martes, 16 de julio de 2013

Cecilia: la luna de Valencia.

“El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio”.
Ítalo Calvino



El silbido de la pava la rescató de su cuelgue. Giró velozmente la cabeza hacia la hornalla, con la mirada hacia el piso y el oído buscando hacer foco en la fuente de sonido. De inmediato se levantó de la silla y apagó el fuego. Buscó el mate y volcó la yerba en el tacho de la basura con un movimiento enérgico. Se quedó unos segundos inmóvil, mirando la huerta tras el vidrio de la puerta del patio. Recordó que debía acordarse algo referido a los tomates pero no logró cargar el historial y ser más específica.
Regresó al frente de la notebook con el termo en una mano, el mate en la otra y una galletita en la boca. Había dos mensajes de Andrés en el chat. Cebó un mate y comprobó que, una vez más, había acertado con la temperatura exacta del agua. Celebró por dentro la gracia de ese pequeño triunfo. Amaba dejarse invadir por momentos así, por fugaces cambios de ritmo en el mapa de sus días, como una orfebre incansable en la cartografía de su ternura.  
Sin embargo, el territorio le puso delante un escollo que había intentado olvidar. Se quedó mirando el indicador de su estado de conexión. Solía conectarse en calidad de ausente para no tener que lidiar con conversaciones no queridas. No siempre funcionaba.
  

Andrés esperaba del otro lado de la línea. Habían pasado unos cuantos días a solas, sin saber nada el uno del otro, con el esfuerzo que implica despegarse necesariamente de la telaraña virtual, del resto del mundo, para estar a salvo de una persona.
En esos días su productividad aumentó notoriamente. Se dedicó a completar la producción para el puesto de la feria, ya que en la próxima le tocaba ir a ella. Había formado una pequeña cooperativa de reciclado con dos amigas y ella debía coser a máquina unas bolsas para mandados que hacían con lonas de publicidades viejas. También aprovechó para coordinar con un amigo diseñador que le había prometido darle algunas lonas y así juntó material de trabajo suficiente como para salir de casa lo menos posible.
Decidió dejar que el cursor se aburriera de su intermitencia y que la computadora entre en estado de suspensión, aún si perdiese los nuevos logros al candy crush. Se quedó en silencio, pensando en lo que pensaría Andrés en ese momento. No sabía mentir, pero con el tiempo había aprendido a dejar pasar algunas cosas, a creer que deslizarse oculta entre los contactos, por ejemplo, no era una forma de la mentira. Y si lo era, podía tolerarla, podía convivir con el peso de una indefinida culpa al momento de tomar la decisión, y luego seguir adelante.
Cerró la computadora y enfiló rumbo al patio. Amagó abrir la puerta, pero se quedó del lado de adentro, mirando la tarde gris y fría que ocupaba la vista frente a sus ojos. Entonces sonó el celular. Lo primero que pensó fue que Andrés la estaría llamando. Se fastidió. Miraba el aparatito que había dejado de vibrar y ahora dejaba visible la titilante lucecita roja. Pero antes de maldecir por maldecir, fue a chequear el mensaje.
“Hola, soy Lau, de El Manijazo, por favor confirmen su presencia en el micro. Sale a las 19:30 hs desde Plaza Italia. Muchas gracias!!”
  

