viernes, 2 de marzo de 2012

Meridiano era una fiesta


Caen los últimos rayos de febrero y la delicada cuchilla del domingo, ese no-día, esa grieta desbocada entre el sábado y el lunes comienza a ocupar el horizonte, plegada a eso que el amigo Omar Crespo llama "me escribo encima".
Entonces, es domingo de tarde y me escribo encima.
La moza de Ocampos me mira con tierno fastidio cuando le pido una lapicera y una hoja. Otro más que viene a jugar a Hemingway, piensa mientras seca algunas copas.
Es que la vieja esquina invita, como si hubiese una cabina telefónica invisible a la que llaman los fantasmas.
Así que decido atender.
Y jugar a Hemingway. Mientras el semi círculo del cordón de la vereda es vestido por las camareras con las mejores copas y cubiertos posibles sobre las curtidas mesas, en la cocina leva y crepita, humeante, acaso el mejor tostado de la ciudad.
El sol no deja de ser una caricia oblicua como el otoño, como ese tendal de medias, hojas secas y buzos livianos que viene a cerrar un ciclo más y a buscar pañuelitos en el bolso.
Desde adentro, una canción dulzona de Manu Chao flota leve, como si la grabación quisiera salir y fundirse con el terrenal ronroneo de los autos que pasan adormilados por los adoquines de 71.
Mientras tanto, en una de las mesas, el viento se empecina en hacer bailar las servilletas y llevarse las migas que escapan a mis dentelladas y huyen hacia las baldosas y los picos de los gorriones.
El sandwich consiste en dos rodajas de pan de campo, envueltas en una corteza del color del tabaco, -del color de la piel de esa chica que pasa con todo el verano encima y un pañuelo de colores sosteniendole el pelo- sobre la que desborda, implacable, una cantidad imprecisa pero abundante de queso y jamón cocido, lava detenida ante el dique de losa blanca que ha sobrevivido a tantos viajeros.
A mis espaldas, empieza a armarse el rompecabezas dominical del barrio, con campeones en resaca que llevan los tambores flotando hacia el llamado del fuego -ese que crece en 12 y 71-, el parche ahora soso y palpitante, voraz, de su dosis de sangre semanal, recortado en viaje sobre el mural del Galpón de la Grieta.
Una grieta como el roce con el tiempo que tiene el último mordisco. Una fracción de corteza con la forma de alguna provincia, de algún país, quién sabe, pero seguramente tallada, minuciosamente, por la Orden de los Cartógrafos Ciegos.
Entonces, sólo queda cerrar los ojos y morder, sentir el tenue esparcimiento de las migas dentro de la jaula de dientes y dejar poco a poco surgir ese sabor sepia y tibio que empalma con los ladrillos de barro que han visto pasar a todas las esquinas que yacen bajo esta en la que estoy jugando y el sol se rinde tras la escuela y se recambian los comensales y, ahora sí, después de la propina pertinente, buenas tardes, buen provecho. Game over.