jueves, 14 de julio de 2011

El vino sin regazo

No hacías otra cosa que escribir. Solía dejarme hipnotizar por el golpeteo de las teclas. En algunas oportunidades agarraba la guitarra y cantaba algunas canciones. Te veía sonreír de perfil cuando acertaba con el repertorio. A veces, muy pocas veces, me consultabas sobre alguna duda que tenías en lo que ibas escribiendo. No hacías otra cosa que escribir. Perdías el aliento frente a las hojas que ibas manchando de tinta. Cuando terminabas, te tenía preparado un vaso de agua y sólo después de beberlo completo, sonreías y me hablabas. Me pedías que te hiciera masajes. Te recostaba boca abajo y me dejaba llevar por mis manos que recorrían tu espalda con ahínco. Mis manos rodeaban tu lunar como en una partida de Go. Una noche de comienzos de primavera después de tu vaso de agua no me pediste los masajes. Simplemente te acercaste y me diste un abrazo. Te sentía respirar sobre mi hombro, un fuelle artesanal anhelando melodías de otra época. El abrazo duró lo que duran en migrar las golondrinas. Te despegaste de mi y me diste la espalda. Esa espalda que era un altar para mis manos hambrientas. Un abrazo con vos era un refugio en la montaña. Con el fuego secreto que emanabas y me envolvía cálidamente. Pero esa noche de comienzos de primavera, tu abrazo me supo a ceniza. Atrás quedaron las fotos de Uruguay, las películas de Cassavettes y los jarroncitos jujeños. Volviste a sentarte a la máquina. ¿Me hacés un sandwich de queso?, preguntaste de esa forma. Pasé a la cocina. El perro dormia en el patio. Soñaba y agitaba las patitas, queriendo llegar más lejos.

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