miércoles, 17 de agosto de 2011

Engrupidos

El Engrupe es los fideos con tuco del domingo. Es mi viejo con la Noblex Carina en la mesada escuchando el rotativo del aire o la previa de Competencia comiendo mandarinas bajo la parra. Es el sol de marzo dibujando los nogales contra las paredes de barro del garage del Molino. Es kermese y Luna de Avellaneda. Es alegría de juntarse entre amigos a hacer canciones. Es matear en la plaza hablando con la vista en los perros. Es la Coca Cola grande y el mantel cuadriculado.
El Engrupe es verano en polaroid.
Porque cuando toca El engrupe se respira un aire de otra época, pero vuelto punk. Como si se juntaran Gardel y Sid Vicius a zapar en Pura Vida. Lo que vive en el aire cuando suena la banda es el Río de la Plata, pero descargado de los clichés que se generaron en los últimos años en pos de lo rioplatense.
El pulso que imprime desde los parches uno de los mejores bateristas de la ciudad, contiene sus orígenes de río revuelto, de ese deslizar los golpes como una barcaza al Paraná, dejándose llevar pero conteniendo las variaciones que son imprevistas en el surco de agua.
De allí se anclan con la tierra. Generando una base precisa y sustentable, de armonías conocidas y sanguíneas sobre las que puede volar tranquilo el melancólico bandoneón. Pero el ancla es lo suficientemente grande como para añadir ingredientes propios de latitudes a priori más lejanas, y sin embargo tan propias cuando se las recoge con honestidad.
Y de todo eso sale algo.
Y suena. Alegra un poco, parpadea bailes, junta caricias... y llena. Llena con casi nada: luz, rocío, algo, que hace que los domingos valgan la pena. Aunque hoy sea martes. Aunque no sienta el alma.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Que antes que cuente diez, dormirá



Para mi hermano Luis,
mi único héroe en este lío.











