lunes, 24 de octubre de 2011

Nunca llegamo' a la luna

El manijazo en Estación Provincial.

   Un ramalazo de perfume atraviesa mi nariz y me arponea los ojos directo a la nuca de una mujer que pasa hacia una mesa. Un fragmento de sensualidad espontánea entre el mapa y el territorio. La veo despedirse de dos amigas y pasar de nuevo frente a mi, pero esta vez en dirección opuesta, hacia la escalera donde me propuse filmar una escena de mi película, pero eso se los contaré más adelante. O no.
   Decía que se va, sacudiendo mi modorra dominguera a través del olfato. Algo curioso, si se piensa que es el único sentido incapaz de despertarnos cuanto estamos dormidos; de ahí que una pérdida de gas sea tan peligrosa. Como una nuca.
   Quién sabe, entonces, qué extraños mecanismos alivian el espíritu en este casillero de la semana. El manijazo es uno de ellos. Basta llegar y ver un poco a los furtivos compañeros de noche para preconcebir la satisfacción. Una costura de seres que avanzan con serenidad, entre medicina y candombe, entre Freud y Sara Facio; una partida de muñecos descosidos que buscan fervientes contactarse con otros para no vaciarse. Cientos de abrazos mansos que recomponen la piel cada fin de semana. Así, templados, se deciden a bailar.
   Ya no tango, ya no sólo tango. Porque una característica de estos seres templados es la capacidad casi natural de absorción de esas cosas que nos enseñaron como muy distintas, opuestas. Frío y calor. Tango y ska.
   Llegado a este punto, quisiera aclarar que ser templado no es lo mismo que ser tibio. La tibieza no perdura, se enfría o se calienta. El templadismo, en cambio, sugiere una estabilidad permeable. No sé si Euge estará de acuerdo con esto. Ya avanzaremos sobre el tema en otra oportunidad.
   Porque ahora está tocando El manijazo, creando un reducto apacible para los de adentro, mientras afuera muchos otros vuelven felices de la Plaza, satisfechos de ser parte de algo que va a estar en los manuales de historia de sus nietos. (También los hay quienes sienten una cosa en el pecho por haber viajado al pueblo a votar, y ahora ven los resultados lejos de la escena cotidiana, comiendo asado frío frente a la tele, esperando el momento de ir a la terminal, al mismo tiempo que se les ocurre pensar que tal vez -si se deciden de una vez por todas a hacer el cambio de domicilio- no volverán a experimentar esa sensación).
  Mientras tanto, en esta parte de la ciudad...
  Hacia las ventanas que dan a la explanada, un grupo de chicas baila levemente, alrededor del trípode de una cámara, mientras conservan su vaso entre las manos. Adelante de todo hay algunos sentados, a quienes ya sabemos encendidos en la pista luego de que alguien rompa el manto tímido de la sobriedad. Por todas partes ronrronean, agazapados, estos abonados a la alegría.
   Arriba del escenario, el Chino canta que se queda en este lado de la vereda. El Chino es un tanguero de pura cepa, de esos que te dicen "voy al biorsi", y enfilan para el baño poniendose el sombrero. Un crá.
   Discípulo de Alorza, sabe plantar su mirador del mundo y jugar con esa impronta rockera, actual, que respeta, a la vez, ciertas fronteras intocables del género que lo abriga en esencia.
   Y es parte de un valioso todo. De una banda que sabe sonar bien ensayada, confiable y atenta, un conjunto de piezas indispensables de esta maquinita festiva y combatiente que arranca al primer manijazo. Se mantiene, dispara, improvisa. Vibra.
   Hacia el techo, sobre un par de sogas que cruzan el salón, cuelgan unas ropas que dan cierta atmósfera de patio de conventillo, mezclado con un edificio que acentúa cierto aire de puerto, de zona de llegadas y partidas. Antes de los últimos aplausos salgo hacia la escalera. Mientras busco el encendedor en el bosillo de la campera, envuelto en el murmullo general, me pregunto cuántos emigrados habrá aquí esta noche, cuántos barcos zarparán vacíos antes del alba.

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