lunes, 30 de agosto de 2010

De quijotes y gitanos

   En mi casa no había discos. Mi viejo escuchaba música de la radio. Creo que podría reconstruir su vida, su cuidada rutina a través de la radio, de lo que oía. A veces yo volvía a casa a eso de las siete de la tarde y lo encontraba sentado en la cabecera de la mesa, la sombra recortada en el vano de la puerta, en cueros si era verano, una especie de buda venido a menos con la noblex carina encendida a un costado.

   A esa hora escuchaba radio tres arroyos, un programa de folclore y de tango, mientras miraba por la ventana hacia la calle. Luego el noticiero. Recuerdo especialmente una frase del locutor cuando presentaba la sección de box: decía: “el mundo de las narices chatas”, con una incierta picardía y complicidad que a mi me causaba mucha gracia. Después cambiaba el dial a radio rivadavia, la oral deportiva. Entonces se levantaba y se ponía a cocinar.
   La cocina estaba a unos pocos metros detrás de su asiento de oyente. Cada tanto regresaba y se sentaba, mientras guisaba algo sencillo, a veces con poco, pero siempre eficaz. Fumaba particulares 30 y el mantel de hule tenía en un costado algunas quemaduras que probaban la ineficacia del cenicero, que ante la menor distracción dejaba caer el cigarrillo. Algunas de esas marcas pasaron a la mesa de madera, dejando lunares informes junto a las vetas y los nudos. Esa cabecera era la que usaba la abuela Tita para amasar. Cuando yo era más chico, a la hora de comer, el lugar era propiedad de mi tío Néstor.
   En las épocas en que teníamos cable, a la hora de cenar mirábamos el televisor. Comíamos en silencio, a veces algún comentario de algún partido o una noticia o lo que fuera que estuviéramos viendo. A esa altura de la noche ya se sumaba mi hermano, el loco, como le decía mi viejo cuando me hablaba a mí de él o nos referíamos entre nosotros. Para él, yo también era el loco. Si no había cable, entonces, el silencio. La radio era su ceremonia íntima, discreta y solitaria.
   Por las mañanas escuchaba también radio tres arroyos. Aunque la aguja del dial o la regla con la referencia de las frecuencias desaparecieran, creo que hubiera podido realizar de memoria el cambio de sintonía diaria de tres arroyos a ridavavia, sin ninguna otra referencia, como si en sus dedos estuviera condensado su espacio de éter. El resumen de la mañana incluía un micro sobre mi pueblo, que también escuchaba mi tía desde otra ciudad, dónde vivía desde antes que yo naciera o desde que yo recuerdo o desde siempre.
   Pienso que aunque no tuvieran interés en escuchar nada de lo que pasara, cada uno pensaba en el otro a 80 kilómetros de distancia y ese era el fin de escuchar las noticias, estar juntos, mientras la voz asordinada del locutor, como si transmitiera desde un refugio antiaéreo, les acercaba las últimas novedades. Los imagino unidos, pensando uy, mirá quién murió, seguro él/ella se acuerda. En la simultaneidad del aparato radiofónico los veo a ellos, viviendo también lo simultáneo de su tiempo juntos.
   Alguna vez, no recuerdo exactamente cómo ni cuándo, tal vez mientras mirábamos el festejo de su cumpleaños o alguna noticia sobre una internación reciente, mi viejo mencionó que la tía era fanática de Sandro. Dijo sólo eso y yo me sorprendí. Le pregunté acerca de ese gusto musical secreto para mí en ese entonces y me contestó que le gustaba de siempre. Siempre, en alguien como él, era una categoría más que absoluta, casi como si no hubiera otra posibilidad. Es fanática, reiteró con un gesto divertido.
   La realidad de mi conocimiento de la tía contrastaba con el fanatismo que veía por la tele de “las chicas”, ese colectivo fervoroso, inclaudicable y gritón que vivaba al ídolo para su cumpleaños o lloraba y rezaba en sus internaciones. Mi tía no entraba en ese esquema, pero fue la primera mirada cercana a “la música” que encontré en mi familia, excluyendo a mi hermano, que fue quien me hizo conocer algo de rocanrol.
   Alguna navidad, pasamos a saludarla. Estábamos todos algo borrachos y divertidos y recordé su fanatismo por Sandro. Para ese entonces ya había conocido a los Beatles y en alguna ocasión, de casualidad seguramente, escuché una versión de we can work in out en castellano, cantada por el gitano en su primera época. Esa noche, mientras los más chicos se mostraban entusiasmados los juguetes encontrados en el arbolito, insistí en escuchar esa canción.
   Encontré una colección de discos de Sandro, de varias épocas y por fin encontré ese tema. Nos dedicamos a bailar un poco, nos dejamos llevar por la ligereza que nos propuso el brindis y compartimos eso de que “nosotros podemos hacerlo”. Life is very short and there’s no time for fussing and fighting, my friend. Si, la vida es demasiado corta, pero nosotros estamos aquí, y nos decimos que podemos hacerlo, que estamos juntos por otro fin de año, por otro año más, que miramos crecer las crianzas, que crecemos con ellos y y que formamos un pequeño ejercito loco, un puñado de quijotes de varios tamaños, dispuestos a no dar el brazo a torcer por más gigantes que se nos planten en el horizonte. Eso.

