miércoles, 15 de junio de 2011

El traje gris

Para mi viejo, Lalo,
 que hubiera cumplido 69 años.
Como Paul Mc Cartney y Gilberto Gil.


Algunos años después entendí cuánto le dolió no haber podido comprarme mi primer traje. El padre de un compañero de egreso tenía dos viejos ambos para reciclar y me ofreció uno a mí, haciéndose cargo incluso del sastre; algo que mi viejo agradeció en silencio, con ese estoicismo que supo ganar para bancar las difíciles, porque en silencio no quiere decir sin palabras, no hablo de la mera convencionalidad de dar, de decir las gracias, cosa que sí hizo, sino que ese silencio suyo era más bien ausencia de estridencia, de desenfoque de su humildad.
Porque creo que esos dos adjetivos describn perfecto a mi viejo: estoico y humilde. Quizá el segundo lleve al primero o al revés. Y digo que fue importante para él lo del traje, porque la vez que me vio en el egreso, desde su punto de vista sólo era un chico que había perdido a su madre, vestido de manera elagante; pero cuando me vio de traje en La Plata, para él ya era un hombre, que trabajaba en un banco y se mantenía solo.
Y ese traje marcó la diferencia, ya que en esa estampa podía ver algo de triunfo sobre lo que él no había sido, y entonces de alguna manera también a mí me agradeció en silencio, sólo que esta vez ni siquiera lo puso en palabras, como tantas otras cosas, como aquel momento en que empecé a publicar en un suplemento del pueblo y le llegaban comentarios de cuánto gustaba lo que escribía su hijo, algo que dijo al pasar, como un desliz, un descarrilamiento leve envuelto en un manto de picardía, la misma picardía con la que me contó -en la cama del hospital San Juan de Dios donde le hacían unos estudios mientras Ginóbili convertía a contrarreloj en Atenas frente a Serbia- que alguna vez había flirteado con una pelirroja en uno de aquellos pueblos adonde iba a pintar de joven.
Yo era un joven ahora, que flirteaba con la idea de lo inevitable, desde el llamado telefónico de mi hermana en un horario inusual -el teléfono es un animal peligroso cuando se lo domestica, cuando conocemos perfectamente sus mañas, cuando sabemos quién va a llamar a qué hora, cosa que hace que si el animalito se inquieta por una llamada inesperada, la primera conexión posible es la de que sean malas noticias, nada bueno puede aparecer de ese aparato del demonio- y viajé de inmediato al hospital donde lo habían internado, donde encontré un gran pez, disminuído de una aleta e infectado el resto del cuerpo, preparándose para nadar de noche.
Y fue esa noche cuando tuve que hacer a un lado a Rímini y Sofía, compañeros de vigilia, para tragarme sus últimas fracciones, en esos vanos movimientos basculares que pugnan por detener el reloj de arena, y a la vez se comprende que es inútil; nadie está preparado para algo así, la respuesta a todo, la nada y el eclipse de los sentidos, incapaces de captar o, mejor dicho, de entender lo que brotaba a borbotones de sus ojos que se iban, dos agujeros negros donde se desvanecía la vida y sin embargo una llamita ponderaba por quedarse, sabiendose vencida. Con estoicismo. Con humildad. Como un simple tipo vestido de traje. En silencio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario