestuosos las salas de las casas como ésta. Pienso en la escena previa a ese momento, en plena República de Weimar, y me digo que las fotos no conservan el idioma, podría haber sido sacada en cualquier rincón de esta casa y sería lo mismo, y sin embargo, no. Qué se yo.
            Cuando entra a la cocina yo ya apagué la hornalla, el agua estaba a punto de hervir. Entra con un pequeño neceser de cuero que deja sobre la mesada. Me mira, sonríe y prepara el mate. Me dice: ¿tenés frío?, puedo prender la estufa si querés. No, gracias, Abu, estoy bien, respondo al momento de sentarme en el banquito, en mi banquito azul. Pienso que me debo ver un poco ridícula sentada en un banco tan bajito, pero no me preocupa, es mi banquito y lo será siempre, hasta el fin de todo, pienso, hasta que diga por fin, y el cansancio generado de tanto saltar entre rocas verdes y azules, tanto frenesí desatinado me haga buscar un apoyo, sé que contaré con este banco para mirar el nuevo y primer amanecer. Es, entonces, uno de mis lugares en el mundo.
            Contame algo de cómo te está yendo por allá, me dice Abu cuando me acerca el primer mate. ¿Tenés novio?, agrega y sonríe pícara, menos con la impunidad que suelen tener los viejos que con la picardía que la acompañó siempre, esa sensación que me daba a mí de que jamás le iba a faltar un as en la manga. Estoy por decirle que es un tema difícil en este momento, sabiendo que me va a comprender pero que a su vez le va a doler un poco que no quiera contarle. Es que todo es tan reciente, tan fresco, todavía una promesa de relato y en esa proximidad hay tantos lugares por los cuales entrar y encontrar tantas cosas diferentes que simplemente puedo atinar a decirle: sola, Abu. Y ya una parte de mí deja de estar en el banquito azul y se envuelve en una bruma, entre tantas caras que es siempre la misma, tan habitada me siento, mareada, tan fácil de reconstruir, aún latente, el mapa de su piel, de nuevo el tren vertiginoso con las estaciones pasando sombrías a un costado, una y otra vez, y en el vértigo todo se vuelve un poco más difuso, y ya no es un recuerdo, es más bien un fantasma que canta en silencio, un fantasma quieto que me mira sentado al borde de la cama, un horla dando pitadas a un cigarrillo que contribuye aún más a la neblina azul, de a poco se esfuma, de a poco se cristaliza, de a poco el fantasma me sonríe y no reconozco el borde de esos labios, el borde peligroso por el que me deslicé desnuda, el borde salitroso que me raspa la piel al caer, caer, caer, caer al centro de una celebración sin esperanza que a veces puede ser hermosa, pero no ahora, ahora camino sobre vidrio molido, ripio, de nuevo las rocas verdes y azules, de nuevo el peso de la ausencia, el vació corporizado, mi más profunda piel aterida. Todo es muy poco a veces.
            Dejame mostrarte algo, dice Abu y me trae de nuevo a la cocina. Se acerca a la mesada y abre el cierre del neceser dándome la espalda. Se acerca con una foto, la recibo sorprendida y curiosa. Echo un vistazo de entrada y veo el reverso para ver si tiene anotada alguna fecha, alguna marca especial o algo, aunque bien Abu me podía informar estas cosas, fue como un acto instintivo. Entonces me detengo a contemplarla.
            Son tres jóvenes, dos varones y una mujer, adolescentes felices con un fondo de montañas, un paisaje idílico aún en blanco y negro, los altos cerros vestidos de bosque, el bosque como la metáfora donde viven los alemanes, según dicen, el cielo de un azul irrecuperable. Es fácil reconocer el zumbido del viento en el gesto de la mujer que se sostiene el pelo sobre la sien derecha para que se le vea la cara; los dos hombres, en cambio, llevan grandes boinas de lana que imagino azules o celestes. La danza que me provoca me lleva a ver un gallinero, algunas cabras, ovejas, un paisaje rural y verdadero, un fragmento de la historia atrapado en lo que no se ve, una aldea cercana a Oderberg.
            ¿Quiénes son, Abu?, le pregunto. El que está a la derecha es tu abuelo, dice con cierta ternura; el otro es mi prometido; la chica soy yo. Me quedo pasmada, no sé por qué me inquieta tanto, de pronto una alarma, un teléfono se enciende en mi cabeza, suena y me aturde, pero no por el ruido, sino por la intensidad con la que me sacude, no entiendo qué sucede, estoy en una habitación oscura y el teléfono suena, sigo paralizada y me ordeno atender, al mismo tiempo que me digo que no es el momento, que no estoy lista, que no puedo, pero la violencia inusitada del llamado exige una respuesta y no llega desde mis palabras, sino de una voz exterior que me resulta familiar pero que no puedo reconocer, hasta que entiendo que Abu me está hablando.
            Se llama Simon, dice con un tono que nunca le había escuchado. Entiendo que debe ser la primera vez que comparte esto con alguien. La miro a los ojos y puedo ver el fondo de ellos, el pozo de agua de sus recuerdos invertebrados que trae con delicadeza, con un balde tembloroso en la mano, eligiendo con mucho cuidado cada una de las palabras con las que me va a contar una nueva historia, tal vez la única que quiso contarme desde que me senté en este banquito azul, sabiendo que hay cosas que dejará de lado y tendré que ponerlas yo. Sigue contando.
            - Vivíamos cerca, todo es cerca en lugares como ese. Los tres hicimos la escuela rural juntos. Me enamoré de Simon casi sin darme cuenta, tanto compartir, trabajar, vida de aldea, ¿entendés?, hacía tiempo que no decía la palabra aldea. Era inteligente y reservado, leía mucho, entre las pocas cosas que llegaban para leer y después me contaba esas historias junto a una salamandra en las noches silenciosas, las noches frías y silenciosas de allá. También leía libros de botánica y cuando paseábamos me instruía acerca de lo que veíamos a nuestro paso. Adoraba escucharlo, caminar junto a él. Construimos una comunidad de dos, asombrándonos a cada paso, todo era nuevo para nosotros, para la mirada del mundo unificada y opuesta que logramos. Además, nadaba muy bien. Era enérgico y activo, al contrario de tu abuelo que era más contemplativo. Eran dos caras de una misma moneda.
            Se queda callada un momento, creo que una lágrima está a punto de arrojarse por su mejilla, pero se contiene y vuelve a hablar.
            - Éramos un lindo grupo los tres, tu abuelo y Simon eran amigos y a veces nos acompañaba. Nos queríamos mucho y la pasábamos bien. Simon fue el primero en vislumbrar lo que se avecinaba. Durante largas noches nos convencía que debíamos irnos de ahí, cruzar el océano, América tal vez, decía, un lugar más seguro. Hasta que un día decidimos irnos. Él no. Él tuvo que quedarse un tiempo más y nos iba a encontrar cuando estuviéramos establecidos. A veces parece que el destino cabe en una decisión, como si fueran las bifurcaciones de las vías de un tren, la palanca bajada en un instante definido. Y sin embargo, con el paso de los años, pude ver que nuestra vida es más parecida a un tejido que a un camino hacia delante, en rieles de hierro y quebracho. 
            ¿Quiénes somos, abuela? ¿Qué tan cerca se llega a encontrar una respuesta? Pienso esto mientras la miro mirar por la ventana, el mate ya definitivamente quieto, en medio de una ensoñación pardusca, tal vez por las baldosas o la cortina, no sé, me veo de pronto pasando los veranos en los Alpes en lugar de Monte Hermoso, pienso en otro idioma, y puedo entender sin esfuerzo lo que pienso, lo que puedo decir, pero no quiero, sólo quiero tomar su mano, tu mano, una mano que se aparece crispada, sin contexto, inútil y etérea, que se desvanece entre mis dedos como arena y esa arena que cae forma en el suelo otra mano, pero en este caso de otra naturaleza, desesperada, vacilante, una mano que pide ayuda y que tal vez es la mía pero que elijo pisar con la bota derecha y hacerla desaparecer.
            Abu vuelve a mirarme.
Es la primera vez en tantos años que de verdad nos miramos, que la veo por primera vez y siento que es la primera vez en mucho tiempo que ella puede verse a sí misma.
- Tardamos varias semanas para poder llegar a un puerto del cual zarpar hasta Río de Janeiro. La familia de tu abuelo, sus dos hermanas, mis padres y yo. El viaje no reviste demasiadas cosas diferentes de las que podés haber visto en películas, ese tipo de cosas. En Brasil no estuvimos casi nada y nos fuimos a Buenos Aires, dónde estuvimos unos meses y después decidimos buscar el campo, era lo que más nos podía acercar. Todas las noches salía a mirar la bóveda estrellada de aquí y pensaba en Simon, le hablaba a las estrellas queriendo hablarle a él. Sé que mientras pudo, me escuchó. Un par de años después supe que había muertoen el viaje . Era verano, tu abuelo había viajado a Buenos Aires y en el puerto se encontró con unos conocidos que le dieron todas las noticias juntas, de lo que estaba pasando allá y lo que ya era definitivamente irreversible. Luego, estalló la guerra. Ese mismo verano, me comprometí con tu abuelo. Aprendí a quererlo y aún hoy lo sigo amando, hicimos una linda familia, nunca más nos separamos ni hablamos de Simon, no hacían falta las palabras, a los dos nos extrañó su ausencia y también nos unió. De vez en cuando salgo por las noches a hablar con las estrellas. No sé quiénes somos ni si alguna vez estaré cerca de encontrar una respuesta. Lo que sé es que aún perdido, aún lejano, aún incompleto, si vives un amor así, nunca estarás sola