Toda memoria es ficticia, es un relato que va más allá de la cosa en sí, es siempre una construcción imperfecta. Me ha pasado de remontarme a hechos que no sabía si los había soñado o vivido realmente. O de apropiarme de anécdotas ajenas al punto de sentirme un testigo presencial de las mismas. O la memoria familiar, las historias contadas de manera diferente por hermanos que han vivido la "misma cosa". Y de todas maneras, esta naturaleza ficticia (no necesariamente mentirosa) acaso no sea un rasgo negativo de la memoria.
Tal vez lo importante sea el relato, la costrucción sobre lo intangible. Tal vez no seamos mucho más que eso. Y la búsqueda en la fidelidad del recuerdo, una desviación.
Ese domingo de fines de octubre me pasaron a buscar por el departamento de la calle Colón donde vivía Marcela, en un edificio que queda a la vuelta del que tiene el cartel de Havanna, ese que se vino abajo en una tormenta memorable. Preso de una excitación increíble subí a la caja de la F-100 beige donde ya estaban Lunita, el Gordo, Manino y el Pana, el único que no conocía, un corpulento rubio que vivía el viaje como si estuviera en una montaña rusa, era el más simpáticamente desaforado de todos. Creo que ahora está en Chile. Yo subí con Luis, que cuando me juntó a sus amigos intuí que sentía una mezcla de orgullo y vergüenza: lo segundo por tener que hacerse cargo del hermano menor y lo primero por iniciarme en uno de sus ritos más importantes.
Manino se bajó antes y preguntó dónde iban a estar. El Gordo le dijo que en el mismo lugar que el día anterior, a la derecha del escenario, justo frente al teclado. La respuesta de Manino fue que esperaba que no cambiaran el teclado de lugar. Le dio una palmada a la camioneta, como si fuera un caballo y arrancamos. Ignoro quién manejaba. Y quiénes iban de acompañante.
Cuando llegamos al predio donde está el polideportivo, me invadió una electricidad pariente del miedo, de lo nuevo que era todo eso en mi cuerpo de adolescente pueblerino. Al mismo tiempo, me sorprendió la sensación de pertenencia a ese extraño colectivo que iba y venía por entre los vallados. La cola para entrar al recital era bastante tranquila, todavía era de día, aunque ya no entraban rayos de sol por entre los árboles que custodiaban el complejo.
Mientras algunos iban y venían, comenzaron a surgir los cantitos, esa costumbre de alentarse, de afirmar la pertenencia de las bandas y la banda. Había uno que era una especie de amenaza o promesa: "ya copamos Mar del Plata, ya copamos Santa fe, no nos rompan las pelotas, que copamos River Plate.." Por ese entonces, se amuchaba sólo una décima parte de la cantidad que hizo en el monumental el pogo más grande del mundo. Entretanto, Lunita daba consejos: no te guardes la entrada en el bolsillo de atrás, que te la pueden arrebatar o la podés perder sin que te des cuenta.
Fueron pasando los minutos, empezamos a avanzar de a poco. Cuando llegamos a la entrada, tuve que separarme del grupo, era el único que tenía platea y todos los demás tenían campo. Asi que fui caminando solo por el pasillo, hasta entrar a la tribuna de frente al escenario. Me embargó un leve temblor cuando vi  la batería negra y cromada de Sidotti enclavada en el medio, custodiada por un par de micrófonos y el teclado a un costado (pensé que era el mismo lugar que había mencionado Manino y sonrei para adentro, cómplice con nadie). Sin dejar de mirar el recuadro donde en las horas siguientes se iba a dar el milagro de mi primera "misa", fui hacia la izquierda, hasta quedar a unos diez metros del escenario, a la altura de la cuarta grada.
Cuando el grupo de Luis me ubico, Lunita se acercó a decirme que si quería podía bajar por entre las banderas y saltar al campo. Preferí quedarme donde estaba y no perderme detalle. Desde ahí vi entrar a la hinchada de Chacarita, que dio la vuelta olímpica bajo un enorme trapo rojo, negro y blanco para terminar contagiando a la masa que era la más loca que había y se movía para acá, se movía para allá...
Los cantos subían desde el campo y contagiaban a todo el mundo. Los aprendí enseguida, incluso aquellos que requerían de una mínima coreografía, como el valcesito para el que se levantaban los brazos y se agitaban acompasados de un lado a otro por encima de la cabeza; o la bandera que diga Che Guevara o el que vamos copando los pueblos de Argentina.
De pronto se apagaron las luces y entre las sombras vi primero como el público se agolpaba hacia el escenario y como los cinco tipitos que salían de bambalinas arrancaban con el riff rabioso de El pibe de los astilleros. Me partió la cabeza. El cum cum del bombo me dio en el centro del pecho y se me hincharon las venas de la garganta con los primeros coros y luego la canción, el torbellino que aún suena en la radio, una de las primeras que me aprendí de memoria.
De ahí en más todo fue un magma de placer, un desgañitarse a rabiar y saltar hasta que los gemelos se me endurecieron y ya no importaba. Pasaban las canciones, las viejas, la increíble El infierno está encantador esta noche, y también las nuevas, las entonces recientes, algunas que tenían marcha de himno, como Juguetes perdidos, donde de la nada aparecieron entre el público banderas rojas y banderas negras, que quedaron ondeando en nuestros corazones. Corazones cautivos que en esa época encaraban cada encuentro ricotero con la certeza de encontrarse entre los escombros de un país que iba cayendo sistematicamente al abismo. Y en esas fechas, cada recital en los diferentes puntos del país, lugares que tal vez eran lo opuesto de la opulencia capitalina, que algunos tuvieran esos momentos de marginada felicidad comenzó a ser peligroso.
No podía creer el magnetismo que tenían esos tipos arriba del escenario, los movimientos tan rockeros de Skay, los bailecitos del Indio, Semilla con la pierna apoyada en la tarima de la batería de Walter, como sosteniendo el ritmo sobre el que volaba también el saxo de Dawi.
Pasaron los bises, pasó Ji ji ji, se terminó todo. Me encontré con el grupo de mi hermano con una felicidad indecible, con la furia de los sonidos recien apagados retumbando en las sienes, sintiendo que las pequeñas venas podían estallar en cualquier momento y hubiese estado bien.
Fuimos a tomar algo a un bar, al mismo bar donde en un viaje anterior a Mar del Plata se habían encontrado a la negra Poli, que le regaló un paquete de pastillas al Gordo. Sentados en una mesa afuera, debieron ser mis primeros sorbos de cerveza y asistía en silencio a esa otra parte de la ceremonia, la puesta en común de las sensaciones que se estaban asentando en el cuerpo y pasaban a ser, como esto ahora, un relato, una ficción, de la cual Lunita dio el título perfecto: ¿y? ¿qué tal? ¿les gustó mi cumpleaños? Risas. Todo parecía posible.
Al otro día me volví al pueblo, mi hermano se quedó unos días más en la feliz. Después pasaron otros recitales, con corridas, con borracheras descomunales y hasta durmiendo en las calles de Montevideo.
Aún conservo los vinilos que tenía Luis y cada tanto los escucho, entre ese ruido de fritanga que marcó mi educación musical básica. Luis dice que se terminaron en Luzbelito, que ese fue el verdadero último disco. Fabian Casas los liquida mucho antes, con la aparición del Bang bang, con la aparición de las bandas. Supongo que cada uno tiene su propio final, su propia historia, eso que importa más que la cosa en sí. Y la cosa en sí, lo objetivable, nos dice que un 4 de agosto, pero diez años atrás, tocaron en vivo por última vez, en Córdoba, mientras alrededor nos íbamos acomodando la jeta y los brazos para amortiguar la caída contra el fondo negro del pozo. Y ya no es rock. Es pura suerte.

