martes, 20 de septiembre de 2011

Aullido 2.0

No hay nada mejor /
no hay nada mejor /
que casa.
Gustavo Cerati


Hogar es tu regazo en blanco y negro
en las primeras fotos de tu Nikon;
el tambor colorido de tu pollera de aguayo,
que sabe a sol,
a septiembre entre los dientes.

Aullemos, amor.
Quiero quebrar mis tímpanos desde adentro,
escuchar sonidos nuevos.
Desaprenderte.
Desprender del invierno en un abrazo.

Aullemos, amor.
Que se rompan las montañas a lo lejos,
que las olas se mueran de envidia
y borren las historias que no escribimos.

¡Aullemos, amor!

Exijo una mirada a estrenar cada semana,
una duda derrotada, un reloj roto
y el vidrio molido disuelto, ¡al fin!, sobre mi lengua.

(…)

Voy enhebrar tu nombre entre mis comisuras,
y sonreír desbocado, ciego,
mientras el miedo late adentro,
                                                  sangrado,
                                                                  salpicado
                                                                                  de las ganas de nombrarte.

Aullemos, amor:
el silencio de tu ausencia me resulta insoportable.

domingo, 18 de septiembre de 2011

La forma de los bordes


Es una de esas mañanas que no sabés muy bien qué ponerte si vas a pasar todo el día fuera de casa. El cielo es un capote discontinuo de algodón sucio y sopla una brisa fresca, sugerente de mangas largas, pero cuando algún rayo de sol se abre camino y te da de lleno, empezás a pensar que debiste haber salido de mangas cortas y así.
En la esquina de La Vía hay un tridente de monjas envueltas en túnicas blancas, con sus canosas cabezas cubiertas con esa especie de cofia negra que usan; un paño de pudor para sus raídas cabelleras, menos solteras que viudas de dios y de los placeres terrenos que resignaron por su amor al creador. Son viejitas que parecen perdidas en el trajín ciudadano, en corro privado de los demás mortales, como si buscaran instrucciones de itinerario en el empeine de sus zapatos gastados. Las tres llevan zapatos negros.
Mientras tanto, en algún lugar de la ciudad, Lisa camina con el peso del plomizo sol sobre sus hombros, lo que en su cara se traduce en una mueca de fastidio: labios de pato acompasados al entrecejo fruncido. En pocos minutos nos encontraremos, pero ninguno de los dos lo sabe.
Hace dos años que no veo a Lisa.
Voy hacia plaza San Martín y busco el banco de siempre, en la calle del medio, paralela a 7, entre la glorieta y el bronce central. Entonces, mientras cierro el libro trabando la hoja 53 con un dedo y busco los cigarrillos en el bolsillo de la camisa, aparece Lisa en mi campo visual, bordeando el monumento de San Martín-O’higgins, vestida con el ropaje prestado de un jacarandá florecido.
 Lisa fue, es, una mujer bisagra. Es una de esas chicas que te dejan sin aliento, rumiando clichés entre aburridos zapeos de madrugada, mientras afuera la luna sólo es una piedra que flota y los colectiveros manejan sin ganas y aceleran ante los semáforos en rojo dejando entre el túnel de plátanos macilentos, una estela nacarada que permanece como un fulgor inútil, destinado a desvanecerse en la espesa noche.
Insisto: Lisa te parte al medio. Tenía, tiene, algo especial en la mirada. Una invitación, menos a un lugar amigable que a un lugar desconocido, un misterio ancestral en sus ojos oscuros, un misterio que se abría, se abre en tus narices como una planta carnívora en ese gesto tan Julia Roberts al abrir grande los ojos –comparación que aceptaba con una mal disimulada modestia-: las fauces del ADN femenino queriendo llevarte a un lugar dónde sabés que no vas a poder pasar del umbral. Pero te deja caer alguna hebra de su misterio, como un panadero que se te cruza leve en la vereda, y ya no podés pensar en otra cosa.
Lisa fue, es, una mujer de mi edad. Sí, fue, es, una de esas esquivas chicas que en sexto grado gustaban de los de séptimo, mientras nosotros jugábamos a la pelota en el recreo y creíamos que se hacían las grandes, que histeriqueaban, que no sabían nada, y disimuladamente nos retorcíamos de celos y esperábamos por las de quinto.