             

martes, 9 de noviembre de 2010

Confieso que un poquito me reí

Estamos como el pajarito agarrado a la última rama 
del árbol que crece al borde del abismo. 
Un vientito y caemos en...
Juan Forn 
1

Confieso que un poquito me reí. A la tercera vez que recordé el episodio, ya dejó de ser “el episodio”, aunque bueno, en realidad nunca fue tal cosa, tiene razón Daniel cuando me dice que soy una exagerada y que le agrego demasiado dramatismo a la cosa, como dice él, en fin, decía que un poquito me reí y de pasar de decirme “soy una pelotuda” pasé a decirme “que se joda” cuando le dije Ramiro a Gonzalo, siendo Ramiro el ex de Clara y Gonzalo, el actual, que conozco más bien poco.
            Así que estaba en el micro, por avenida 44, yendo a la casa de Noe, mordiéndome apenitas el labio inferior mientras me sonreía, definitivamente ya me causaba gracia, cuando lo vi. El micro paró en un semáforo, apenas pasada la 131 y casi en la esquina había una juguetería que me hizo acordar a Periquita, la de Mar del Plata. Bueno, ahí estaba él, ahí lo vi. En un principio no lo reconocí. Creo que ahora tampoco termino de reconocerlo. En ese momento estaba segura que lo conocía, al menos de vista y cuando me pasa algo así no me tranquilizo hasta no poder ubicar de dónde es que conozco a esa persona.
            Por ejemplo, me ha pasado de estar todo el día tratando de recordar a alguien que había visto y me había saludado y dale que te dale tratando de asociar lugares, personas, épocas, ciudades, amigos de amigos, amigos de ex, ex amigos, cosas así, hasta que una vez dormida, en el momento ese en que no estás ni dormida ni despierta, en esa especie de lucha que se produce y que no sabés si estás soñando o viviendo y de repente, un instante así, como si destapara un caño o una botella y aparece ahí, una sola palabra o dos tal vez, pero que me deposita de inmediato en el sosiego y el sueño al fin: ¡de la facultad!
            Por eso, cuando lo vi limpiando un metegol con una minuciosidad de aquel al que su trabajo le importa más bien poco, pero sabe que lo que tiene entre sus manos es algo muy valioso, pongamos por caso otro ejemplo, como ser, una sirvienta o empleada doméstica que limpia un jarrón de su patrona: a ella el trabajo le importa más bien poco, no le va la vida en la limpieza del jarrón, pero es consciente, esa es la palabra, consciente del valor que ese jarrón tiene, tanto económico, como personal y social, esas cosas tienen un peso mayor que el metegol digamos, pero él estaba lustrando los jugadores con esa minuciosidad.
            Decía, que cuando lo vi limpiando el metegol, me quedé intranquila, y se ve que lo miré bastante y con intensidad, yo creo en esas cosas, se ve que sintió que yo lo estaba mirando porque bajó el ritmo con el que lustraba los muñequitos y levantó la cabeza directamente a la ventanilla desde la que yo lo miraba y de tan absorta que estaba no me dio vergüenza ni nada, como la mayoría de las veces que me miran así, o sea, no bajé la cabeza sino que me quedé con los ojos clavados en los de él hasta que el micro arrancó y alcancé a ver que él dejaba de hacer lo que estaba haciendo, dejaba la limpieza inconclusa y se paraba a un costado mirando el ómnibus que se iba. Casi que es romántico, me dije, el muchacho que ve cómo se va la chica, sin haberla visto siquiera, de cuerpo entero, como quien dice, ni saber su nombre, ni señas ni nada. Lo que debería seguir era tratar de buscar, mirar cada uno de los micros que pasan por esa avenida a esa hora y esperar que ella se detenga de nuevo en él y esta vez se baje, se vayan a tomar un café y la historia de cómo se conocieron quede como un lindo relato, que lo salva a él de haber sido despedido pues estaba tan obsesionado esperando que ella pase de nuevo que había dejado de lustrar los metegoles o metegols y su rendimiento en la juguetería le valía recelos y amonestaciones hasta casi el límite del despido.
            Pero no.
            Nada de eso.
            Lo que siguió fue más bien de otro orden.
            En primer lugar, cuando pasé a mi regreso de lo de Noe, por el carril de enfrente, la juguetería estaba cerrada y los metegoles o metegols guardados en su lugar y los empleados en su casa. Por supuesto que casi no pude mantener una conversación coherente con Noelia, que se había peleado con el novio, cosa de todos los días, pero no por eso le quita gravedad, nunca se sabe cuándo va a ser la última y creo que a ella le angustia más esa situación que las peleas en sí, no sé, hay parejas cuya cohesión está en vivir peleándose, ratificando todo el tiempo su condición de distintos y de cuánto se necesitan, para afirmar un lugar en el mundo que cualquier otra persona se los volaría de una patada ya saben donde.
