lunes, 25 de octubre de 2010

Teros

1.- 

-Fueron los teros, señor. No lo teníamos previsto. En California no hay...
El secretario cerró la carpeta negra y se quedó inmóvil frente al escritorio del intendente. Sintió que todo enero estaba jugándole una mala pasada: él, que no sudaba nunca, comenzó a sentir una gota que le recorría la sien izquierda con lentitud de sentencia.
El intendente tenía su ampuloso cuerpo reclinado en un sillón de cuero que rechinaba ante cada movimiento. Juntó las yemas de ambas manos, se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en el escritorio y miró al secretario por varios segundos hasta que por fin habló: -Lombardi, ¿me puede repetir lo que dijo?
El secretario pasó su mano por la sien y se dio cuenta que tenía más de una gota cayendo en picada: cuando el intendente no lo tuteaba, era una mala señal.
-Estee, mire, hicimos todo de acuerdo a lo planificado, pero..
-¡¡¿¿Usted se da cuenta de lo que esto significa??!!!- interrumpió gritando el intendente. Están viniendo los medios de la Capital, esto va a salir por cadena nacional. ¡Y usted me viene a decir que la culpa la tienen los teros!
El secretario intentó una respuesta y lo salvó el teléfono. El intendente levantó el tubo sin dejar de mirar al secretario, que fijó sus ojos una vez más en el retrato de Perón que estaba junto al marco de la ventana y siempre que la situación se tornaba complicada le daba una sensación de alivio: era su marco protector.
El rostro del intendente se ensombreció y sus clásicas mejillas rosadas (que de cerca eran asquerosos ramilletes de venas pequeñas reventadas contra la piel, como una mosca frente a un vidrio) se pusieron más a tono con  su cerdoso bigote negro.
Cuando hubo de cortar la comunicación telefónica quedó unos segundos en silencio hasta que se le oyó: -Lombardi, está viniendo el gobernador. Tiene menos de tres horas para resolver el problema.
El secretario se puso aún más pálido de lo que estaba.
-Señor, perdóneme pero es algo imposible.
-Imposible era que pasara lo que pasó, Lombardi!! ¿¿Usted quiere que le diga al gobernador que los U$S 2.000.000 que nos dieron para traer miles de lombrices californianas para una planta de reciclaje de última tecnología se los comieron los teros?? Mire si nos quitan la partida presupuestada y se la dan a Lavalle. El municipio de Dorrego no puede permitirse eso. ¡Y usted lo sabe y es el principal responsable si eso pasa!
El intendente se había parado apenas de su quejoso sillón y le salía fuego por los ojos y una serie de palabrotas que Lombardi tomó como justas, aunque en ese momento lo primero que se le pasó por la cabeza era que se quedaba sin trabajo.
-Lombardi, dijo ya sentado de nuevo el intendente. Está viniendo la televisión, entiende. Quieren ver las lombrices en acción. Vamos a ser los más pelotudos del país si usted no consigue en dos horas, no digo diez mil, pero por lo menos una cantidad que haga bulto.
-Pero esas lombrices no se crían por acá, y ya sabe lo que salen y lo que tarda pedirlas de nuevo a California.
-No me tome el pelo, Lombardi! ¡Vaya al campo de Mastroiacovo o a algún otro y consiga lombrices para que haya algo para filmar en la inauguración!
-Perdone, pero son muy diferentes las lombrices.
-¡Usted se metió en este problema, resuélvalo, caramba! ¿No es licenciado acaso?
-Si, señor… en comunicación social.