lunes, 1 de agosto de 2011

Balada de la luz oblicua

De tu ventana hasta aquel jueves santo
¿cuánto queda?
aquel milagro de carretera
con el pulgar paralelo a la sonrisa
y tú temblándome en el costado.

EDUARDO DARNAUCHANS

Como siempre que se cambian los papeles
voy a quedarme dormido en tu cintura.

ANDRÉS CALAMARO



            ¿Qué quiero decir con esto?, intentó orientar la charla Paula.
            Estar dispuesto a dejar abiertos los grifos de la percepción puede generar, en momentos como en el que teníamos la charla con ella, una serie de revelaciones importantes o, al menos, disparar un abanico nuevo de construcciones de sentido. El recurso retórico tendido ante mis oídos logró revelarme un costado de improvisación, de factor espejo en el cual quien está discursando se mira a sí mismo y considera válido para su alocución preguntarse hacia dónde se está dirigiendo, menos por conseguir un camino claro que por no dejar lugar a la réplica, por seguir acaparando el terreno de las palabras, que iban y venían bajo la oblicua luz del parque.
            Estábamos sentados en el parque cerrado del Saavedra, junto a un grupo de chilenos que fumaban y tocaban la guitarra cerca del alambrado perimetral. 
            A ver: la conversación iba de que Paula intentaba correrme por izquierda, de pavonear su absoluto convencimiento de un determinado punto de vista, mucho más filantrópico que el mío, por supuesto, para lograr convertirme, ponerme de su lado, como si hiciera falta, como si no supiera que estoy de su lado, como si ignorara que para estar a su lado tengo que estar de su lado, junto a ella, quien logra robar toda mi atención en la mayoría de sus gestos, especialmente en esa serie de gestos distraídos, que se le escapan y la hacen más poseedora de ternura: quitarse momentáneamente de encima un mechón que cae sobre su frente y llevarlo sobre la oreja con mano cambiada o tocarse el lóbulo de la oreja izquierda, como tanteando si aún permanece en su sitio el aro que lleva colgando,  a lo que en este momento se agrega esa frase disparada también contra ella misma, ¿qué quiero decir con esto?, escuché y me hizo ver su duda, su búsqueda de una construcción sólida ante mi intimidad. Porque aunque hayan pasado dos años desde el momento en que empezamos a salir, desde que nos vinculamos, la puesta en común de un refugio, de un cruce de intimidades tiene la capacidad de imprimirse en el cuerpo del otro, aún y sobretodo con los silencios, en los silencios, en la discreción de aquello que vemos pero no podemos poner frente a nuestro ser amado, un poco por pudor y otro poco por convertirse en un as bajo la manga, como este que me servía la mano ahora, al escuchar esas cinco palabras combinadas con la mirada hacia el costado, hacia el guitarrista chileno que juntaba adeptos en la cantarola, y que se traducía, desde mi percepción, en un reclamo de amor y, al mismo tiempo, en la dialéctica negación a reconocer que es eso lo que necesita: que le diga que es probable que tenga razón, que la abrace y la acompañe. Que me ponga de su lado. No va a ponerlo nunca en esos términos, porque es una mujer independiente, porque hacer una cosa así sería una muestra de debilidad de género y no está dispuesta, porque no es una mujer débil.
            Paula es fotógrafa. Ella no lo admite, dice que es una empleada pública que saca fotos en sus ratos libres. ¿Qué quiero decir con esto? Que no cree en lo que genera, en lo que es, sino que lo reduce a un hobby, intentando negar lo que deja ver hacia los demás y le impide dar el paso que quiere (debe) dar desde hace tiempo. La conocí cuando yo vivía con un amigo, Alejandro, que estudiaba cine, carrera en la que Paula incursionó tres años, hace uno ya. En una fiesta de cumpleaños de Alejandro discutimos por  la foto de un póster del Che Guevara –en verdad es un anti afiche, la foto del famoso anti afiche de Jacoby- puesta en una pared de mi casa, un cuadro que a ella le impactó al punto de preguntarse si la intención de colgar eso era progre o reaccionaria, duda que le impedía sacar conclusiones acerca del pensamiento de quién cuelga ese afiche hoy, esa expresión sesentista puesta a dialogar con Mc' Guevara o Che Donald's, canción que inmediatamente se sumó al debate frente a la pared, a su temor acerca de un bajo nivel de progresismo de estos mensajes, y ser presa de una serie de contradicciones un poco incómodas.