sábado, 28 de agosto de 2010

Asulunala
















Como todos los veranos, una vez pasado el año nuevo, Carolina emprende el viaje de vacaciones con sus padres y su hermano a Mar del Plata. Se sienta en el asiento trasero, sobre la derecha y en casi todo el tiempo que dura el viaje apoya su cabeza contra el vidrio y mira hacia el campo infinito al costado de la ruta. Su hermano, apenas salen de la ciudad, intenta molestarla pero al poco tiempo se aburre ante su apatía y se queda leyendo unas revistas de historietas.
Ella está muy ansiosa porque siempre llegan los Reyes Magos cuando están en la costa. Para este año, igual que todos los anteriores, Carolina pide una muñeca. Nunca llega exactamente la que quiere, y esto es algo que la entristece los primeros días. Al tiempo de descubrir el paquete sobre los zapatos, es invadida por una sensación de felicidad en principio, de duda, luego y finalmente de desazón, al comprobar que este año otra vez no hay Barbie.
No obstante, de a poco empieza a querer a su nueva muñeca. Al principio le cuesta porque ve en ella la razón de su tristeza, pero a la vez también le parece que podría haber sido peor y termina contenta buscándole un nombre. Casi siempre la termina bautizando una vez subida al auto, para el viaje de vuelta, algo que a veces la amarga porque cada uno de los nombres de las muñecas significan el fin de las vacaciones.
Año tras año las cosas suceden de una manera más o menos similar . Y aunque todos los integrantes de la familia pudieron haberlo sospechado, no lo hicieron y la excepción a esa rutina, que confirmó quién sabe qué regla, los tomó por sorpresa.
Uno de los elementos troncales por los que el orden establecido de los veranos se desmoronó es que los reyes magos no existen. Le da mayor gravedad al asunto el hecho de que Carolina no lo sabe. Así las cosas, la tarde previa se dispuso a juntar el pasto y el agua, no vaya ser que no encuentren provisiones y se vayan sin dejar los regalos.
Durante casi todo el tiempo que dura la cena, los padres patean por debajo de la mesa ante cualquier comentario que intenta hacer Lucas, el hermano de Carolina y lo desaprueban con la mirada. Carolina no entiende, pero sospecha que se trata de algo malo y en el fondo la entristece el comportamiento de su hermano, porque si sigue así, este año no tendrá pelota nueva.
Y este año, Carolina tiene puesto todo su empeño en apoyar el deseo de que le traerán la muñeca solicitada. Todas las acciones que rigieron su comportamiento durante los últimos trescientos sesenta y cinco días estuvieron destinadas a que el 6 de enero le llegaría su Barbie.
Había cumplido siete años en agosto y quiere y no quiere ser grande. Quiere ser grande cada vez que le dicen que es chiquita para entender ciertas cosas y que no se meta en las conversaciones de los mayores. Quiere ser chiquita cuando le dicen que ya es grande para hacer ciertas cosas y que tiene que entender que eso no va con la edad que tiene.
La condición económica de los padres les permite alquilar un departamento ni muy lejos ni muy cerca de la playa, por unos diez días, donde terminan de cenar y la madre lava los platos con minuciosidad, mientras el padre fuma un Particulares 30 sentado a la mesa esperando el Rotativo del Aire, siempre antes con la verdad.
Carolina se cepilla los dientes con la puerta del baño entreabierta y ve cómo su madre habla con Lucas acerca de algo que no puede oír, pero que sabe que la incumbe, en tanto el dedo índice de su madre se acerca y se aleja amenazante de la nariz filosa de Lucas y la mira de reojo en su aseo bucal.
¿Qué pasa mamá?, pregunta Carolina antes de secarse la cara. Nada, hija, no quiero que tu hermano te moleste. ¿Se va a quedar sin regalos, mamá? , pregunta de nuevo dejando asomar un temprano atisbo de conciencia social. No, hija, dice de nuevo la madre. No se va a quedar sin regalos. Luego la abraza y le dice que vaya a verificar que el pasto y el agua están en su lugar, así puede irse a dormir tranquila.
SÍ, el agua y el pasto están en su lugar, aunque estos hechos por sí solos no hacen al dormir tranquila de Carolina, que siente como aguijones en la panza, deben ser los nervios. Entonces, como cada vez que se pone nerviosa, Carolina repite la palabra mágica: “¡asulunala!” y cierra fuerte los ojos. “¡Asulunala!” y abre los ojos porque le duelen.
Su hermano mayor, Lucas, acostado en la otra cama, escucha la repetición y le pregunta que está diciendo. Nada, dice Carolina. Te escuché, afirma Lucas. No dije nada, bobo, contesta conteniendo una inesperada lágrima.