Lisa es, no siempre fue, permacultura. Es capaz de hablarte una noche, luego de cenar unas papas de su huerta, de la teoría de los bordes. Te cuenta con ese aire ausente que donde se tocan los bordes entre dos sistemas se genera un espacio diferente, en el cual convergen las cualidades de ambos. Mientras te hace creer que tenés que ir a ver el ejemplo práctico en el diseño de su huerta -aún con el frío que hace afuera- yo me quedo pensando en ella y yo como un borde: por más espacio nuevo que fuera, todo borde es una marca de límites.
Lisa fue, es, entonces, el borde de mi capacidad de amar. Allí fue donde coincidieron mi desaforada vocación amatoria y su ternura errante. Entre espasmos de felicidad e inmortalidad cursi, desplegamos una entrega de intimidad, cuyo consumo de energía hace improbable la idea de encontrarla de nuevo. En la fertilidad de ese terreno común, creció la forma más real de algo tan abstracto: esos cuerpos enredados y dormidos que te revelaban el contorno del sueño de lo imposible.
Lisa cierra su teoría con un ¿entendés? que apenas percibo entre el humo azul de los cigarrillos. La veo llevarse el pucho a la boca, los codos apoyados en la mesa y el movimiento mecánico por la inercia de la mano que se acerca a su cara y le hace fruncir el ceño para combatir las volutas insistentes frente a ella, tocarse apenas los labios con los dedos: ese gesto tan suyo, tan continente de sensualidad delicada.
Lisa se distrae cuando corta la heladera y me pregunta qué pienso. Veo su desinteresada curiosidad y le digo que en nosotros, no en nosotros dos, no sólo en nosotros dos. En nosotros como generación de bordes, en todos los que nacimos en los primeros ochentas, cuando a las chicas se las bautizaba Malvina o Soledad; paridos en la sutura de los gritos de los centros clandestinos de detención y los gritos que recibieron a la selección campeona del mundo en México.     
            Lisa se entusiasma y cuando lo hace te habla chispeante. Dice que también crecimos entre los bordes de lo analógico y lo digital y que sabemos perfectamente de qué la van ambos mundos. Se sorprende de lo que está pensando, está contenta, sonríe, se sirve vino, no deja de hablar. Se acomoda en la silla y me mira como para abducirme, mientras dice que también crecimos en los bordes de la música, por ejemplo, fijate vos que cuando empezamos a escuchar música, quiero decir, cuando empezamos nosotros, ¿entendés?, bueno, cuando empezamos, eran los finales de los ochenta en la música, toda esa cosa de rock culturoso y que Los Redondos, Virus, etc. y luego vimos el surgimiento del rock del aguante, y esos cambios, bueno, que significaron mucho, pero no nos dejaron atrás, ni tampoco ahora, el after chabón, ¿no te parece?
Lo que me parece es que estamos en el borde de encontrarnos en la plaza, de casualidad, y eso es también un espacio nuevo. Después de dos años, una de las primeras cosas que pienso al verla es que ella se quedó con las temporadas de Seinfeld y casi no lo recordaba.
Lisa me ve, sonríe, se acerca. Me paro y Lisa me dice estás más alto. Cambié de postura, le contesto, y enseguida empiezo a reír como un tonto. Le explico que desde que leí equis novela quise decir eso, quise protagonizar ese diálogo en el que el “cambié de postura” tiene un valor adicional al mero hecho de pararse erguido. Se queda un poco sin saber qué decir o hacer, así que hago un vago gesto con la mano para hacer desaparecer ese momento enredadera.
Lisa dice que está de regreso. No, perdón. Dice que está de vuelta. Eso. Que le fue muy bien en Barcelona, que aprendió y conoció mucho, pero que ahora tiene ganas de quedarse acá. Al menos por un tiempo, para ver cómo se acomodan las cosas.
Lisa se queda en silencio, mira la tapa del libro que tiembla entre mis manos, El bife según Navarro, enarca las cejas, sonríe nerviosa: todas esas actividades inmanejables que suceden cuando se tocan los bordes de dos incomodidades. Sigo viaje, agrega. Me besa la mejilla y se va. Eso fue todo.
Me quedo mirando cómo se aleja, sin mirar atrás. Lisa no es de las que miran atrás. Sabe que estoy esperando que gire, que me deje un gesto distinto, que su nuca se vuelva sonrisa. Pero nada de esto sucede. Mastico su nombre para que se vuelva olvido, para podar las ramificaciones próximas, para no llamarla. Pero se vuelve arena: un sabor ocre, rasposo, pegado al paladar. Nadie tiene la culpa, pienso. Nada queda nunca demasiado de nadie y, a su vez, todo. A veces es preferible no agitar el avispero donde duermen los fantasmas.