jueves, 23 de junio de 2011

Manual de instrucciones para un elefante a cuerda

Soltó el pañuelo blanco de su mano cuando el tren era un temblequeo que se volvía quietud, cuando quedaba una estela tenue de esa mole de hierro que se perdía en perspectiva y las barreras comenzaban a levantarse. El pañuelo cayó al piso, hacia el sueño de los durmientes hollinados y en esa caída lo dejó ir, como en las películas, pensó, mirando como el viento se lo apropiaba al ras del suelo, pidiendo permiso, entre los rieles que comenzaban a entibiarse.
Antes de salir de la estación compró un paquete de pastillas de menta en el kiosco. Leyó alguno titulares de los diarios y rompió a pasos rápidos la caída en letras de molde. Llevaba un gorro de lana de varios colores que Martín le había comprado en La Paloma, cosa que le hacía pensar que sobre su cabeza llevaba un arco iris, que había pasado la tormenta. 
Pero afuera recién comenzaba a llover.
Se subió las solapas del piloto de color uva y calculó el tiempo que le darían los semáforos para cruzar hasta la farmacia. Llegó a la otra vereda a los saltos, tan Julie Andrews, como le gustaba que le dijera Martín, cuando pasaba a buscarlo a la salida de la redacción, especialmente los días de lluvia, mojada y feliz sonriendo entre una telaraña de gotas que le ardían en la cara, caminando las seis cuadras a los saltos, mientras Martín sonreía desde el lado de la pared, a pasos lentos y pesados, menos por el cansacio del trajín diario que por volver más elástico ese momento, Sofía saltando entre los charcos, cantando algo inentendible, despreocupada y feliz. Esos días, los días de lluvia que lo acompañaba desde la redacción, repetían otra ceremonia, una vez en el departamento, con el desparramo de zapatos embarrados y ropa mojada (ella), Martín ponía la pava en la hornalla, aún antes de sacarse siquiera las medias empapadas, peligro de resfrío, no sea que Sofía aparezca en pijama, secándose el pelo con la cabeza ladeada y no encuentre su té rojo con vainilla.
Sin embargo, esta vez, el cruce de los charcos, el enfrentamiento a la vidriera de la farmacia y el resguardo del toldo, le dejaron en la boca una mueca amarga. Aquello que suele hacerse por placer, por el sólo hecho de contar con alguien y compartirlo, cuando se hace en soledad, no puede traer más que vacío, que el hecho cierto de que el placer secreto y obnubilado, como el que sentía en la belleza libre de los movimientos al bailar bajo la lluvía, no era tal si no estaba Martín detrás asintiendo en silencio.
Por eso caminó lento hasta la parada de taxis, sin importarle los transeuntes con paragüas que copan el lado de la pared cuando aquellos que andan pelados, por así decirlo, sólo encuentran un fugaz resguardo orillando los muros, resguardo ineficaz que se pierde ante cualquier cambio de viento o de la arquitectura ciudadana, por lo que los tipos que andaban cubiertos y no atinaban a moverse hacia el cordón les rompían soberanamente las pelotas a Martín y ella lo contradecía por puro gusto.
Una vez en el coche, dio la dirección de su casa. Pagó con cambio, bajó y subió de un salto los tres escalones hasta el porche. Franqueó la puerta hacia el hall y al ver que no había ascensores en la planta baja decidió subir los cuatro pisos corriendo, enajenada, cada vez más rápido, los escalones en dos, en tres, en dos, sintió cómo la sangre le latía con fuerza en las sienes, como una cuerda de candombe atrapada en su gorro uruguayo, sintió el sudor que comenzaba a brotarle por todo el cuerpo, que aceleraba los latidos a un ritmo insostenible.
Cuando llegó a la puerta, no intentó reponerse, sino encastrar la llave en la cerradura y meterse adentro rápido, tirar la ropa por cada lugar donde fuera pasando y llegar hasta la bata de pólar azul que iba a recuperar su tersa piel desnuda y solitaria. No hay nada mejor que casa, pensó Sofía. Pero no hacía falta hacer té para tres. Apenas bastaba con la taza que dormía boca abajo en el borde de la pileta, aquella que tenía su nombre envuelto en flores.

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