            Y mientras Noe intentaba llorar y sufrir un poco de más, yo pensaba de dónde lo conozco, de dónde lo conozco, ¿será amigo de Raúl? ¿toca en alguna banda que haya ido a ver? ¿la facultad? ¿las encuestas? Tal vez le hice alguna encuesta, ese es mi trabajo por estos días, cosa que reparto entre la docencia de instrucción cívica en dos escuelas secundarias, no es que me apasione, pero me gusta y de lo mío mucho no hay, soy socióloga, aunque me falta una materia, la tesis en realidad, pero ese no es el punto ahora.
            Pensaba y pensaba y en determinado momento (tengo esos momentos de autoengaño en que le invento a esa persona una situación creíble, pongamos por caso, que le hice una encuesta, y le invento el frente de la casa, los perros, el pulóver que llevaba, trato de ser bien detallista para que me resulte más fácil de creer, pero en el fondo sé que es mentira, que tarde o temprano va a resurgir y voy a dejar la mentira de lado y seguir sin saber de dónde carajo conozco a ese tipo) me dije que era hora de volver a casa, era temprano y tal vez agarraba la juguetería abierta, pero no. 
            Cuando llegué a mi casa me puse a calentar unos fideos que me habían quedado del mediodía, casi por impulso porque mucho hambre no tenía, pero me dije que una vez que tuviera los fideos servidos me iba a dar hambre y entonces todo eso tendría sentido. En general me gusta comer en silencio, es un momento que me guardo para mí, pero también la música es algo importante en mi vida y como en ese momento estaba tratando de afirmar la mentira de haber visto a esa persona en situación encuesta, puse un poco de rock, Rubin y los subtitulados: frescura y rabia en exactas dosis, sin histeria ni grandes poses, una cosa entre estelares y fito & fitipaldis, tamizado por los rodríguez y estamos aquí de paso y esa chica tal vez no era tan importante, pero la necesito para hacerle esta canción, y falling in love whit myself. La frecuencia necesaria para que las topper de lona rojas se muevan solas bajo la mesa.
            Tal como había supuesto, con los fideos servidos me dio hambre y comí todo el plato. Después de lavar la cocina me puse a corregir unos exámenes que tenía que entregar al otro día, nada demasiado complicado, una especie de prueba sorpresa que les tomé a los chicos porque me hicieron enojar un poco, pero que no les iba a influir mucho en la nota final, no sea cosa que me terminen odiando. Mientras buscaba las pruebas, me llamó la atención el lomo rojo del libro que siempre está ahí, en la biblioteca, desde la última vez que lo leí, me llamó como si me estuviera esperando, por lo que decidí postergar la corrección y así, de pie, sin atinar a sentarme abrí al azar en cualquier hoja y me encontré con el siguiente párrafo, en eso consiste abrir un libro al azar:
            “Sólo cuando estuve adentro me di cuenta de que la decisión de dejar a Duvel solo había sido un tremendo error. Ya nada estaba en su lugar. Si en el mismo instante un cliente entraba y pedía el muñeco de un superhéroe determinado, encontrar el pedido me podia llevar toda la mañana”.
            Casi me caigo de culo. En ese mismo momento supe que el tipo que había visto limpiando el metegol era nada más ni nada menos que Enrique Duvel, el protagonista de un cuento de Samanta Schweblin. Era exactamente como me lo había imaginado, pero en el fondo sabía que era él en persona, que no era solo producto de la coincidencia entre la creación de una escritora y mi propia imaginación. Muchas veces hemos visto a Oliveira o Talita por la calle, pero pensando: si fuera una persona, seguro sería esa. Pero esta vez, algo me decía que esa era exactamente la persona.
            El cuento se llamaba, se llama, La medida de las cosas, y mientras pensaba una excusa para faltar a dar las clases al otro día a la mañana, sabía que ya nada estaba en su lugar, que no me quedaba otra que averiguar cuál era la medida de las cosas, en qué secreto orden o caos o cosa me había metido y del que no podría salir hasta enfrentarme cara a cara con Enrique, tal vez también con la escritora y, quién te dice, con mi propio destino.

2


            Me hice un té de tilo, que no sirve para calmar nada los nervios, pero igual me gusta y empecé a googlear a Samanta Schweblin. Me llamó Raúl para preguntarme si quería que nos viéramos, pero le dije que tenía que terminar de corregir si o si para mañana y que, aunque lo extrañaba y tenía ganas de verlo, si venía no podía corregir nada y mi autoridad como docente se iba a resquebrajar bastante. Yo también te quiero, besos.
            Busqué también en facebook, no lo uso mucho, pero para este caso me pareció que era útil.  No encontré nada, sólo un Alberto Duvel, pero en Venezuela. Dudé en escribirle algo en el muro de la escritora, pero al final me dije que no. Primero debía pensar en lo que me estaba pasando, estaba siendo presa de una excitación que hacía mucho no tenía, tal vez desde el momento en que conocí a Raúl, pero esto era distinto. En el fondo sabía que me estaba jugando algo importante, y tal vez esa era la medida de las cosas, de mis cosas: me estaba obsesionando con algo absurdo, inverosímil; cómo iba a conocer en persona a una creación de ficción y tener la necesidad de buscarlo, de salvarlo de algo, pero qué, o tal vez él debía salvarme a mí. Era una llamada, un impulso proveniente desde un lugar lejano al entendimiento y no encontraba la forma de resistirme a entrar en él, como las veces que abrí las piernas ante algunos idiotas que me hacían vomitar al despertarme junto a ellos.
            Este pensamiento me volcó a escribirle un email a la escritora, en su página había una dirección de correo para comunicarse con ella. Pensé en algo casual y amistoso, del orden de “me gustó mucho tu libro y me pasó algo muy curioso, ví a una persona idéntica a Enrique Duvel. Y me pregunto si existe o es una creación tuya. Saludos!”. Algo así, no fue muy diferente, pero para redactar esas dos líneas estuve el lapso de varios discos de Tryo,  uno de mis placeres serenos, dicho sea de paso.
            Muchas noches, cuando ya no tengo nada que hacer y estoy sola, me gusta armar un porro y fumar como descendiendo por un tobogán de lavandas y algodones. Me dejo llevar, llevar, lenta, con esa cadencia que siento como si me pasaran un brazo por la cintura y me sacaran a bailar, y soy liviana y no todo es tan terrible.
            A veces, reflexiono sobre mi generación, sobre los nacidos en la primera mitad de los ochenta. Creo que es una generación verde. No conozco a nadie de mi edad que no fume marihuana. Los hay expertos, ocasionales, apasionados, pero todos toman como algo natural que en una reunión se prenda un porro y pase de boca en boca, juan pedro fasola, a ver cuándo venís por acá. No nos creemos transgresores, es más bien una afirmación progre de algo establecido. Algo así.
            A veces nos veo, los veo, como seres marcados por un inexacto laconismo, deambulando entre amores siempre imperfectos, una partida de juguetes defectuosos, apelando al sincericidio para capear largos temporales de soledad, mejorando con el tiempo, esperando, ahora, que lleguen los treinta para saber de una buena vez qué era lo que queríamos y reconocernos en un gesto triste que tal vez otra hubiera sido la cosa si agarrábamos de verdad la mochila y salíamos al mundo, a comerlo de un bocado, clac. Entonces cultivamos nuestra propia hierba en el balcón y nos mudamos cada dos años con las plantas a cuestas y la mochila en el ropero. Es el gesto rebelde que supimos inventar cuando descubrimos la mutilación de nuestros hermanos mayores, y quedamos condenados a ser dulces parias de los últimos coletazos del horror y la revolución.
            Como sea, esa noche me sudaban las manos y a pesar de la concentración que debía imponerme para elegir las palabras adecuadas que escribirle a la escritora, debía revisar todo el tiempo si no había enviado ya el correo y había puesto cualquier cosa. Estaba amaneciendo cuando cliqueé enviar.
            Sólo cuando me estaba cepillando los dientes frente al espejo me di cuenta de la contractura que tenía: al levantar el brazo derecho para llevarlo a mi boca, sentí que todos los músculos, tendones y huesos chirriaron, como una gran grúa puesta a funcionar después de haberla rescatado de los escombros de un puente derrumbado. Me vi con espuma en la boca, rabiosa, con los ojos muy chiquitos. Me tranquilizó pensar que pronto estaría dormida y que al otro día tenía yoga.           
            Hacía poco tiempo que había empezado con las clases de yoga, inducida por Noe, que tenía sus años en estudios de meditación, relajación corporal, etc. Al principio me sentía un poco ridícula, como si no encajara, siempre temí no encajar en ningún lado y eso se traslada a todas mis actividades. Llega un momento en el que me canso de pensar así y me dejo llevar, solamente suelto la mano del pasamanos y, a pesar de que al principio me da vértigo, no suele revestir la gravedad que creía ver.
            Antes de ir a la clase, recibí la respuesta de Samanta Schweblin. Sólo decía que le agradecía mi interés por el libro y que Enrique Duvel era un personaje que quizá tuviera rasgos de algunas personas que conocía, pero no existía un Enrique Duvel totalizado en la realidad.
            Pensaba en esa respuesta y en lo que habría pensado la escritora cuando entré al salón de práctica yogui, un lugar amplio, rectangular, luminoso, con ventanas grandes y cortinas blancas. Los ventanales dan a un patio interno donde hay algunos malvones y un gomero que en otoño cubre el suelo con sus grandes hojas. El patio parece un lugar abandonado, un mirador del paso del tiempo de las cosas, dónde cada día pareciera que nada ha cambiado, pero ajustando el ojo se pueden ver los cambios, la inexorable marcha de todo hasta donde se acabe la cuerda.
            Empezamos estirando, y luego armamos y desarmamos posturas, “asanas” como las llama Lihn, el instructor chileno que nada tiene que ver con el poeta y que susurra de principio a fin de la clase y tal vez de su vida, no puedo imaginarlo llamando a un mozo en un restaurant o gritando por el portero eléctrico; habla como si supiera el secreto del mar y le diera vergüenza confesarlo, a la vez que sabe que esa es su obligación. Lihn vivió más de treinta años en Brasil, dónde hizo una serie trabajos vinculados al cuerpo y terminó aprendiendo casi sin querer a ser instructor y ganarse la vida con sus enseñanzas. No sé su nombre de pila, le gusta que le llamen Lihn, se siente oriental.
            Después del trabajo físico, sobre el final de la clase, comenzamos el trabajo de relajación. Últimamente me ha pasado de quedarme casi dormida, arropada entre cascadas y ruidos armoniosos que entran al cuerpo para ablandarlo. Esta vez, Lihn, como hizo otras veces, se acercó hacia mi con un cuenco tibetano. Lo que viví entonces, no lo había experimentado antes.
            Envuelta en un sopor blando, metida en la búsqueda de un aislamiento casi total, sentí una presencia. Un cuerpo vivo que no era el mío, como si hubiera podido verme de afuera, desde el otro lado, pero no, tampoco, estaba ahí y sabía que estaba ahí pero además sabía que no estaba sola, que algo más permanecía y pujaba, ante mi reticencia de aceptarlo, llevándome a una espiral parduzca y neblinosa, ardiente, de plush, de otra cosa, y entonces, me dije, qué es esto, no quiero, Lihn, no quiero, dejame volver, Lihn, dejá ese cuenco, Lihn y abrí los ojos. Todo estaba en su lugar. Giré un poco la cabeza, por instinto o por llamado, me detuve en uno de los cuatro Budas que descansan en una mesa cubierta con manteles hindúes y sahumerios y vi, riéndose apenas, antes de esfumarse, la cara de Enrique Duvel en la figura de un dios obeso.
           