-Mire,  agarre algunos de los muchachos y vayan a remover la tierra hasta conseguir unas cuantas lombrices para que salgan por la televisión.
El secretario respiró profundo, hizo un gesto de afirmación y salió.
Cuando salió al pasillo se encontró con Teresita.
-Cacho, qué cara ¿Te retó el gordo?
-Ahora no puedo flaca, estoy hasta las manos.
-¿Qué pasó?
-Los teros se comieron las lombrices californianas de la planta recicladora. Y el gordo quiere que vaya a buscar algunas al campo para que salgan por la televisión. Pero las lombrices estas son muy diferentes. Son bien rojas y parecen de adidas, tienen tres rayitas blancas que las de acá no tienen. Si salen por la tele las que busquemos se van a dar cuenta y van a pensar que nos robamos la guita . ¡¡Y se la comieron los teros, no nosotros!! Encima el gordo cree que nos pueden sacar el resto de la plata y dársela a los de Lavalle. ¿Podés creer? ¡A Lavalle!
Lombardi perdió la compostura por primera vez en toda la mañana. Teresita se quedó en silencio, mirándolo. Se sacó los anteojos y repasó los cristales con un pañuelo. Ella había nacido en 30 de agosto y no entendía la rivalidad entre dos localidades por los próceres que le daban nombre, como si los de su pueblo fueran rivales de 3 de febrero o de 9 de julio o 25 de mayo. Yo te ayudo, Cacho, le dijo. Lombardi le respondió con una media sonrisa: Gracias, flaca. Esperame que voy al baño y vemos qué hacemos.
El secretario entró al baño y se miró en el espejo durante un minuto. Se lavó la cara y fue hacia los mingitorios. Antes de bajar el cierre de la bragueta miró hacia la puerta. Que no entre nadie ahora, pensó. Y acto seguido: ¿Podré ser tan pelotudo de no poder mear si hay otro tipo en el baño? Estas cosas pensaba el secretario hasta que alguien entró. Lombardi bajó la vista y se acordó de las lombrices y el poco plazo que tenía. Hizo que sacudía, guardó y salió sin haber meado.
Teresita lo esperaba en el pasillo.
-Cacho, hablé con el Chinchulín Garmendia y el Topo Arce, del corralón. Van a ir a lo de Mastroiacovo con la pala mecánica.
-¡Están en pedo! ¡El viejo los mata!
-¿Y qué querés, que vayan a palear a mano? También llamé a la pinturería del Rana Stocco, para que nos dé algo de pintura, por el tema de las rayitas, viste. Ahí viene el Chinchulín en la camioneta. Dale vamos.
-¿Pintura? No, estás loca, cómo vamos a ponernos a pintar lombrices. Para tanto, no, che.
-Pero si salen en la televisión se van a dar cuenta, vos dijiste recién. Y de paso, hay que bajar a todos los teros que aparezcan, ¿no?
Lombardi le dejó una sonrisa algo gastada y salió a la calle.
El chinchulín Garmendia hacía rato que había perdido la descripción física que ofrecía su sobrenombre. Ahora era uno de los pesados del pueblo, metafórica y literalmente. Prácticamente nacido en la  Unidad Básica, era el encargado de los asados, de elegir y repartir los planes sociales y los fierros. Se decía que cargaba dos o más muertos de localidades vecinas, que manejaba la quiniela clandestina en la región, que tenía 16 hijos y un par de prostíbulos, incluso uno en Lavalle. A su modo, todas eran ciertas y no.
La cuestión es que Lombardi siempre le había tenido miedo a Garmendia. Y al momento de subir a la F-100 tuvo un escalofrío punzante y la sensación de que el remedio iba a ser peor que la enfermedad. El chinchulín hablaba poco pero firme. Capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida, recordó Lombardi.
