martes, 17 de enero de 2012

Ese asunto de la ventana

   Como no tenía el hábito de irme vacaciones, las primeras en las que hice un viaje con Lore dejé que fuera ella quien se encargara de planificar y proponer destinos e hiciese un uso eficaz de su experiencia en el tema. Al principio se encantó con la idea  y solía aparecer con revistas o suplementos de turismo y me mostraba opciones increíbles mientras dejaba sus clásicas facturas de crema pastelera sobre la mesa.
   Pero con el correr de los días y la cercanía del fin de año, lo que fue un arrebato de libertad y conducción se convirtió en un espacio de reclamo por falta de apoyo y confinamiento a la soledad heróica. Como siempre, fui el último en enterarme de que habíamos llegado a un suelo ríspido. Una maliciosidad involuntaria, producto menos del desinterés que de la incapacidad de actuar; una serie de desatenciones cotidianas que pulen la intimidad de una pareja con la piedra de la ignominia.
   Así fue que en la urgencia de involucrarme de improviso en una situación con la que hubiera preferido no encontrarme y, al mismo tiempo haciendo el cálculo mental de que la escena podría extenderse y repetirse cada seis meses -linkeé hacia una situación que contenia los mismos patrones: la noche en que terminamos de mudar nuestras cosas y comenzaba nuestra vida juntos, la terrible e innecesaria discusión por cómo acomodar mejor las cosas en el placard-, comenzamos a desmalezar el árbol genealógico del veraneante para quedarnos con dos posibilidades capaces de ser unidas: playa / Uruguay.
   En este momento es donde se acotan también las referencias de amigos y conocidos, se produce un embudo de conocedores del ambiente y consultantes. La muestra de la recolección de información quizá no fue demasiado representativa pero al menos todos los testimonios coincidieron en un recuerdo positivo de la experiencia de aunar nuestras dos últimas opciones.
   No obstante, Lore tiene un recuerdo negativo de una experiencia de campamento -cosa que le impide dormir a merced de un abanico esperable de alimañas-, de modo que las opciones se fueron reduciendo aún más, así hasta llegar finalmente a un humilde y caro hostel en Cabo Polonio.
   Si bien no tenemos de qué arrepentirnos por el modo en que ganamos nuestros sueldos, cargamos con cierta culpa social por gastar tanto dinero en tan poco tiempo en tan alienante costumbre. Para las buenas conciencias progresistas provoca algo de escozor el tener la posibilidad de darse el gusto, tan burgués, de tomarse vacaciones. Tal es así que probablemente esa semana en blanco que va de Navidad a Fin de Año, sea el único momento en que las buenas conciencias progresistas no sientan la espada damocliana del ser politicamente correcto.
   Así y todo, como entre bueyes no se sabe de cornadas, cualquier destino resulta en general bien visto, sea por el afán de descubrir lugares aún no subyugados a la moda -y las manifestaciones masivas de tipos que gastan un montón de plata en aparentar que no gastan un mango- o sea que están legitimados por ser el lugar al que hay que ir.
   Ir o hacer. Porque después de volver de unos diez días en el Polonio -sobre los que ya les contaré más adelante- la escuché decir en todos y cada uno de los engranajes del quehacer social que se reactivan a mediados de febrero que hicimos solamente Cabo Polonio y Valizas. En todas y cada una de esas ocasiones me vi forzado a reprimir un "creía que el lugar ya estaba hecho y que nosotros simplemente fuimos" para no generar motivos de reproche en el taxi de regreso a casa.
   Entonces sonó la primera alarma: la que chillaba sobre la necesidad de hacer o dejar de hacer cosas para evitar el reproche de Lorena. Los extinguidores llegaron con un rollo de tipo pacífico, centrado, que prefiere evitar disputas donde sabe que de todas maneras no podrá ganar gran cosa. Pero una noche que la vi dormir fui preso de una serenidad tan hermosa, que sólo podía provenir de una sola cosa: la ausencia de miedo, del paso hacia el abismo. Dormida, Lorena es -pese a la obvia y estúpida comparación- una mujer de ensueño. Podría quedarme horas mirando el cielo de su piel, las constelaciones de lunares que fueron bautizadas para siempre por mí, aunque nadie llegue a saberlo, ni siquiera ella. No sentía miedo frente a esa figura de bronce que vibraba con esporádicos estremecimientos que le dibujaban una mueca única en la boca. Despierta, en cambio, la sensación que me generaba era bien distinta.
   Pero eso se los contaré más adelante. Por ahora, déjenla dormir.

sábado, 7 de enero de 2012

Una remera rosa de los Ramones

   Esperaba por cruzar 7, en el bulevard, en esa parte de baldosas que deviene arco de medio punto cuando termina el cantero. El viento le jugó una mala pasada y le desarmó el paraguas barato comprado de apuro frente a los escalones de algún ministerio. Lidiaba con ese transformado trasto de alambre y lona como suele hacerse con un caballo al que hay que llevar al establo y no se deja. Llevaba una remera sin mangas, rosa, de los Ramones.
   Yo me quedé mirándola sonriente desde la vereda, junto al mercadito de 57. Me importaba menos guarecerme ante esa inoportuna nube pasajera que esperar a que cambiase la luz del semáforo y verla resolver con deliciosidad punk esos largos minutos de autos rapidísimos hacia sus casas o hacia ningún lado en especial.
   Cerró como pudo el paraguas, maldijo en chino y lo tiró con fuerza frente a un 202 que frenó chirriando ante una tienda de ropa de segunda selección. Luz roja. Algunos pasajeros del ómnibus la miraron entre los auriculares de sus adminículos de música móvil sin emular un gesto, ni de solidaridad ni de empatía, y luego volvieron a sus soledades sonoras.
   Con unas pocas zancadas aterrizó junto a mí, que ya me decidía a retomar la marcha -con el mapa mental de los posibles kioscos donde pudiera comprar cigarrillos y no me dieran caramelos como vuelto- pero antes aún de dar el primer paso decidido hacia plaza Rocha, le sonreí. Ella tardó unos pocos segundos en cambiar su gesto adusto por algo parecido a una sonrisa. En tres pasos bajó la mirada y luego volvió a sonreirme, con una mezcla de picardía y vergüenza. Luego, cada uno volvió a su puesto.
   Antes de entrar al kiosco del Tano miré hacia atrás, buscando una mancha rosa entre los bólidos brillantes que domaban la avenida. Apenas pude ver, a lo lejos, un paraguas recién huérfano desplegando sus bracitos retorcidos,  rodando como esos fardos circulares que atraviesan la pantalla en cualquier lugar común sobre el desierto.