            Cuando subió al ómnibus eligió ubicarse en el medio, era su lugar favorito para viajar. En la parte de atrás estaban los chicos de un grupo de percusión, que intentaban animar a toda la concurrencia con cánticos y espirituosidades varias. Los conocía de vista, le caían bien. La zona de adelante estaba copada por integrantes de una cuerda de candombe. Casi todos en el colectivo eran conocidos entre sí; casi todos provenían de diferentes espacios.
            A su lado se sentó Miss Flores, un gurú del autocultivo al que apodaban así porque cada vez que alguien le ofrecía una pitada respondía: “Te agradezco, no es nada personal, es que sólo me gusta fumar mis flores”.
Le cayó bien. Hablaba poco y parecía saber escuchar. Diez años atrás la seducía la palabra, podía embelesarse durante horas oyendo intelectuales jipis que hilaban temporadas de acampe en El Bolsón con el nervio firme de la cámara de Cassavetes.  Todo era nuevo y, de alguna manera, buscaba un espejo, el reflejo en el aire de las mismas cosas que pensaba y que no siempre le interesaba exteriorizar. Así se enganchó con Andrés y el carácter inmutable del reflejo que éste le proponía acabó por estallar en miles de fragmentos de esnobismo y vacuidad. Su palabra ya no significaba nada para ella o, mejor dicho, ya no se conformaba con el signo que formaban juntos.
            Andrés no se había desviado, no era él quien se había deformado, sino lo contrario: pretendía mantener el haz de luz constante, buscando iluminar las zonas compartidas cuyos lazos estaban rotos. Cecilia entendió que no se podía forzar el orden de dos trayectorias que apuntaban a diferentes destinos.  Se vio a sí misma como una moneda  que, por un azar de insignificancia aparente, cae de la misma cara una serie sucesiva de veces.  Junto a ella, Andrés, y el mismo azar, la misma cara compartiendo el viaje, como dos surfistas que remontan una ola al mismo tiempo. Pensó que tal vez algo así sucede con la mayoría de las relaciones que entablamos a lo largo de nuestra vida; existencias diseminadas al azar que coinciden un trecho de recorrido, hasta que la racha cambia, la onda marina baña la playa y acaba con los castillos de los niños y los poemas escritos con una ramita. Se va lo que se va, y así.
            Y en ese andar errático, su trayectoria en este momento cruza la autopista rumbo a Buenos Aires, en un ómnibus que la lleva, junto a varias decenas de personas, a un recital en el Almagro Tango Club.


             Cuando aterrizó el colectivo, la mayoría de sus ocupantes bajaron apresurados al baño. Otros se quedaron fumando en la vereda, mirando las plantas que colgaban de algunos balcones, como selvas privadas; macetas aferradas al alambre de esas pajareras humanas que tiñen algunos edificios.
            Al poco tiempo, el salón estaba lleno. Las mesas fueron ocupadas por grandes grupos. Cecilia se sentó junto a los amigos de Miss Flores, pidieron empanadas y cervezas y se quedó mirando el escenario. Los instrumentos estaban dispuestos para la función. De la pared del fondo colgaban varias sogas con ropa tendida. Miró esa inmutable escenografía y pensó en sus abuelos. De inmediato linkeó a una foto que gobernaba el living donde pasaba las tardes de verano en el campo.
            Era en un patio enorme, donde una familia completa posaba para la cámara. Los mayores lucían orgullosos sus ropas de domingo y se enfrentaron a la posteridad con la solemnidad que exigía la contratación del fotógrafo. Ocupaban el vano de una puerta, sobre la cual se veían colgando las ropas que habían dejado en la baranda los habitantes de la planta alta.
            Pensó que nunca había preguntado quiénes eran todos esos que habían posado en un mosaico de tiempo de cien años atrás. No tuvo tiempo para pensar mucho más, porque en ese momento salieron los músicos a escena.
            Luego de superar algunos inconvenientes con el sonido –unos minutos que fueron apropiados para aquellos que no habían terminado de comer- la máquina sonora comenzó su raíd danzante.
            Aparecieron relajados y atentos, dispuestos a ganarse el desembarco, su íntimo Normandía entre amigos y desconocidos. Alquimistas de conventillo, de pulóver de llama y rítmicas balcánicas. Cecilia cayó presa de la potente conjunción festiva que la despegaba del suelo. Suenan a ropa colgada, pensó, a vida, a trapo sucio de revolcarse en el potrero o de rodar barranca abajo con los amigos.
           

Recibió un brazo en el suyo que la invitaba a girar y se dejó llevar. Cerró los ojos y se apartó apenas del grupo que bailaba entonado. Desde los pies comenzó a subirle un cosquilleo parecido al amor, como si estuviera adormeciéndose. No hizo nada para detenerlo y dejó que la vibración se apodere de su cuerpo. De pronto, la maraña de palabras que la atosigaba permanentemente pareció desaparecer para fundirse a los pies, a las rodillas y a los brazos que se agitaban como si nadie estuviera mirando.
Todo lo que no era ella flotaba en un sopor agradable y, de un modo análogo a cuando solían sacarla a bailar tomándola de la mano, el violín la llevó a recorrer el salón, a recorrer la historia de la madera en la que había sido tallado el instrumento. Como si pudiese nutrirse de la misma esencia de ese árbol que alguna vez pasó largas temporadas a la intemperie, anidando pájaros y música.
Abrió los ojos y buscó de inmediato a Miss Flores, que le guiñó un ojo desde la mesa, en un gesto inmenso y fraternal. Se sintió feliz; sintió que entendía a alguien. Su manera de agradecer fue dar rienda suelta a su cuerpo en danza. Había olvidado cuánto le gustaba bailar. Ante la arremetida skatanguera, dejó que su cuerpo fuese puro cartílago, sin estructura ósea que le impidiese ocupar cualquier rincón del espacio ni desarmarse.
            Al poco tiempo, la melancolía festiva que irradiaba desde el escenario la llevó a reírse de sí misma, a abrazarse al resto de la tropa bailarina en un ritual griego sin platos rotos, rebosante de risas y pasos alocados en el aire. Sintió la comunión con el escenario, con la ametralladora de la batería y el bajo y las diferentes asociaciones vertiginosas del cuerpo de melódicos; guirnaldas invisibles capaces de iluminar más allá del aquí y ahora en el que existen y permanecer anidadas en el interior de los que se dejan invadir por las filosas notas manijeantes.

            Así se sintió después del concierto. Después de los abrazos de felicitaciones a los músicos, de la puesta en común de un movimiento infernal que unía a los presentes por sobre la línea de flotación de sus sentidos, algunos salieron a la calle a fumar un cigarrillo o a tomar un poco de aire. Cecilia bajó entre los últimos, cuando ya se sabía el paradero del colectivo que los llevaría de regreso y hacia allí enfilaron todos, más animados que cuando llegaron.
            Una vez sentada en el ómnibus, buscó los auriculares en el morral y se dejó caer en una cápsula reconfortante ("un poco de indulgencia / la luna de Valencia"). Poco importaba que al día siguiente tuviese que madrugar para hacer cosas de la cooperativa. Estaba radiante y serena. Repasó los ecos de la noche que iban fijándose en su piel, en su memoria, como los anillos de un árbol en el interior del tronco; ecos de un infierno encantador, absorbidos con la prestancia que brindan los amigos, como una poción mágica que se asienta dentro suyo en el momento en que las cosas suelen durar para siempre: el momento de volver a casa.  

martes, 19 de febrero de 2013

Una temporada en el camino


Yo nunca pedí lo que vos me diste.
Pero bueno, yo aprendí lo que me diste.
Vos nunca pediste lo que yo te di
Y está bien así para mí.
Martín Buscaglia


Ana es de esa clase de mujer que sabe lo que genera, pero que –al mismo tiempo- disimula su propia conciencia. Relativiza su belleza aunque sepa cómo usarla. Cuando camina, con esa gracia singular que le imprimió la danza clásica en su infancia (los pies en diez y diez; el bamboleo leve, como de junco; el casi flotar con el que acorta distancias) todo lo que no es ella le hace espacio, la hace durar. Cuando sonríe y mira hacia un costado deja ver que en el fondo es, también, de esa clase de mujer que sólo quiere que la dejen en paz.
Y quiere que la dejen en paz, intuyo, porque percibe que las formas dadas del mundo que conocemos quieren moldearla. Su indocilidad se debe a que en ella misma conviven formas que no encontrarían la manera de amoldarse a la rigidez de lo cotidiano. Es como si estuviese un poco más allá, como si hubiese roto sus cadenas singulares y nos mirase a todos, con ternura y tristeza, sin poder dejarnos ir pero sin poder ayudarnos.
Supongo que desde resquicios individuales, hay alguna parte del mundo que nos duele a todos por igual. El dolor es inherente a la vida. Pretender negarlo es pretender negar una parte esencial de la vida. A ella le duele que no la dejen irse, que la reclamen en la mesa, que no la puedan seguir. Su sueño, según acaba de contarme, es viajar. Es decir: salir al mundo. Lo que en ella significa que la acepten, que la dejen en paz cuando va por ahí sin grilletes en los tobillos.
Como dije, hace un rato me contó que su sueño es salir de viaje. Mientras hablaba, la música de sus palabras iba llenando el aire sobre la mesa de la cocina y el brillo de sus ojos tenía un halo único, de esos que producen el efecto de visualizar lo que ella misma está contando, sentada con una pierna sobre la silla, casi inmóvil, en la postura casi opuesta de lo que sus ojos anunciaban.
En ese reflejo se la podía ver de pie sobre un paisaje cualquiera, al costado de cualquier camino, con el equipaje sobre sus hombros, repartido en dos mochilas y una sonrisa de cansancio satisfecho. Acaso, la satisfacción de cumplir con el llamado del cielo, el llamado del camino.
La conocí una noche de febrero, en una fiesta en la que tocaba la Delio Valdez, una monumental banda de cumbia colombiana. Llevaba una pollera larga, blanca con lunares de varios colores y una remera negra que dejaba al descubierto gran parte de su espalda. Era la primera gran fiesta del año y todos en la ciudad estaban rencontrándose luego de las vacaciones. Había una energía especial en el ambiente, una espiral chispeante de promesas y carcajadas: la gran familia del Meridiano Five estaba de nuevo en el ruedo.
Me tomó un buen rato acercarme a hablarle, sufro de cierta timidez congénita. Para hacerlo, para romper esa barrera, me apropié del concepto “the opposite”, de George Constanza, quien, en un memorable capítulo de Seinfeld, decide hacer exactamente lo opuesto a lo que su instinto le ha dicho siempre. Así lo hice y así ingresó ella en el relato de mi vida, con esa clase de mística. Gracias, George.
 Cuando giró hacia mí y aceptó el diálogo supe que sólo tenía que mantenerme en pie y no echar a perder el momento. Sólo debía transitar la fugacidad de la flecha en el aire.  Nos sentamos a conversar bajo la ventana de una de las salas de exposición, mientras a nuestro alrededor se formaba corro para fumar y una hilera de chicas esperaba su turno para el baño.
Recuerdo vagamente algunos tópicos de la conversación, creo que mi memoria se ha vuelto principalmente visual, supongo que influenciada por la calidez de su sonrisa y su mirada de ojos entrecerrados. Recuerdo observarla mirar en lontananza y hacer un leve gesto de negación con la cabeza. Recuerdo verla de pie, en el descanso de la escalera, esperando para irnos caminando bajo un cielo regado de estrellas. Recuerdo caminar junto a ella mientras las piezas de un rompecabezas inasible iban encajando para que nuestro encuentro se concrete; esa clase de casualidades que se organizan para que algo nuevo suceda, cuando, simplemente, podríamos haber pasado de largo.
Sin embargo, no fue así y una serie de migraciones ancestrales y propias nos llevaron a coincidir en tiempo y espacio. Como ahora, que está a mi lado a punto de dormirse, mientras algunas partes de su cuerpo van llevándola al sueño, con delicados estremecimientos, hacia un territorio sólo suyo, hacia algún camino que irá contruyendo de a poco, iluminando a quien encuentre a su vera y siguiendo viaje, temporada tras temporada. Dulce, simple y misteriosa. Como su belleza, como el mundo que inventa bajo sus pies.