            Debo decir que ella no me atrajo de entrada. Porque si el afiche genera dudas acerca del pensamiento de quién lo expone, el hecho de preguntar e intentar comprobar la validez progre de tal gesto es también un disparador de preguntas, de un terreno impreciso sobre el cual se puede librar una batalla dialógica inesperada, por estar compartiendo el espacio con una persona desconocida. Y esa noche no tenía ganas de confeccionar un carnet de PPC (Pensamiento Políticamente Correcto), por lo que no me deslumbró al principio, cuando era un posible foco de conflicto y de resaca amarga al día siguiente.
            Pero en determinado momento le presté atención. Fue algo, la insinuación de una inesperada fragilidad, lo que me conmovió. Santiago dice que el amor es una cuestión de coordinación (sic) y algo así sucedió esa noche, hubo una serie de coordenadas que coincidieron (desde la decisión de colgar un afiche en una pared hasta elegir una carrera donde se conocen compañeros a los que se va a visitar en los cumpleaños y, last but not least, que ambos estuviéramos solos, sin compartir nuestra intimidad con nadie) y comenzamos a salir.
            Por ese entonces ella estaba empezando con la fotografía. Un domingo fuimos a sacar fotos a la Isla Paulino. Fuimos quiere decir que la acompañé a sacar fotos, yo iba sin cámara, nunca tuve buen ojo para esas cosas y la acompañé para que no fuera sola, para ir con ella; por esos tiempos no se preguntaba si estaba de su lado, era claro que sí, que de a poco me iba poniendo de su lado, que compartíamos esos instantes y lo que ella capturaba con el lente, como una foto que recuerdo con especial cariño, en la que me tomó desprevenido mirando hacia el horizonte, -cosa que la hizo creer que me hallaba inmerso en una serie de cavilaciones importantes, cuando en realidad intentaba decidir para dónde quedaba Colonia del Sacramento y si en ese momento habría un uruguayo buscando con la mirada la costa argentina- con los flecos del gorro coya al viento y las manos en los bolsillos de la campera azul y roja. Realmente, no porque yo la protagonice, lo digo desde la mayor objetividad posible, es una imagen muy bonita. Tanto que después de un tiempo, al verla, no pude evitar preguntarme en qué estaría pensando, qué situación mental me tenía tan absorto, aún sabiendo que esas cosas, mirar la pampa líquida que se extendía ante mis pies, pararme en la orilla, siempre me sedujeron, no necesitaba justificar el hecho de estar parado, descalzo –los pies casi transparentes, hacía frío para playa-,  frente a las olitas que cada tanto arrastraban hojas o ramas o botellas de plástico o todas esas cosas juntas.
            Y así fue que comencé a insistirle en que tenía que hacer algo con esas fotos, mostrarlas, abrir un blog, venderlas, darlas a conocer. Meterle para adelante (ir al bife, diría Chuletón). Tímidamente aceptaba mis recomendaciones, menos para llevarlas a cabo que para seguirme la corriente y hacerme callar. Le molestaba si yo ofrecía su arte al mundo, es decir, si después de algunas sobremesas con amigos, míos o suyos, yo me ponía al frente de lo que ella era incapaz de hacer, imponerse a la realidad de que sus fotografías merecían ser vistas por otros ojos, más o menos expertos, pero igualmente curiosos, algo que a mí se me daba con total naturalidad, esto es, con el tiempo aprendí a diseñar una estrategia de muestra, mientras alguno lavaba los platos o conversábamos de cualquier cosa, dejaba caer algún bocadillo o esperaba la oportunidad para llevar la conversación a lugares tales como: “ella hizo una foto que expresa esto de lo que estamos hablando”, cosas así, ignorando sus primeras impresiones de falso fastidio, actitud que conocía de sobra por haberla padecido cuando mi madre le decía a todas sus amigas que había sacado buenas notas, ese fastidio, esa sensación de quemarse y morirse un poco de vergüenza, pero que en verdad es una posibilidad de saltar la cerca de la invisibilidad hacia el buen sitio, hacia el lugar donde ella guardaba las fotos que yo tenía aprendidas de memoria y que no tardaba en mostrar a los presentes, quienes, a veces, superaban incluso mi propio entusiasmo y la alentaban a que sacara esas imágenes a la luz.
