viernes, 24 de junio de 2011

Crudo como el amor

Breve crónica de Reíte de mi, Fernando Sanjiao, Malena Guinzburg y Pablo Fábregas en Ciudad Vieja, 23/06/2011

A lo Kramer. Así apareció Sanjiao en el escenario. Subió al tablado de cuatro metros por dos, caminó hacia el micrófono y desapareció: fue a dar a un costado, cerca de una de las puertas del bar, -junto a una parejita apoyada en la pared  que procuraba que se note que están juntos, pero no pegoteados- y al toque Fer se levantó de un saltito, con cara de “lo hago siempre, es parte del show, bienvenidos”. Aplausos. Una parte del monólogo se le hizo realidad. It’s only rock and roll, eh, puto.
Porque los tipos tienen rock. Los tres. Los dos tipos y la tipa. Hace poco vi en la tele a uno de esos pelotudos que abundan, decirle a Dalia Gutman que hacer stand up es fácil. Que lo hace cualquiera. Sí, claro. Pero hacerlo bien es otra cosa. Para hacerlo bien hay que tener, por ejemplo, el pulso punk que tiene Fábregas, para apoyarse contra el pie de micrófono y plantarse ahí, de frente y de costado –la capacidad del bar estaba al límite- a un montón de personas que mastican y toman cerveza como diciendo “a ver flaquito, divertime, haceme quedar bien con mi novia, es la primera vez que la traigo acá un jueves”, y el flaco está parado ahí, sin más armas que un buen texto, una camisa acorde y los Pistols en las venas.
O la dulce y melancólica voz de Malena, que se gana el primer aplauso por enfrentar ser “la hija de” y entonces emerge instantáneamente en la gente esa falsa empatía, ese asqueroso sentimiento de pequeño burgués sensiblero que se siente un poco culpable porque conoce la desgracia, la pérdida que sufrió la persona que tiene enfrente, una pérdida de diferente calibre que la pérdida social de un gran artista, entonces ella se quita ese lastre de encima y cuando te querés acordar te está acribillando a puteadas, con dulzura, claro, siempre, con los acentos justos, con la piel entera puesta a vibrar bajo las luces. Cruda como el amor. Irresistible.
En Ciudad Vieja no hay camarines. Camino al baño, pasando al costado del escenario hay una especie de reservado donde paran los artistas. Cuando los vi antes del show, pensé: qué bueno que estén de gira haciendo stand up, a lo Seinfeld, fuera del refugio local, probando el cuerpo en otras (cercanas, sí, pero diferentes) latitudes. Y también me dio la sensación de que eran buenos tipos. Parecen buenos tipos, me dije. Cuando los vi después del show, sí que eran buenos tipos, saludando a todos, amables, aún Fernando que cada tanto se frotaba las manos para aliviar el dolor del porrazo que se dio antes de poder decir buenas noches, aplaudan, pasen y vean, pasemos un buen momento.

jueves, 23 de junio de 2011

Manual de instrucciones para un elefante a cuerda

Soltó el pañuelo blanco de su mano cuando el tren era un temblequeo que se volvía quietud, cuando quedaba una estela tenue de esa mole de hierro que se perdía en perspectiva y las barreras comenzaban a levantarse. El pañuelo cayó al piso, hacia el sueño de los durmientes hollinados y en esa caída lo dejó ir, como en las películas, pensó, mirando como el viento se lo apropiaba al ras del suelo, pidiendo permiso, entre los rieles que comenzaban a entibiarse.
Antes de salir de la estación compró un paquete de pastillas de menta en el kiosco. Leyó alguno titulares de los diarios y rompió a pasos rápidos la caída en letras de molde. Llevaba un gorro de lana de varios colores que Martín le había comprado en La Paloma, cosa que le hacía pensar que sobre su cabeza llevaba un arco iris, que había pasado la tormenta. 
Pero afuera recién comenzaba a llover.
Se subió las solapas del piloto de color uva y calculó el tiempo que le darían los semáforos para cruzar hasta la farmacia. Llegó a la otra vereda a los saltos, tan Julie Andrews, como le gustaba que le dijera Martín, cuando pasaba a buscarlo a la salida de la redacción, especialmente los días de lluvia, mojada y feliz sonriendo entre una telaraña de gotas que le ardían en la cara, caminando las seis cuadras a los saltos, mientras Martín sonreía desde el lado de la pared, a pasos lentos y pesados, menos por el cansacio del trajín diario que por volver más elástico ese momento, Sofía saltando entre los charcos, cantando algo inentendible, despreocupada y feliz. Esos días, los días de lluvia que lo acompañaba desde la redacción, repetían otra ceremonia, una vez en el departamento, con el desparramo de zapatos embarrados y ropa mojada (ella), Martín ponía la pava en la hornalla, aún antes de sacarse siquiera las medias empapadas, peligro de resfrío, no sea que Sofía aparezca en pijama, secándose el pelo con la cabeza ladeada y no encuentre su té rojo con vainilla.
Sin embargo, esta vez, el cruce de los charcos, el enfrentamiento a la vidriera de la farmacia y el resguardo del toldo, le dejaron en la boca una mueca amarga. Aquello que suele hacerse por placer, por el sólo hecho de contar con alguien y compartirlo, cuando se hace en soledad, no puede traer más que vacío, que el hecho cierto de que el placer secreto y obnubilado, como el que sentía en la belleza libre de los movimientos al bailar bajo la lluvía, no era tal si no estaba Martín detrás asintiendo en silencio.
Por eso caminó lento hasta la parada de taxis, sin importarle los transeuntes con paragüas que copan el lado de la pared cuando aquellos que andan pelados, por así decirlo, sólo encuentran un fugaz resguardo orillando los muros, resguardo ineficaz que se pierde ante cualquier cambio de viento o de la arquitectura ciudadana, por lo que los tipos que andaban cubiertos y no atinaban a moverse hacia el cordón les rompían soberanamente las pelotas a Martín y ella lo contradecía por puro gusto.
Una vez en el coche, dio la dirección de su casa. Pagó con cambio, bajó y subió de un salto los tres escalones hasta el porche. Franqueó la puerta hacia el hall y al ver que no había ascensores en la planta baja decidió subir los cuatro pisos corriendo, enajenada, cada vez más rápido, los escalones en dos, en tres, en dos, sintió cómo la sangre le latía con fuerza en las sienes, como una cuerda de candombe atrapada en su gorro uruguayo, sintió el sudor que comenzaba a brotarle por todo el cuerpo, que aceleraba los latidos a un ritmo insostenible.
Cuando llegó a la puerta, no intentó reponerse, sino encastrar la llave en la cerradura y meterse adentro rápido, tirar la ropa por cada lugar donde fuera pasando y llegar hasta la bata de pólar azul que iba a recuperar su tersa piel desnuda y solitaria. No hay nada mejor que casa, pensó Sofía. Pero no hacía falta hacer té para tres. Apenas bastaba con la taza que dormía boca abajo en el borde de la pileta, aquella que tenía su nombre envuelto en flores.