Salieron de la municipalidad por la avenida San Martín. Lombardi se hizo la señal de la cruz al pasar por la Iglesia y sintió que el Chinchulín se reía con sus manos al volante. Pensó en decirle que ya no creía, que era un reflejo producto de años de creer o de la imposición familiar cuando niño. Luego decidió que iba a sentirse aún más ridículo, que el Chinchulín estaba en su terreno y él, el intelectual, el que se recibió en La Plata y conoció un mundo más sofisticado, el que para los ojos de la gente como Garmendia era casi un cajetilla, aunque claro, siempre se olvidaban de su origen humilde, del barrio de calle de tierra junto al molino harinero que le daba nombre: barrio “El molino”, nacido y criado de la vía para allá, donde por las tardes de verano debía pasar el regador, ya que la tierra que volaba era insoportable y él jugaba ahí, con su esa gente, par de quien ahora estaba a su lado, manejando con un pasto en la boca, mascullando alguna cumbia o una plegaria o tal vez el momento incierto de que uno de los cinco tipos que usaban corbata en el pueblo estuviera bajando el vidrio de la ventanilla de acompañante de su camioneta y amagara a decir algo, pero que, al final, decide quedarse en silencio.
Dieron un rodeo por la plaza y se encaminaron hacia el corralón municipal. Ahí los esperaba el Topo Arce con la pala mecánica lista para salir. Al ver la camioneta que se acercaba, el Topo se bajó del vehículo, y quedó de pie junto a la pala, acomodándose las bolas en un gesto exagerado pero muy propio de él cuando se sentía la última Coca Cola del desierto. Y cuando no, también. A modo de saludo, desde lejos levantó el mentón casi con desprecio hacia el secretario y dijo algo del tipo “así que el dotor va a meter las patas en el barro... todo sea por el general, ¿no?” o alguna otra cosa parecida.
            Lombardi sintió la mirada sobradora y se acercó a darle la mano a Arce, algo que hizo que le llamara la atención, sobre todo la aspereza de las manos del conductor de la pala, cuyos dedos eran demasiado rudos para las delicadas falanges del secretario y así se lo hizo saber con un apretón que activó o detonó, al mismo tiempo, una sonrisa con un altísimo porcentaje de sorna en el apretador y un gesto derivado de la represión al impulso natural, reflejo del dolor que hubieran mostrado los músculos de la cara del apretado.
            Cada vez más lejos de casa, pensó el secretario. Mientras tanto, entre ambos conductores se generó una breve conversación sobre los hijos (tema sellado inmediatamente con un “ahí, creciendo” de parte de Garmendia), el trabajo, y otras cuestiones, como el cartel de venta de la camioneta de Garmendia, cuya una de sus esquinas estaba despegada, anteponiendo una enorme cortina de indiferencia para con Lombardi, que cada tanto miraba su reloj, los interlocutores y un repaso a los alrededores, en ese orden.
            Por fin, casi “como si se despertara de golpe”, recordó luego Lombardi, el Topo Arce incluyó al secretario en la conversación para informarle que ya había hablado con Mastroiacovo y que no había problema en ir a unos de sus potreros a por las lombrices, todo sea por el general, ¿no? Todo sea por el general, rumió Lombardi. Y agregó, como ganando confianza, que de paso, podían ir yendo, no había demasiado tiempo para perder en pequeñeces, palabra que eligió a último momento, ya que iba a decir nimiedades, y supuso que hubiera generado algún tipo de rencor en las dos personas que lo escuchaban, aunque el resultado de decir pequeñeces fue que lo miraron como a un maricón. ¿Vamos?, insistió el secretario.
            Inexplicablemente, subieron los tres a la cabina de la pala mecánica, siendo que podían ir dos en la camioneta y el conductor de la pala solo, con un amplio margen de comodidad. Me cago en dios, rumió el secretario pero ninguno de los otros hizo eco del murmullo y en cierta forma le dio algo de alivio.
            Dicen que el viejo Mastroiacovo le debe un par de favores al padre del intendente, que no sino no sé cómo le puede dar permiso para agujerearle la tierra, dijo Arce, con una sonrisa torcida y acomodándose de nuevo las bolas a su manera y palmeando, acto seguido, el hombro de Lombardi, que puteaba para adentro en tres o cuatro idiomas.
Una vez llegados al campo abrieron la tranquera y llegaron al chale de Mastroiacovo que estaba con los brazos adentro de un tanque australiano, pareciera que armando una pócima gigante, pensó el secretario. A pesar de que el ruido de la pala mecánica era demasiado evidente de su presencia, el viejo no se dio por enterado hasta que lo llamaron, a los gritos, sin bajarse de la cabina.
El viejo se sacó un lastimoso sombrero de paja y se acercó sonriendo, balanceando apenas la cabeza. Por fin, apoyó un pie en el estribo y habló con voz pastosa, uno más canchero que el otro, pensó el secretario, qué tal Garmendia, Arce, ¿y usted, jovencito?, viene muy elegante para sacar lombrices. Lombardi, dijo Lombardi. Me apellido Lombardi, hijo de Néstor.
Las arrugas del viejo se expandieron como una mancha de aceite por su cara y apenas se aquietaron en una mueca exagerada, habló desde el pozo negro que era su boca. Néstor Lombardi... Pero si habré jugado al fobal con su padre, hijo. Está crecido, muchacho.
Lombardi sonrió lo más que pudo dentro de su incomodidad. Y, es el tiempo. El tiempo pasa, vio. Cómo ahora, que no tenemos mucho tiempo para hacer lo que vinimos. Mastroiacovo lo miraba aceitoso, expandido, exagerado, sin escucharlo. Nos puede decir dónde excavamos, dijo el secretario.
Esto pareció despertar al viejo, que se hizo para atrás y señaló con un vago ademán de su mano derecha, abarcando todos los lugares posibles o ninguno. Los tres de la cabina se miraron sin entender. El viejo volvió a hablar. Así que usté es el hijo de Carmencita... ¿qué edad tiene, muchacho? El secretario miró a los otros dos, que lo empujaron a dar una respuesta y así poder ponerse a trabajar.
Veintinueve, dijo. Veintinueve, repitió el viejo, recalcando cada sílaba, como intentando girar una manija hacia atrás y ver todo ese fragmento de tiempo. Veintinueve, repitió para si. Al fin, reaccionó y en vez de invitarlos a realizar su trabajo, los invitó a tomar algo fresco y a charlar un poco.
No, no, no podemos, estamos con el tiempo justo, dijo Garmendia y todos se sumaron al empuje que necesitaban para salir de esa situación y además realizar lo habían ido a hacer. El viejo hizo unos pasos hacia atrás y dijo algo así como claro claro o hablo hablo o algo algo o malo malo, sin abrir demasiado la boca. Todos se decidieron por claro claro y se pusieron manos a la obra.
Sólo entonces se dieron cuenta que no tenían donde poner las lombrices.