-¡Sí qué dijiste! Y no me digas bobo, Chilindrina.


-No me digas Chilindrina. Bobo.


-¿Qué estabas diciendo?


-Nada te dije, nada. Dejame dormir que si estamos despiertos no van a venir los Reyes.


-No van a venir.


-¿Qué sabés? Malo, no digas eso. Van a venir y vas a ver que este año me traen la Barbie. Y a vos no te van a traer nada, porque sos malo conmigo.


-Yo sé. Si me decís que estabas diciendo te digo si vienen o no.


-¿y vos cómo sabes? ¿Es lo que te decía mamá hoy? ¿Por qué a vos te dijo y a mi no?


-No es lo que me decía mamá. Yo sé. Soy más grande. Palabra de explorador galáctico.


-¿Palabra de explorador galáctico?


-Si. Dale, decime que decías.


-Pero me tenés que dar tu palabra de explorador galáctico que no vas a decir nada.


-Palabra de explorador galáctico. Chocá los dedos. Hecho. Decime.


-Pero no le cuentes a nadie.


-No.


-Es una palabra mágica.


-¿Una palabra mágica?


-No te rías.


-No me río. ¿Qué magia hace?


-Viajo.


-¿A dónde?


-Al mar y al cielo, como cuando vamos a la escollera a acompañar a papá a pescar. Pero más lejos, es otro lugar, no Mar del Plata.


-¿y para qué vas?


-Para que se me vayan los nervios y el miedo.


-Yo también quiero ir. ¿Cuál es la palabra?


-No te voy a decir.


-¿Cómo que no? ¡Me diste tu palabra de explorador galáctico! Decime o no te digo la verdad de los Reyes


-¿Qué verdad? Estás mintiendo.


-Yo sé. Ya te dije. Dale, decime cuál es la palabra mágica y te guardo el secreto. Un explorador galáctico sabe guardar secretos.


-No sé.


-Sí que sabés.


-Bueno. Es “asulunala”


-¿”Asulunala”?


-Sí.


-¡”Asulunala”! ¡”Asulunala”!


-¡Basta, bobo!


-No funciona. ¿De dónde la sacaste?


-¡Conmigo funciona!


-¿De dónde la sacaste? Si es mágica de verdad tiene que funcionar conmigo también.


-De la canción de la bandera.


-¿De dónde?


-De la canción de la bandera.


-(…)


-“Asulunala el color del cielo. Asulunala el color del mar”. ¡No te rías, bobo! ¡”Asulunala”! ¡”Asulunala”! ¡”Asulunala”! ¡”Asulunala”!


-No me río, no me río. Pará, no llores. Vas a despertar a mamá. No me río, mirá, mirá. Sacate la almohada, mirá.


-Salí de acá, malo. Me lo habías prometido. No sos explorador galáctico.


-Sí que soy. Dale, mirame y te digo la verdad de los reyes. Dale.


-(…)


-Dale, Caro.


-Vos no sabés, me mentiste.


-Sí qué sé. Sí qué sé. Hay Barbie. Este año hay Barbie. Palabra de explorador galáctico.


-Me hiciste llorar, bobo.


-Los exploradores galácticos no dicen “bobo”. Vamos a dormir. Te quiero, Chilindrina.


-No sé.


-Palabra.


-Yo también, bobo. Palabra.


Carolina da vuelta la almohada para no dormir sobre el lado húmedo de lágrimas y gira hacia la pared. Su hermano, Lucas, la mira, apaga la luz y le sopla un beso de los dedos de su mano. Se duermen.
Al poco tiempo de dormirse Carolina tiene un sueño. Se encuentra en Asulunala, volando sobre una alfombra cuando de pronto se forma una nube, que luego se oscurece y desde la cual surge la figura de su madre, agitando una mano en infranqueable vaivén con un enorme dedo índice como punta de lanza, mientras se forma, detrás, una nube con la figura de su hermano, desternillado de risa.
Carolina despierta con un sobresalto y se apoya sobre ambos codos. Espera un tiempo prudente hasta acostumbrarse a la penumbra. Ve que, bajo la puerta del comedor, una ingenua línea de luz se acuesta sobre el parquet del dormitorio. Se levanta con cuidado, creyendo que los latidos de su corazón despertarán a su hermano. Intenta ver por la cerradura, con resultado negativo. Abre la puerta y corre. Corre hasta el comedor donde están los zapatos y encuentra a su mamá quitando el pasto y el agua de los recipientes puestos a tal fin, con el paquete de una inconfundible Barbie en la mano.

viernes, 27 de agosto de 2010

Benito

Hay pueblos que parece que surgieron por casualidad,
a la buena de Dios,
como los dados tirados sobre la mesa.
John Berger





Imagen: Pao Buontempo


Volver no existe. De alguna manera, cada viaje es único, tenga el sentido que tenga. Una mujer, un pueblo, una escuela. Volver a esos espacios siempre será un viaje nuevo. Nada permanece en su lugar por demasiado tiempo.
Mi pueblo es uno de tantos ombligos en el vientre de la pampa húmeda. Tal vez sea más apropiado definirlo como una peca, un lunar o una verruga. Que sea así no quiere decir que sea poca cosa ni algo feo. Sino que es una marca, apenas, en el campo infinito.
En esa marca nací y crecí. Y fui marcado.
No siempre voy, vuelvo a mi pueblo por la misma ruta. Cuando lo hago desde Tandil, por la ruta 74, luego de dejar atrás las sierras, la llanura se despliega como un mantel con los animales y los montes dispersos como migas de pan sobrantes de un picnic. El verdor campestre se corta, lejano, en el cielo, con la radiografía de las nubes, estrías flotantes del aire inalcanzable.
Ahora, por ejemplo, que voy en viaje hacia allí, hace frío. Aquí dentro, sin embargo, en este ómnibus desvencijado (parece esos pantalones a los que se les ponen parches modernos y pasan como reciclados, aunque se sienta cercana su fecha de vencimiento) hay un calor húmedo. Hacia afuera se ve el frío. La luz del invierno, el color del pasto, las vacas, los álamos secos, son indicadores visuales de la época en que estamos y a través de los cuales podemos deducir la temperatura de un afuera. También el frío entra por los ojos.
En esta vuelta (que no existe, para algunas cosas será la primera vez) lo hago después de mucho tiempo. La medida que tomo para establecer cantidades en cuanto a mi ausencia del pueblo está marcada por las fiestas religiosas, los feriados extraordinarios y los cambios de año. Puedo decir, por ejemplo, no voy a mi pueblo desde año nuevo. O desde Semana Santa. Cosas así.
Muchas veces no sé por qué voy. Y por qué sigue siendo MI pueblo. Me quedaron algunos amigos, a quienes veo mucho más envejecidos, resignados y puros, razón por la cual no me gusta verlos tan seguido. De la familia, creo que aún vive una de mis abuelas, pero, según tengo entendido, se la pasa en cama, ya que no puede moverse ni está demasiado lúcida.
Durante un tiempo, intenté conectarme con los muertos queridos que están allí: mis viejos, Néstor, Florencia. Generalmente, no era más que ver un rectángulo de mármol o de pasto, frío, inerte, silencioso. El silencio esta más presente en los cementerios. Es como si los oídos pudieran estar condicionados por la ritualidad que tenemos establecida. En el campo, por ejemplo, en la soledad de la pampa, el silencio no es el mismo. Se percibe la vida en ese silencio. Trae rumor la savia fluyendo hasta las hojas, de vacas pastando, al trajinar de las ciudades que están, incluso, más allá de unos cuantos horizontes. En cambio, en los cementerios, es el silencio de todas las voces acalladas por la implacabilidad de nuestra finitud. Es un silencio turbio, lejano, un silencio que genera la visualidad del pasado, de tantas historias, virtudes, calamidades que no lo eran, escándalos públicos, negocios errados. Es móvil y esa vibración genera un ruido extraño, dónde los pasos en la galería, que pueden traerte de nuevo a este tiempo, crecen, se agigantan y cubren todo el horizonte, dejando mudos a los camiones que pasan por la ruta.

Lejos

Me digo que debí haberte llamado, pero ahora es tarde. Te imagino, te recuerdo, te invento tirado en tu cama, mirando el techo y cada tanto el teléfono, para comprobar que sigue mudo, que tiene tono, señal, crédito, batería, pero que sigo sin llamarte, sin que alguna canción de los redondos, comprimida hasta la chotera sonora, comience a vibrar sobre el colchón, hacer saltar el aparatito y de un golpe de vista saber quién llama, quién se enteró o se va a enterar por puta casualidad y se va a arrepentir de haber llamado.



Pero no, me digo que te llamo después y, Pablito, vas a seguir acostado y en silencio, alejando el techo con los ojos, esquivando la gotera de tu tristeza que te cae desde una mancha de humedad con forma de caballo, un caballo desbocado, una mancha de humedad cubista, que después de mirarlo largo rato empieza a tomar vida, y el caballo se retuerce, se resiste a ser domado, se arranca las comisuras en su lucha con el bozal invisible y los pellejos que se desprenden, carne arrancada, pesada de saliva y sangre, resuenan blaf, blup, spat contra tu pecho, Pablo, que las espantás con el humo del cigarrillo, sin demasiado escándalo, como algo que te sucede todos los días, caballos que te regalan su carne recién muerta desde el techo de la pieza y enseguida viajas al campo donde tu tío te enseñó a andar a caballo y te prestaba unas botas de potro de Juan Angel, tu primo, que ahora vive en la Capital y toca la guitarra en una banda ska.


Alguna vez te escapaste y agarraste el zaino manso, que estaba ensillado, te calzaste las botas curtidas y saliste campo abierto, bebiéndote la pampa infinita y el horizonte, tan macho, Juan Moreyra, espantando cuises y liebres. Cruzaste algunas tranqueras y enfilaste para los médanos. La boca pastosa, con ansias, el cazar con la lengua algunas gotas de sudor en el trapecio de tus labios. La sal.


Aminoraste la marcha. Sentías entre tus piernas el tamborileo del corazón exhausto del obediente zaino, con la boca igual de pastosa y tal vez con el mismo deseo primitivo, ese llamar indescifrable que iba a completarse una vez que llegue, pero a dónde, si estabas perdido, más allá de algunas alamedas desparramadas que te resultaban familiares, como todas las arboledas que se repetían en torno tuyo y podían ser siempre la misma y lo familiar en la repetición, la costumbre, lo dado.


Te cambió el viento, Pablito, volviste a ponerte la remera de los ramones que habías ganado en una apuesta a un amigo fanático que se bañó dos días antes del recital, rompiendo la promesa y perdiendo la remera más preciada, que ahora se encuentra con tu torso brillante de gotitas que brotan de tus poros excitados y el vello incipiente que asoma aún con timidez en tu pecho, todavía lampiño.


Te embelezaste con la música que ejecutaban las herraduras del zaino con la arena, y más allá, el mar, asomando a tu oreja primero y a tus ojos luego de trepar los médanos. Bestia y jinete se detuvieron, te detuviste, indiferente y con sed el uno, azorado el otro, vos, sabedor en ese instante del costo de tu aventura, la preocupación del tío, el enojo creciente, tal vez un llamado al pueblo y que no venga nunca más, pero, al mismo tiempo, la conquista se plantó frente a vos en el oleaje infinito. Sonreíste. Soy ese árbol, te dijiste. Te bajaste del caballo y te acercaste por la superficie estriada, brillante, que conservaba unos pasos que se perdían entre unos matorrales lejanos.


Te acercaste a las pisadas y te quedaste mirando un rato. Tardaste en entender que esas pisadas coincidían con las que estabas haciendo nuevas. Miraste hacia todos lados y te dijiste que no habías estado nunca en ese lugar y estaban tus pisadas. Esto ya lo pisé mañana, te tentaste a pensar y te reíste un poco del plagio. Pero sí, eran tus pisadas, las pisaste mañana y no lo sabías y te quedaste paralizado, un año, dos minutos, el sudor se te enfriaba en la remera de los ramones y corriste hacia el caballo, lo montaste de un salto, como si fueras el Zorro y saliste en loca carrera hacia la casa, hasta casi reventar el potro, anunciando tu llegada por la polvareda que se veía desde lejos y regando los pastizales secos con lágrimas que no entendías y que tal vez ahora sí. Tal vez. Y te dijiste, ahora, mañana, que siempre entendés las cosas demasiado tarde.


Y ahora, mañana, tendido, rendido, boca arriba con un interminable cigarrillo y si Ana estuviera acá, pero no, Ana, perdida para siempre antes de que todo empiece, aquella vez que te la encontraste en el centro, mientras ibas de la mano de Rocío, las piezas que estaban fuera del rompecabezas y que son las que encajaron. La cara de Ana, diciéndote que te llamaría, que tenía cosas para contarte, tomarse unos mates, ganas de decirte que sí sin decirte nada, colgando una promesa de encuentro con el reverso transparente que aclaraba que ya no era posible, que no hubo coordinación y si una semana más o una semana menos, pero ya no, ya nunca, esa mujer, nunca, esa palabra, se parecen y ahora lejos, en el Uruguay, con dos o tres hijos que usan moña para ir a la escuela y Ana, tan ducha para hacer el nudo y darle su toque especial, el de sus manos finas y espigadas que nunca, de nuevo nunca, recorrieron tu cara, tu piel y que ahora podrían secarte las lágrimas, pero Ana ya no, desde antes de que empiece. Y Rocío, lejos también, pero otra distancia, del mismo modo irreductible, pero ganada a fuerza de estupideces, de celos innecesarios y un papel mal jugado en unas tontas vacaciones de verano. Tontas, tontas vacaciones de verano.


Como esas en que fuimos juntos, el primer viaje, intrépidos aventureros indestructibles con mochila y carpa prestadas. El recorrido en tren hacia Tucumán, con ese maldito ataque de asma que casi te mata y a mi de los nervios, el ventolín metido a tiempo, boludo, tenés que dejarlo a mano y no esperar a que tenga que vaciar la mochila; el cagazo que nos duró los primeros días, pero volver ni a palos, ni a palos Negro, mirá dónde estamos, lo mejor es no decir nada y seguir. Seguir, pero hasta cuándo, hasta dónde, hasta que nos agarren robando fiambre de un supermercado o descartando el porro en plena plaza de Tilcara cuando los matones de la antinarcóticos (se presentaron como si fueran de División Miami, los hijos de puta) casi nos revientan por cancheros, ¡no somos porteños, carajo! y no nos hubiera importado tanto.


Pero ahora sí. Ahora sí que importan los golpes, Pablito. Los golpes que se dio tu viejo en la ruta cuando se le fue el auto a la mierda y se estroló contra un alud. Imagino que no querés saber si había tomado o no. Pero en el fondo lo sabés. Alguien me dijo que casi no te hablabas con él. Conmigo tampoco, Pablito, ya casi no nos hablamos y pienso una y otra vez que debería hacerlo, llamarte y terminar con esto de una vez o empezar de nuevo, pero cómo, supe lo que le pasó a Lalo, lo siento mucho, cómo estás con todo esto. Blaf, blup, spat contra el pecho, el caballo desbocado de humedad que se despelleja y el humo azulado que llena la pieza y tu inmovilidad ahí abajo y la mía, voluntaria también, en otra ciudad, en otra pieza, con otras cosas en qué pensar, crecimos, ¿te diste cuenta?, pensamos en otras cosas, ¿te diste cuenta? ¿Dónde estás Pablito? ¿Dónde? ¿Pensás en otras cosas?