miércoles, 15 de junio de 2011

El traje gris

Para mi viejo, Lalo,
 que hubiera cumplido 69 años.
Como Paul Mc Cartney y Gilberto Gil.


Algunos años después entendí cuánto le dolió no haber podido comprarme mi primer traje. El padre de un compañero de egreso tenía dos viejos ambos para reciclar y me ofreció uno a mí, haciéndose cargo incluso del sastre; algo que mi viejo agradeció en silencio, con ese estoicismo que supo ganar para bancar las difíciles, porque en silencio no quiere decir sin palabras, no hablo de la mera convencionalidad de dar, de decir las gracias, cosa que sí hizo, sino que ese silencio suyo era más bien ausencia de estridencia, de desenfoque de su humildad.
Porque creo que esos dos adjetivos describn perfecto a mi viejo: estoico y humilde. Quizá el segundo lleve al primero o al revés. Y digo que fue importante para él lo del traje, porque la vez que me vio en el egreso, desde su punto de vista sólo era un chico que había perdido a su madre, vestido de manera elagante; pero cuando me vio de traje en La Plata, para él ya era un hombre, que trabajaba en un banco y se mantenía solo.
Y ese traje marcó la diferencia, ya que en esa estampa podía ver algo de triunfo sobre lo que él no había sido, y entonces de alguna manera también a mí me agradeció en silencio, sólo que esta vez ni siquiera lo puso en palabras, como tantas otras cosas, como aquel momento en que empecé a publicar en un suplemento del pueblo y le llegaban comentarios de cuánto gustaba lo que escribía su hijo, algo que dijo al pasar, como un desliz, un descarrilamiento leve envuelto en un manto de picardía, la misma picardía con la que me contó -en la cama del hospital San Juan de Dios donde le hacían unos estudios mientras Ginóbili convertía a contrarreloj en Atenas frente a Serbia- que alguna vez había flirteado con una pelirroja en uno de aquellos pueblos adonde iba a pintar de joven.
Yo era un joven ahora, que flirteaba con la idea de lo inevitable, desde el llamado telefónico de mi hermana en un horario inusual -el teléfono es un animal peligroso cuando se lo domestica, cuando conocemos perfectamente sus mañas, cuando sabemos quién va a llamar a qué hora, cosa que hace que si el animalito se inquieta por una llamada inesperada, la primera conexión posible es la de que sean malas noticias, nada bueno puede aparecer de ese aparato del demonio- y viajé de inmediato al hospital donde lo habían internado, donde encontré un gran pez, disminuído de una aleta e infectado el resto del cuerpo, preparándose para nadar de noche.
Y fue esa noche cuando tuve que hacer a un lado a Rímini y Sofía, compañeros de vigilia, para tragarme sus últimas fracciones, en esos vanos movimientos basculares que pugnan por detener el reloj de arena, y a la vez se comprende que es inútil; nadie está preparado para algo así, la respuesta a todo, la nada y el eclipse de los sentidos, incapaces de captar o, mejor dicho, de entender lo que brotaba a borbotones de sus ojos que se iban, dos agujeros negros donde se desvanecía la vida y sin embargo una llamita ponderaba por quedarse, sabiendose vencida. Con estoicismo. Con humildad. Como un simple tipo vestido de traje. En silencio.