            Y fue la luz lo que me terminó dando la razón.
            Es una pena que Paula no lo sepa, porque ya no estamos juntos, sí, es una pena también que no estemos juntos, pero en parte creo que esa fue la orientación que encontró en esa bendita frase de la tarde del parque, esa fracción de discurso que me llamó tanto la atención, esa mirada retraída hacia las palabras que buscaba, como un vuelto de almacén cuando no alcanzan las monedas y hay que elegir caramelos, señalar y preguntar cuánto sale cada uno para dar con el importe exacto, mientras los clientes que vienen detrás se ponen nerviosos y cambian de postura exagerando el movimiento de cadera, refunfuñando, haciendo malabares para que no se caigan los paquetes apretados contra  el pecho, si era cuestión de entrar y salir, no hacía falta agarrar un canasto, pero siempre se suma algo que no fue tenido en cuenta y para peor, el de adelante no se decide a elegir su vuelto, hasta que por fin, encuentra la cifra exacta y la golosina adquirida sin entusiasmo, casi por descarte, se convierte luego en un perfecto bocadillo de sobremesa, un mimo que nos eligió a nosotros para acompañarnos y para que en próximas visitas almaceneras no haga falta esperar las monedas del vuelto, sino señalar con el mentón y llevar a casa el nuevo tesoro en el bolsillo.
            Pero a veces no alcanza con esto, con la retribución inesperada que se vuelve parte de uno mismo, o mejor dicho, con eso que uno encuentra cuando ya no busca nada. Porque ahora que encuentro o, al menos, vislumbro el sentido de la mentada pregunta Paulista, ya no sirve para nada, ya es apenas un esbozo de lo que fue esa hendidura discursiva, ese intersticio clave para vislumbrar su fragilidad. Porque Paula era una mujer frágil. La particularidad de lo frágil es su dureza, esa complexión molecular que no permite dobleces ni torsiones, sino que ante el impacto en algún punto de su superficie (y a menor superficie de contacto, mayor posibilidad de ruptura) esa entereza se resquebraja y cede a convertirse en mil pedazos.
            Entonces esa grieta fue lo que marcó a Paula en ese momento y fue determinante en que no hubiera vuelta atrás en su ruptura, el inicio de un proceso vertiginoso, como patinar sobre una fina capa de hielo, donde lo único que puede hacerse para no caer al agua es aumentar la velocidad. Claro que en ese momento sólo fue la sombra de la duda y no la certeza del final, de la caída de nuestro tiempo común, eso que tanto nos habíamos encantado en afirmar, mirarnos como compañeros de viaje, ir juntos por el mundo, como pares, tomados de la mano entre el gentío para no perdernos y sabernos protegidos, a salvo de las inclemencias estruendosas del inhóspito exterior, de la otredad que se mentaba de amenazar nuestro amor.
            Por eso ahora que su estela brilla en otras latitudes, mezclada entre tonadas extranjeras y la obra de Gaudí, cuando pasé otro domingo cualquiera por una calle cercana al parque Saavedra, más precisamente por 67, con el parque de espaldas y los ramalazos de su voz llegándome desde un tiempo cercano e inalcanzable, me bastó para ver una viejita mirando por la ventana, tras una cortina de gasa, para entender el efecto de la luz oblicua de domingo, de la perdurable pregunta bisagra y de mis nuevos pasos en el terreno de la soledad.
            Esa figura espectral, atrapada, enmarcada en la ventana, con las manos sosteniendo un rosario de madera a la altura del pecho y la mirada hacia la calle semidesierta no sólo parecía una foto de Paula, sino que era la muestra más cabal de cuánto me había apropiado de su enfoque, de su mirada a la vez tierna y cruda de las cosas, y de cuánto había perdido al no poder comentarla, al reparar en el vacío que había a mi costado y que sólo se rompía por el eco de mis pasos sobre las baldosas flojas. Y así fue, en esa construcción epifánica, en esa letanía imperfecta que llamaba a quebrar mi noción de la realidad, donde pude apreciar el crujido final de cada una de esas capas finísimas cimentadas entre sus manos suaves y su mirada que se convertía, a partir de ahora, en la guía del relato de los días por venir, en la contracción de toda distancia que nos hiciera parecer tan distintos y sin embargo, éramos la misma indefinible y errática cosa.