miércoles, 2 de marzo de 2011

Cinco minutos como vos quieras



                                                                                                 A Javier Maldonado






Dibujo: Nicolás Herrnandorena. 


            Cosas simples. Empecemos por ahí: no es la toma de la Bastilla. Tardecita de carnaval en el Meridiano V. Salgo con la bici a la calle, espero a Laura  -mi musa doméstica- en la vereda y mientras tanto repito como un mantra sus instrucciones para bailar: “derecha-izquierda-derecha-levanto-pateo. Derecha-izquierda-derecha-levanto-pateo”. Repito hasta volverla visible, diciendo que cuando dé el salto, con la mano opuesta a la pierna que se eleva tengo que hacer un gesto como de mandar al carajo por encima de la cabeza. Hace un tiempo odiaba el estilo de la murga argentina y los mimos. Mi peor pesadilla callejera era cruzarme con una murga de mimos. Con los mimos no hay tu tía: si veo alguno haciendo sus morisquetas me dan ganas de patearlo: hasta las estatuas vivientes tienen más dignidad. Con la murga, en cambio, me compré unas topper de lona para salir a bailar a los saltos. Para bailar como si no estuviera nadie mirando.
La que me mira es la chica de la panadería de al lado, apoyada en la puerta con los brazos cruzados, tapando gran parte del cartel de ABIERTO. Saluda con la cabeza y sonríe. En la carnicería de la esquina, el Tano sube el volumen de la radio para hacer oír a todos el gol que el relator estira hasta quedarse sin aire y confundirse con los ecos tribales de algunos que se asoman a las ventanas para compartir el aire de festejo, semejantes a relojes cucú que dan la hora señalada para el desahogo. De la agencia de quinielas (quinela, diría mi madre) un tipo gordo y de pelo hasta los hombros sale a los tumbos contra sí mismo, casi jadeante del apuro, blandiendo las boletas en una mano y una billetera ajada en la otra, con tal de ser partícipe de la novedad futbolera: ¿quién, quién, quién, quién lo hizo?
            Hay movimiento en el barrio. Los negocios engullen primero y escupen luego gente con bolsas de nylon y paso cansino. Algunas chicas que salen del gimnasio cosechan piropos con falsa timidez. Empiezan a llegar autos que ocupan toda la cuadra del Unión Vecinal –y algunas otras aledañas- para ver el partido de básquet de la primera. Cada partido, por las noches, ruge la manzana entera, el galpón como una bestia de chapa acanalada alimentándose por las astas enormes de los ventiladores que giran incesantes empotrados en las paredes.
            Derecha-izquierda-derecha-mensaje de Laura: se equivocó de jabón en el lavarropas; limpia el desastre que hizo la espuma y viene. Nada del otro mundo, nada que no haya pasado antes: sabe que me molesta esperar y se ha vuelto una especialista, una constructora de pequeñas ceremonias cotidianas de maldad, de esas ciertas cosas “sin querer”, cosas no obstante imbuidas de picardía, al punto de volverse necesarias y preciosas. Como los cambios en las letras de algunas canciones que suelo tocar en la guitarra. O convencerme de alquilar alguna película que a mi ni fu ni fa pero que ella se muere por ver y quedarse dormida a la mitad del film. Cosas así.         
Mientras espero me tomo cinco minutos. Me digo que tengo cinco minutos, cinco minutos como vos quieras, Zapa. Y canto en voz baja. Canto cosas simples en las cosas de allá, “bajo este sol irrompible que abre caminos para ver mejor”. Hoy me toca, che. Hoy exijo primaveras. Para andar correctamente.