continuará...

El fondo del cielo


A Rodrigo Fresán, que odia los blogs

Pienso, intento, al menos, pensar para dejar de hacerlo. Te encuentres donde te encuentres quisiera que me recuerdes, que nos recuerdes así, como fuimos por un rato, un espejo hecho de sueños en el que al otro lado no había conejos ni túneles subterráneos, sino apenas un recoveco de algodón que se fue mojando por la flor rota de una regadera oxidada. Cenizas de jacarandá, sombra azul, las flores secas, crujientes ante los espasmos de un paseo de dos cuerpos que nunca terminarán de conocerse, aunque estén absorbidos ya el uno en el otro.
En este panorama suelto la mano que suelta la piedra que suelta la arena brillante que ya no quema mis pies, que se hunden, funden y confunden como plastilina derretida y quisiera meter la mano para sacarlos pero ya no la encuentro al final de mi brazo, sólo un muñón vibrante y cuarteado que vomita musgo bebido de un estanque de agua podrida; pero eso es otra historia, aunque toda historia, siempre, será una historia de amor. No lo olvides ni lo desprecies ni me perdones.
Nada. Ni la mano, ni la piedra, ni la arena brillante han acabado el vuelo, ya no puedo verlas, pero me quedo expectante del cloc que harán, que sé que harán, al tocar el fondo del cielo. Lo sé porque siempre he sido bueno imitando las voces muertas que de allí vienen, tanto que tal vez hasta mi voz haya hecho lo propio, y desde ese fondo inestimable de pérfidos silencios venga a encontrarse con la mano la piedra la arena, en la explosión final de la estrella que muere: mi anhelado Big Bang doméstico.
Decido cerrar los ojos.
Me digo que al abrirlos seré otro, que los pies estarán en el campo, que la plastilina se hará raíz y la copa crecerá hasta tocar los cables de alta tensión que parten al cielo en dos. Y ya no estarán las luces de la avenida, ni el desenfreno metálico y bestial que allana mis oídos en el séptimo piso. Ni la bandada de pibes que rompe bolsas de basura y patea las puertas de los autos.
Me digo que la tibieza del pasto de octubre calmará mi sangre tóxica y crocante, la yuxtaposición de sentidos hacia la creación más ilusoria de la conciencia, y que, paradójicamente, es la que más impresa queda en el cuerpo. Este cuerpo que ahora recibe el sol y se difuma entre las hojas muertas que no se barrieron.
Decido abrir los ojos, pero algo me detiene por un minuto más.
Ya no estará tampoco tu mano, ni siquiera para empujarme contra el muñeco de nieve que armamos en el jardín delantero. No estará el jardín de todas maneras, y la nieve derretida formando un río de lodo del que buscaré los pedazos más luminosos para rearmarte de nuevo, y entonces reiremos, estruendosamente, avergonzando a las viejas que nos saludan por la mañana, paradas en el umbral de su casa, con la escoba en la mano. Y las viejas se sonrojarán y cerrarán la puerta cancel y llevarán una mano a su sexo que creían seco, y será el último incendio secreto que se guarden en sus tumbas, cientos de pasillos ardiendo al mismo tiempo, mientras nosotros seguimos riendo, con el abdomen endurecido de tanto espasmo y lágrimas en los ojos y los ojos enmohecidos ya, borbotones salitre uniéndose a la nieve derretida y el lodo del que todavía no te he armado.
Ahora sí, entonces, decido abrir los ojos.

martes, 19 de octubre de 2010

La huerta colgante

a Pili, por la anécdota y las risas


Es como ser estudiante y no tener los libros, dijo Pilar a risa limpia. Todos rieron con ella, siempre tuvo una especie de don para hacer propagar las sonrisas. Durante dos meses estuvimos vedados de ir a visitarla. Estaba preparando algo en su casa y no podía ser visto antes de tiempo. Como la novia antes del casamiento, decía cuando insistíamos mucho.
Cuando estuvo listo nos citó a todos.
Nos juntó en la vereda y nos vendó los ojos. Recorrimos como un tren absurdo y titubeante los veinte metros por el pasillo, la mano de uno en el hombro del vagón precedente.
Finalmente llegamos a la puerta y nos amuchamos para entrar.
La primera reacción fue de absoluta sorpresa, una risa reprimida hasta el momento de mirarnos entre nosotros y hacer montoncito con las manos, los ojos bastante abiertos. El asombro colectivo debió hacer vibrar los demás departamentos. A Pilar nunca la vi tan feliz. Con las manos en los bolsillos, levantó los hombros con falsa ingenuidad y soltó aquello de que es como ser estudiante y no tener los libros. Y luego agregó: ¡cómo iba a estudiar cocina sin tener mi propia huerta! Les presento a mi huerta colgante, e hizo un ademán de torero con la mano.
Entonces empezamos la recorrida.
El departamento tenía un living comedor bastante amplio, o al menos así lo recordábamos. Ahora estaba invadido de cajones de madera colgados a diferentes alturas. Algunos tenían lámparas adosadas como apéndices luminosos. Otros estaban cubiertos con nylon. Uno solo estaba completamente tapado por una tela blanca con un dibujo de Batu en el centro. Es original, dijo Pilar. A mi me gusta más Liniers, agregó Ayelén. Yo soñé con un personaje de Macanudo, dijo Fran. Lo voy a dibujar para mandárselo, comentó luego y se fue a buscar un vaso de agua.
De todos los cajones de la huerta colgante pendía un pájaro de papel con cartoncitos de diferentes colores que daban nombre a las hortalizas y aromáticas que a esa hora dormían su artificial fotosíntesis.
Me halagó sobremanera que el cajón de los zapallos llevara mi nombre, junto al esplendoroso “cucúrbita máxima”. Esos son difíciles, dijo Pilar. Pero a la larga rinden. Son buenos. Le pregunté si me podía  hacer un cartelito igual para llevarme, pero ella ya estaba junto al Batu, tratando de congregarnos a todos a su alrededor.
Juntó sus manos en la espalda y a medida que hablaba daba pequeños saltos aunque, en realidad, nunca se desprendió del suelo, sino que se inclinaba hacia arriba, suspendida en puntas de pie mientras decía que esa noche era muy especial, ya que, como siempre dice su madre, las cosas caen de maduro y en esa oportunidad íbamos a poder presenciar el primer acto de madurez de la huerta colgante. Dos veces se sopló el flequillo y acto seguido corrió el lienzo como quien descubre una escultura.
Apareció un hermoso tomate, con forma muy propia, un culito rojo del tamaño de una pelota de tenis. Pilar lo miró orgullosa. Juampi comenzó el clásico aplauso de las películas, que según la vaca cinéfila (esto lo agregó más tarde Ayelén cuando esperábamos el  202 en Parque Saavedra) siempre suceden luego de que el héroe se vea apabullado por las injusticias y se manda un discurso que termina por convencer a los indecisos y hasta arranca algunas lágrimas. Yo no le dije nada, pero nunca vi ese dibujo y en definitiva eso que dice es un poco así. Todos aplaudimos, claro, y Pilar acarició el tomate y dijo que era cuestión de tiempo.
 Tengo un hambre incipiente dijo Vane, Andrés la cazó al vuelo y dijo “a desalambrar” y todos nos sentarnos en ronda, ante el fastidio de Vane que decía que el adjetivo estaba bien usado. Andrés entonces comenzó a esgrimir argumentos y el resto, el jurado, silencioso y expectante debíamos establecer el veredicto y el castigo al perdedor.
Ponencia de Andrés: Cuando veníamos para acá dijiste que tenías hambre y compramos unas pepas de salvado, por lo que la ausencia de hambre no puede ser total, requerimiento imprescindible para la incipiencia del mismo. He dicho.
Defensa de Vane: en primer lugar, resulta arbitrario el requerimiento de imprescindibilidad. En segundo lugar, las circunstancias previas a la cena que vamos a tener proporcionan un marco contextual adecuado para que el hambre (no saciado completamente hace unos cuantos minutos) sea incipiente. He dicho.
Casi que el jurado no dudó  y le dio la razón a Vane, con el clásico grito al unísono de “pasa la bici”, señal de que queda absuelta de propinar alambres espinosos en el discurso.
Mientras nos juntábamos para formular la prenda que le correspondía a Andrés, Pilar dijo que estábamos casi en hora y dejamos el tribunal para más adelante y nos pusimos a esperar el desprendimiento del tomate.
Ayelén puso música, Lenine, O dia que faremos contato y a todos nos pareció apropiado. Nos abrazamos y pusimos debajo del cajón la tela como bomberos esperando que el tomate se arroje desde las alturas. Se sintió un crujido muy leve, el culito comenzó a bambolearse muy despacio, en verdad estábamos muy concentrados como para percibirlo y finalmente, el cric decisivo, el orgasmo verdulero, la pequeña muerte que lo traía hacia nosotros, humildes testigos del milagro del tiempo que lograba la madurez suficiente para que todos estuviéramos ahí, celebrando, juntos, riendo desternillados, nosotros, hermosos muñecos descosidos, felices en el brillo de los ojos que se encontraban al vuelo.