lunes, 18 de junio de 2012

Acerca de cumplir 30 años o algo así...




















“Si comprimiese los hechos más relevantes de mi vida
en un solo día, podría parecer un día interesante.”
GEORGE COSTANZA


Desperté envuelto en la sensación de que, tal vez, las existencias no empiecen en el nacimiento. Si tuviera que elegir un momento para darme por nacido, ese momento sería el de esta foto.

No es necesariamente el hito, la efeméride, sino el instante preciso en que mis padres fueron capturados en ese asiento trasero.

La imagen tiene un delicado equilibrio; algo así como un vaso por la mitad, ni medio vacío ni medio lleno. Sonríen a más no poder; están felices, esplendorosos. Exhalan su amor profeso por la aventura que están a punto de emprender. Y, al mismo tiempo, el reverso del manto brillante que ilumina a los invitados a la fiesta se les hace presente en los ojos: el miedo alucinante de no saber hacia dónde carajo irán cuando bajen del coche, tomados de la mano para quedar unidos por la línea de flotación. Confiados, hermosos, valientes.

Mi padre tenía mi edad en el momento de esa foto. Mi madre, unos años menos. Los intuyo aferrados a ceremonias íntimas, únicas. Endebles escudos contra los puñales del tiempo, pero escudos al fin. Refugios hacia los que todos, de un modo u otro, corremos desesperados. A veces están tan cerca que no es fácil verlos; otras veces la puerta está trancada desde adentro y quedamos con la mano en el aire, presos del inútil gesto de tocar timbre para que suene un crudo eco. Pero somos dados a sentarnos en algunos umbrales, persiguiendo la sombra de una intemperie compartida. Ya lo saben: no hay nada mejor que casa.

Por la misma época en que le sacaban la foto a la pareja del auto, hace más de cuarenta años, al otro lado del mundo, Yasunari Kawabata abría todas las llaves de gas de su casa y ponía fin a su vida. Tenía setenta y dos años. A los treinta –la misma edad que mi viejo en la foto, la misma edad que encuentro hoy- escribió País de nieve, donde hay un personaje que es experto en ballet occidental, aunque nunca vio uno en vivo y en directo, -menos por pose que por toma de posición estética-.

Al principio de País de nieve, el protagonista observa el rostro de una muchacha que viaja en el mismo vagón de tren que él. Pero, en lugar de mirarla directamente, prefiere observar el reflejo en la ventanilla. La ve sobreimpresa en el paisaje, como si el hecho de tomar esa distancia de la belleza, le permitiese apreciarla sin sus “accidentes”.

Hay veces en que veo así a las personas que han ido cambiando con las estaciones. Regresan como si estuviesen flotando en la ventanilla de un ómnibus o de un tren en movimiento. Rostros definidos, transparentes e intangibles. Tras de sí, campos verdes, suaves ondulaciones boscosas y la sensación del mar a lo lejos. El mar a cada rato, como una garantía o un antídoto. Calmo, brumoso o bravío, como un colchón sobre el que descansa el irreparable paso del tiempo (“el tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”, sugiere Kawabata  en Lo bello y lo triste).

Así, en estas tres décadas de flotación, son muchas las certezas que se ha llevado la corriente o que han quedado estancadas entre ramajes escondidos cerca de alguna orilla. Creo que lo único que pude aprender de esos raspones es que siempre habrá lugar para uno más. De un lado y de otro. Es decir, tanto desde la tela rasgada como desde la uña que la atraviesa. Como dice Kureishi, “herir  a alguien es un acto de involuntaria intimidad”.

Y la intimidad puede ser una construcción muy atractiva usando el otro lado del ladrillo. Sobre todo si, afuera, el faro nos da la espalda y la tormenta parece caérsenos encima -adiós paraguas, adiós…demasiado tarde para recordar dónde lo hemos dejado; los días previos- hasta que, de pronto, se la lleva el mar. O el viento sur, como el que hoy besa mi frente y despeja el cielo: la frialdad cristalina del reposo bajo la luz oblicua del invierno.

Mientras tanto, en algún lugar de la ciudad, la luz de unas cuantas velas clavadas sobre un pastel, es derrotada por una ráfaga que oscurece la habitación por un momento. En el aire, flotando junto al olor a cera, unas partículas brillantes bailan durante unos segundos y luego desaparecen. Como las estrellas muertas, cuyo fuego aún nos ilumina, atravesando, en su loca carrera hacia nuestros ojos, miles y miles de años luz de distancia. Como el amor.

Porque en eso estamos, creo, casi todos,- como mi padre, como Kawabata- hilando el relato del amor, esa misteriosa forma que toman las respuestas cuando no hay preguntas que responder; la militancia errática e inevitable tras la Línea Maginot.

En fin, hoy me toca. Cumplir 30 (treinta) años, celebrar el círculo y la red -los nudos que nos rescatan del vacío- con una sola creencia irreductible: lo que amamos nos cambia. El resto pueden imaginarlo. O no.