martes, 19 de febrero de 2013

Una temporada en el camino


Yo nunca pedí lo que vos me diste.
Pero bueno, yo aprendí lo que me diste.
Vos nunca pediste lo que yo te di
Y está bien así para mí.
Martín Buscaglia


Ana es de esa clase de mujer que sabe lo que genera, pero que –al mismo tiempo- disimula su propia conciencia. Relativiza su belleza aunque sepa cómo usarla. Cuando camina, con esa gracia singular que le imprimió la danza clásica en su infancia (los pies en diez y diez; el bamboleo leve, como de junco; el casi flotar con el que acorta distancias) todo lo que no es ella le hace espacio, la hace durar. Cuando sonríe y mira hacia un costado deja ver que en el fondo es, también, de esa clase de mujer que sólo quiere que la dejen en paz.
Y quiere que la dejen en paz, intuyo, porque percibe que las formas dadas del mundo que conocemos quieren moldearla. Su indocilidad se debe a que en ella misma conviven formas que no encontrarían la manera de amoldarse a la rigidez de lo cotidiano. Es como si estuviese un poco más allá, como si hubiese roto sus cadenas singulares y nos mirase a todos, con ternura y tristeza, sin poder dejarnos ir pero sin poder ayudarnos.
Supongo que desde resquicios individuales, hay alguna parte del mundo que nos duele a todos por igual. El dolor es inherente a la vida. Pretender negarlo es pretender negar una parte esencial de la vida. A ella le duele que no la dejen irse, que la reclamen en la mesa, que no la puedan seguir. Su sueño, según acaba de contarme, es viajar. Es decir: salir al mundo. Lo que en ella significa que la acepten, que la dejen en paz cuando va por ahí sin grilletes en los tobillos.
Como dije, hace un rato me contó que su sueño es salir de viaje. Mientras hablaba, la música de sus palabras iba llenando el aire sobre la mesa de la cocina y el brillo de sus ojos tenía un halo único, de esos que producen el efecto de visualizar lo que ella misma está contando, sentada con una pierna sobre la silla, casi inmóvil, en la postura casi opuesta de lo que sus ojos anunciaban.
En ese reflejo se la podía ver de pie sobre un paisaje cualquiera, al costado de cualquier camino, con el equipaje sobre sus hombros, repartido en dos mochilas y una sonrisa de cansancio satisfecho. Acaso, la satisfacción de cumplir con el llamado del cielo, el llamado del camino.
La conocí una noche de febrero, en una fiesta en la que tocaba la Delio Valdez, una monumental banda de cumbia colombiana. Llevaba una pollera larga, blanca con lunares de varios colores y una remera negra que dejaba al descubierto gran parte de su espalda. Era la primera gran fiesta del año y todos en la ciudad estaban rencontrándose luego de las vacaciones. Había una energía especial en el ambiente, una espiral chispeante de promesas y carcajadas: la gran familia del Meridiano Five estaba de nuevo en el ruedo.
Me tomó un buen rato acercarme a hablarle, sufro de cierta timidez congénita. Para hacerlo, para romper esa barrera, me apropié del concepto “the opposite”, de George Constanza, quien, en un memorable capítulo de Seinfeld, decide hacer exactamente lo opuesto a lo que su instinto le ha dicho siempre. Así lo hice y así ingresó ella en el relato de mi vida, con esa clase de mística. Gracias, George.
 Cuando giró hacia mí y aceptó el diálogo supe que sólo tenía que mantenerme en pie y no echar a perder el momento. Sólo debía transitar la fugacidad de la flecha en el aire.  Nos sentamos a conversar bajo la ventana de una de las salas de exposición, mientras a nuestro alrededor se formaba corro para fumar y una hilera de chicas esperaba su turno para el baño.
Recuerdo vagamente algunos tópicos de la conversación, creo que mi memoria se ha vuelto principalmente visual, supongo que influenciada por la calidez de su sonrisa y su mirada de ojos entrecerrados. Recuerdo observarla mirar en lontananza y hacer un leve gesto de negación con la cabeza. Recuerdo verla de pie, en el descanso de la escalera, esperando para irnos caminando bajo un cielo regado de estrellas. Recuerdo caminar junto a ella mientras las piezas de un rompecabezas inasible iban encajando para que nuestro encuentro se concrete; esa clase de casualidades que se organizan para que algo nuevo suceda, cuando, simplemente, podríamos haber pasado de largo.
Sin embargo, no fue así y una serie de migraciones ancestrales y propias nos llevaron a coincidir en tiempo y espacio. Como ahora, que está a mi lado a punto de dormirse, mientras algunas partes de su cuerpo van llevándola al sueño, con delicados estremecimientos, hacia un territorio sólo suyo, hacia algún camino que irá contruyendo de a poco, iluminando a quien encuentre a su vera y siguiendo viaje, temporada tras temporada. Dulce, simple y misteriosa. Como su belleza, como el mundo que inventa bajo sus pies.