3

            Después de la clase, me fui en silencio, suelo ser bastante reservada o tímida y no es nada extraño que no converse demasiado, sobre todo después de la relajación, que nos deja a todos un poco más cerca de nosotros mismos y salimos del salón de práctica como si estuviéramos caminando entre nubes.
            Pero yo caminaba en una tormenta. Salí por 5 hasta diagonal 80 y cuando llegué a Plaza San Martín empecé a caminar más rápido. Crucé la plaza casi corriendo, cruzándome con estudiantes de teatro que salían de la escuela y son fácilmente reconocibles a esa hora y en esa zona, tienen algo en el andar, en el vestirse, no sé, una los ve y dice: son de teatro y generalmente no me equivoco, aunque tampoco compruebo que no lo sean; de ese tipo de arbitrariedades se compone mi mirada sobre los demás.
            Cuando llegué a 7 y 54 casi me atropella un taxi y me llevé colgando un rosario de puteadas, que no pude responder, no atiné a hacer nada, es que en general soy pacífica, pero a veces cuando voy en bicicleta (es otro de mis placeres serenos, recorrer la ciudad en bicicleta, escuchando música, bailando un poco sobre ruedas y encontrarme de repente con una plaza tapizada en el lila del jacarandá o pasar por los túneles de plátanos de calle 57, tupidos en verano, raquíticos en invierno, cosas así) decía, que a veces los autos se creen que tiene más derecho en la calle sólo porque son eso, autos, y de vez en cuando me encuentro puteando a mansalva en alguna esquina.
            Al fin llegué al departamento de Raúl, y sólo en ese momento, al tocar el 2° C me di cuenta de que estaba en su casa, no había decidido ir, sino que sólo había caminado por impulso o lo que fuera que me llevó hasta él. Se asomó por el balcón y preguntó quién era. Salí del porche lo más sonriente posible, mirando hacia arriba. Me gustaba reconocer primero su voz y después buscarlo con los ojos, ver cómo le caía el pelo, que usa hasta los hombros, cuando hablaba desde el balcón. Desapareció un instante y regresó con la llave envuelta en un repasador, que dejé caer al piso, nunca tuve buenos reflejos para atajar las cosas y me termino lastimando.
            Atravesé la puerta de entrada y subí por escalera, de dos en dos los escalones, tan Franca Potente que casi me equivoco de piso, pero no, llegué a su puerta, abrí, lo busqué y fui sobre él como sobre una presa o una coca cola en el desierto. Lo besé fuerte, hasta morderlo, lo atenacé hasta sentir el gusto de su sangre en mis labios y recién entonces lo arrojé de mi abrazo. Me miró con los ojos de una gallina que sabe que le cortarán la cabeza y se divertirán viendo como su nervio hace bailar al cuerpo decapitado igual que un globo que se desinfla de repente; sé de esto porque solía acompañar a mi papá cuando se encargaba de ellas en el gallinero y eso me producía un cierto morbo que pude abandonar, pero que recordé en la mirada de Raúl y entonces me vi en la obligación de decir algo, no explicar, no podía, sino romper el silencio, atravesar esa cortina invisible que me separaba de él, de su mirada avícola, tocándose el labio inferior con una mano, para comprobar la sangre, el gusto del dolor y le solté un te amo.
            Estuvimos en silencio un cliché, es decir, un segundo o un siglo. Me dijo que él también, claro, pero que le sorprendía un poco este arrebato y no sé qué cosas más porque entonces hablaba camino al baño, a lavarse la boca y ponerse alcohol, curarse de mi beso, eso pensé: se va a curar de mi beso mientras yo seguía ahí, de pie, quieta, hasta que apareció de nuevo tocándose el labio, diciendo no es nada, no es nada y en ese instante me di cuenta de que ya no iba más, que tenía que salir de ahí y alejarme, salir, salir, salir, salir y escuché ¿te pasa algo? ¿estás bien? y solo pude decir me tengo que ir, después te explico, necesito estar sola.
            Bajé las escaleras a la carrera.
            Caminé sin darme cuenta hasta mi casa. Cuando me vi en el espejo del baño me di cuenta que estaba llorando.
            Apagué el teléfono, que tenía dos mensajes de Raúl, y me acosté.
            Dormí hasta pasado el mediodía. Al despertar, no reconocí mi dormitorio. Me fui acostumbrando a la claridad que dejaban entrar las persianas entrecerradas. Prendí el teléfono que tenía tres mensajes más de Raúl y uno de Noe, que decía que se había peleado de nuevo con Julián y que esta vez era en serio. También apareció un recordatorio que decía que tenía que ir al dentista.
            Me di una ducha, preparé café, me lavé los dientes y salí caminando, despacio, con el suficiente tiempo para llegar al consultorio sin apurar el paso. Entré y me senté en la sala de espera. En una pared estaban colgados todos los diplomas de los profesionales que atendían allí. Había algunos de congresos en San Luis, en Cordoba y en universidades de los Estados Unidos. Me puse a leer una revista de domingo que tenía en la tapa a Ricardo Darín fumando un cigarrillo. Me dieron ganas de fumar, pero me abstuve. Cuando terminé de leer el horóscopo apareció el dentista en el vano de la puerta. ¿Enrique Duvel?, dijo. Era mi turno.

jueves, 4 de noviembre de 2010

El inoportuno transeunte

Historias donde un hombre solo se hundía, escuchando
lo que no debía, en una locura sin manual de instrucciones.
Rodrigo Fresán

Cuando la vieja salió al balcón a regar las plantas no sabia que
ese simple hecho, tan cotidiano, tan repetido, con abnegación, como si fuera realmente lo más importante del mundo para ella, aunque tantas veces se había dicho que quería cambiar algunos malvones de lugar, pero al final, como en las casas donde los arreglos provisorios quedan para siempre, todo quedaba en su mismo sitio, y la vieja pues, lo deseó y atención, mucho cuidado con lo que se desea, porque puede cumplirse y luego, entonces, las cosas que cambian de sitio, pero no al esperado, no al otro extremo de la balaustrada, sino que, por una torpe manipulación de la regadera, la maceta fue a dar a la cabeza de un inoportuno transeunte.
El inoportuno transeunte, que decidió por una vez cambiar su rutina y sorprender a su novia apareciendo por su casa sin previo aviso luego de salir del trabajo, iba con una sonrisa florecida, como pájaro con las alas desplegadas, probando distintas maneras de caminar, a saber: un poco más canchero; un poco más chueco; un poco vacilante; un poco apurado; un poco borracho. Feliz de haber alterado el curso corriente de las cosas, pobrecito, (nos permitimos opinar luego de los acontecimientos, cosa que no quiere decir que no haya que intentar cambiar el orden de las cosas, desde aquí se puede medir la pobrecitud, por decirlo así de ese inoportuno transeunte que decíamos,) caminaba por calle 55 y no tuvo ni tiempo de sorprenderse cuando la maceta de unos cinco kilos (quizá pesaba un poco más si la vieja había logrado regarla, no tenemos datos precisos acerca de la constitución completa de la maceta antes de ser un, literalmente, rompecabezas en la vereda) le dio de lleno en la testa.
Su novia, que también había tenido un rapto de cambiar lo cotidiano, en semejanza con el inoportuno transeunte y aún con la vieja, aunque esta última no se lo propuso de manera consciente, sino más bien, le afloró (el término intenta carecer de toda ironía, pero desde aquí, se nos hace difícil no hacerlo, aunque podríamos elegir otro verbo, no lo haremos) su deseo inconsciente de alterar la disposición maceteril, decíamos, la novia, entonces, tan ducha en inventar pequeñas ceremonias para desglosar el día a día, decidió salir a leer a una plaza, no a la que lo hace habitualmente, sino a una más alejada, así podía caminar más, (aunque no sea importante para la historia que es referida aquí, decimos que el libro que se llevó es Trabajos manuales, de Rodrigo Fresán, del cual anotó en un cuaderno la cita que aquí es usada como epígrafe, por la misma razón que ella la anotó, es decir, por ninguna) dejando en su casa, sobre un puf amarillo al que le hacía falta un poco de relleno, el aparato de telefonía móvil más conocido como el celu.
El aparato de telefonía móvil, de aquí en adelante el celu, que también veía alterada su rutina de sonar y vibrar y encender sus luces en la oscuridad de la cartera de la novia del inoportuno transeunte y soportar ser golpeado por llaves, agenda, toallitas, pañuelos descartables, neceser, llaves de nuevo hasta que dieran con él, desesperado por no quedar marcado con la tan temida llamada perdida y ser objeto de alguna que otra puteada, se encontraba entonces, desconcertado en un puf, al que no se imaginaba que tenía que compartir con el perro de ella, que por entonces lo confundió con uno de sus juguetes, dejándolo inutilizable.
El cuadro situacional, entonces, es el siguiente (desde aquí creemos conveniente hacer resúmenes cada tanto para que no se pierda el hilo, para que el relato pueda seguir su curso y llegar al puerto al que por ahora queremos dejar en suspenso, mientras usted se pregunta hacia dónde queremos ir; es por esta razón que insertamos estos cuadros situacionales, para que usted no se pierda y pueda disfrutar de una historia tal vez inacabada, quién puede realmente establecer si las historias terminan cuando se pone un punto, un punto que es a la vez el último peñasco antes del abismo, el límite ante el cual las letras que son recorridas de izquierda a derecha se frenan de golpe, de otra manera no tendría sentido el punto, seguramente usted recordará que hay puntos y seguido, puntos y aparte y puntos finales y sin embargo, usted puede dejar de leer en cualquier momento y no tendrán sentido entonces y tal vez, ahora que lo pensamos, sea mejor continente un parentesis de cierre) ya que da la sensación de que las letras no pueden saltarlo, como a veces sucede con los puntos y las historias no terminan de cerrarse y a veces mejor así o no. no sabemos)
Por lo cual, el inportuno transeunte, o mejor dicho, los médicos que atendieron al inportuno transeunte por fractura de cráneo con perdida de masa encefálica pero ganancia de abono de primera calidad, no podían y no podian establecer comunicación con su novia. Se sabe que los médicos suelen tener un humor un tanto corrosivo en determinadas circunstancias y esto se dio cuando revisaron los mensajes del inoportuno transeunte (el amor se ve distinto desde afuera) con la excusa o tal vez el verdadero fin de poder contactarse con alguien cercano que pudiera acompañarlo en tan inesperado y duro trance.
La vieja, inmediatamente después de que se cayera la maceta, se metió en su casa y subió a-todo-lo-que-da el volumen del televisor, intentando olvidarse del asunto y no querer enterarse si alguien había resultado herido, cosa que hizo que su marido se despertase y la encontrase pálida, lo que se dice como una hoja, o más precisamente como un papel, y que, debido al volumen tan alto del televisor, tuvo que gritarle para que reaccionara, y provocarle así un inapropiado infarto.
La novia del inoportuno transeunte regresó a su casa, encontró el celu destrozado, se la agarró con el perro, luego se arrepintió y más tarde pensó que debería llamar a su novio para comentarle que estaría sin aparato de telefonía móvil y en buena hora pudo hacer gala de su buena memoria y marcar el número que ya no podría chequear en la memoria del teléfono. Una vez hecho el llamado, se sorprendió por la voz que le llegó a su receptor, ya que no era en modo alguno la de su novio y se le cruzaron rápidamente una serie de ideas infelices acerca de la suerte de él, más nunca la que recibió sentándose en el puf amarillo al que le hacía falta un poco de relleno y comenzaba a inundarse de lágrimas mientras el perro se acercaba a compartir su desconsuelo.

martes, 2 de noviembre de 2010

Papi dame la mano

Al Meridiano V

Y en cuanto floreció el silencio, la grisura se fue a dormir en tu vestido lila.


Es domingo, parece primavera, pero el aire del sur amerita un abrigo liviano. De todas maneras, no lo necesito porque no pienso salir a ningún lado. Compré los diarios y me dispongo a tomar unos mates con facturas. Es uno de esos momentos en los que, como dice Celina, apremian las necesidades brasileras. Y para eso nada mejor que escuchar el Samba Social Clube. El día que hagamos contacto, todo el universo va a sambar.
Y desde Brasil me acuerdo de Millor y de pronto encuentro también una visión del conjunto. Y en algún lugar hay quien dice no por última vez; quien se avergüenza un poco de sí mismo; otros preparan ya la ropa para el lunes; alguien suspira; alguien ríe haciendo retumbar los departamentos vecinos; alguno realiza un viaje de regreso y se promete que esta vez sí será la última; alguien se identifica con un cuadrito de gente que anda por ahí y sonríe;  alguien se despierta y no puede creer con quién; uno repite un nombre como un mantra y nada sucede; alguien espera y quiere empezar a dejar de hacerlo; alguien cree que nunca le volverá a salir un asado tan rico; alguien tiene ganas de brindar pero encuentra su copa vacía, alguien brinda, alguien se brinda; alguien tose y piensa en dejar de fumar; alguien se arrepiente.
Me digo que fue suficiente, me enfundo en la gabardina y salgo, me dejo azotar por el viento para reaccionar un poco, camino por 70, me veo en el reflejo de la vidriera de la panadería y me sorprendo. Intento sonreírle a ese extraño que se me parece. Me devuelve una mueca y entonces sigo, compro cigarrillos, pago con monedas, camino, llego hasta 17 y doblo hacia la izquierda. Al fondo, la Estación Provincial como una pirámide egipcia o maya o azteca, con esa presencia que tienen los monumentos sagrados y algo que flota en el aire, partículas azules turquesas, que van y vienen haciendo que la gente de pronto se mire, se abrace, se comparta. Ruedan las ruedas de mate que, al caer un poco más la tarde, serán rondas de alguna bebida más espirituosa, pero ahora no, no todavía, aún se ven los barriletes en lo alto como parches de colores para tanto azul, los puestos de la feria, la canasta con los panes rellenos, la vagoneta dominguera transmitiendo desde una ventana.
Un poco más allá, en el bar Ocampo, una pareja toma café con leche. Se ven lindos el uno en el otro, se examinan y parece que se van construyendo, mostrando, van compartiendo vivencias que los llevaron hasta ahí, momentos diferentes del camino dónde se habían cruzado, conocido pero no reconocido. Nunca te vi mejor, le dice él y no habla de cómo está ella sino de cómo la ven sus ojos. Siempre creí en la frecuencia vibratoria que hace que dos personas se puedan encontrar en determinado momento, dice ella. Parecen felices. Y de afuera son llamados por un tronar de tambores.
Tras el ventanal con las letras al vesre aparece La Minga, la cuerda del barrio, cáraca cáraca cáraca, los cueros zumbando, tiznados de sangre ancestral sobre los adoquines, poseyendo los cuerpos tímidos de los mirantes, que de a poco se dejan llevar y no les queda otra que ser llevados y la caravana festiva culmina en un abrazo colectivo, mientras el talp espera para entrar a la terminal.
Sobre el playón ya gobierna la luna, no hay tanto viento, la ciudad asciende a la noche y se cuentan los últimos cartuchos del fin de semana. Queda ir al ciclo de cine, a un concierto, quedarse sentado en la vereda, subir las escaleras y ver la danza de la juntada en el playón y más allá, las luces de la ciudad, donde se empiezan a planchar los guardapolvos, se piden empanadas, se busca alguna película en el cable, resúmenes de los goles de argentinos que juegan afuera, se habla de política y se hace el amor con delicadeza.
Siempre es parecido, pero nunca es igual, el ritual dominguero en el que tantos seres desesperados intentan como les salga probar su amor, conectarse en un nivel desprolijo, en verdadera banda ancha, haciendo esgrima con la soledad, recibiendo pinchazos y buscando, siempre, sin saber qué, como pueden: las mentes más hermosas de mi generación intentando generarse, encenderse y arder de una buena vez.
Nos quedamos un rato más. Charlamos. La conversación debe ser uno de los artes menos valorados. Estar frente a un otro, mientras las palabras levantan la mano ahí dentro para ser elegidas, se ponen sus mejores ropas y esperan. A veces salen, a veces parece que salen, pero la comunicación suele ser tan constante e imperfecta... Somos tan imperfectos. Y como lo sabemos buscamos otros lenguajes, los cuerpos llaman y la piel es más certera, pero siempre periférica, tal vez ni siquiera uno mismo pueda dar con su centro. Y si se da con el centro, sólo hay soledad, aunque sea luminosa.
Entonces, aquí mismo se hace lo que se puede, se demora la retirada, no vaya a ser que se piense un poco de más y no, mejor no, mejor reírse, fumar un poco, caminar junto a alguien, acostarse enseguida. Tal vez mañana.
Y se vuelve a casa, en silencio, cantando por dentro, el bailecito de las llaves hasta yacer en un clavito o despatarrarse en la mesa (siempre me llamaron la atención los lugares donde reposan las llaves al instante de franquear la puerta) y es buen momento para escuchar El engrupe, ya va a pasar, ya va a pasar, ya pasó.
Ahora sí se termina el día, está ese momento de intimidad con nosotros mismos, la vista fija en el techo de la pieza, y entonces, minuto antes de cerrar los ojos, podemos creer que no estamos tan mal, que hay otras tantas lucecitas escondidas mirando el techo, que tal vez así se encuentren y nosotros no lo sepamos. No nos queda otra que seguir buscando, borronear los mapas viejos si cerró la librería y no faltar el lunes a la escuela. Pero ahora no quiero ir solo, quiero que me acompañes. Papi dame la mano. Que tengo miedo.