viernes, 26 de noviembre de 2010

Todo ocurrirá en un túnel

“Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y
el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo…
Él se rió y por fin dijo:
- Todo ocurrirá en un túnel.”

Felisberto Hernández
  
La reconocí mientras cruzaba la calle como una tromba, una locomotora de caderas humeantes, capaz de frenar el tránsito y dejar a los automovilistas con el insulto pegado al paladar, sin la capacidad de largárselo a esa mujer de remera gris que se acercaba hacia mí, peligrosamente decidida y que yo veía acercarse sin poder evitar el recuerdo de otros momentos en los que la vi hacerlo, caminar hacia mí ralentando el paso, para que pueda apreciarla por más tiempo antes de que caiga en mis brazos, con una sonrisa pícara, diciendo algo así como ¿hace mucho me esperabas? y yo queriendo decirle que toda una vida, que desde aquellas primeras clases de dibujo técnico, ¿te acordás?, pero más bien terminaba todo en un tímido recién llegué, no es nada, pero esta vez sí que lo era, caramba, qué manera de cruzar diagonal 74 y recién cuando pisó la vereda donde estaba el bar en el que tomaba unas cervezas con dos amigos se dio cuenta que aún tenía un trapo en la mano y creo que eso le dio más bronca. Por fin llegó a dónde estaba sentado, se frenó en seco y me dijo atrayendo las miradas de todos los presentes e incluso de algunos transeúntes que por ahí pasaban: ¡Dejá de seguirme, imbécil! Acto seguido, me tiró el trapo por la cara y se marchó con la misma intensidad con la que había llegado.
Me quedé estupefacto, las sensaciones que atravesaba mi cuerpo eran disímiles y todas verdaderas, por un lado sentía cierta alegría al verla, pero por otro me desconcertaba sobremanera la sentencia que me había hecho, no entendía de dónde había salido y por qué creía que la estaba siguiendo, además de cierta pena que me generaba que nuestros encuentros fueran tan diferentes a lo que alguna vez había sido. En ese momento, Alfonso, que estaba sentado frente a mí y la siguió con la mirada en su trayecto, me informó que trabajaba en la heladería de enfrente.
Les dije a los chicos que ya volvía y aunque ninguno estaba de acuerdo en lo que iba a hacer, tampoco hicieron demasiado por retenerme sentado en la mesa del bar, esperando que las cosas volvieran a su cauce normal (si es que algo así sucedía hasta entonces) y siguiéramos mirando pasar chicas por la vereda y estimulando todo tipo de teorías sobre el género femenino, incluso por parte de Alfonso.
Por ese entonces yo me la pasaba fumando más de la cuenta, algo que en ciertas ocasiones, sobretodo en reuniones sociales que no requerían demasiado esfuerzo por parecer lúcido, me hacía disfrutar los encuentros con una liviandad que luego, debo reconocer, se desvanecía en una extraña lentitud, en la que podía percibir el momento exacto en el que el fumo dejaba de hacerme efecto y ya sólo se apoderaba de mi cuerpo una leve borrachera y entonces era el momento de tomar agua y esperar el regreso a mi casa, para prender otro porro o terminar el que había dejado mientras escuchaba discos de Martín Buscaglia, o bien, emborracharme del todo.
Tal vez porque en ese instante estaba en un estado, digamos, intermedio, cayendo del efecto de la marihuana pero sin estar aún bajo el sólo efecto del alcohol, decidí cruzar la calle y avanzar hacia la heladería, dónde ella volvía a su faena, acomodándose el pelo más de la cuenta, menos como una necesidad que como un acto que pudiera detener su nerviosismo. Mientras esperaba el cambio de luz unos pasos delante del cordón de la vereda, reparé que tenía en mi mano el trapo que ella me había arrojado literalmente por la cara y me dio la sensación de que en él estaban impresas las palabras que también me había arrojado, resonando sobre todo el imbécil final, cosa que me hizo acordar a una telenovela que miraba con mis viejos en canal 9 hace muchos años, creo que era Mujercitas, pero que en este caso adquiría un tono real y peligroso. Me llevé el trapo a la cara, tratando de percibir su olor o algo parecido y fue entonces cuando de verdad me sentí un imbécil.
Crucé, por fin, la calle.
La heladería tenía un mostrador que daba a la vereda, metido hacia adentro apenas el espacio en el que cabe una cortina metálica. Parecía más bien un puesto ambulante que un local propiamente dicho. Cuando me vio acercarse me fulminó con una mirada, mientras llenaba una cuchara de helado de sabayón (de 66 para aquel lado es sambayón)  y lo estampaba dentro de un tarrito de medio kilo. Sólo había un cliente esperando que le sirviera cuando me apoyé en el mostrador y pregunté si había que sacar número. Ambos me miraron sin decir palabra, aunque el tipo amagó una sonrisa. Ella, no. En ese entonces, empezó a coquetear con el cliente, menos por interés que por molestarme a mí, al menos eso pensé en el momento, aunque bien cabía la posibilidad de que se hubiera interesado en serio y que el destino me hubiera puesto de testigo del momento que tanto había temido en esos meses.
Cuando me vi en el espejo que estaba bajo la pizarra con los gustos y los precios pude ver mi mejor sonrisa de idiota, una sonrisa que me dio miedo y vergüenza al mismo tiempo, en la que no me reconocía en absoluto, tan diferente era la percepción que tenía de mí mismo, esa en la que era un casi arquitecto seguro y confiado de tener una buena estrella y muy buenos proyectos, mientras ella seguía ignorándome olímpicamente al tiempo que le hablaba al tipo con el tarrito de telgopor ya cerrado, con el medio kilo de sabayón, chocolate granizado, dulce de leche y menta en la mano, un diálogo que me pareció forzado acerca de las bondades del clima de esa noche y de que esperaba que llegue su reemplazante para poder salir a caminar, que no daban ganas de irse a dormir, aún a pesar de haber trabajado durante todo el día.
Noté que el tipo comenzó a sentirse algo incómodo y dirigió una mirada hacia dónde estaba estacionado su auto, en el que lo esperaba una chica que se arreglaba el maquillaje frente a un espejo de mano y parecía despreocupada y hermosa. Volví a mirarla a ella, tras el mostrador, que limpiaba de nuevo el pote y me pregunté qué estaba haciendo ahí, no ella, que claramente estaba cumpliendo con su trabajo, sino yo, completamente inmóvil con un trapo amarillo y húmedo en la mano. Entonces, mientras la miraba, su cara comenzó a mutar y también mi percepción sobre ella, tal vez producto del fumo o de la sorpresa, no lo sé, pero la cuestión es que empecé a preguntarme desde cuándo la veía así, comenzaba a parecerse al gordito de Amigovios, uno que no vi nunca más en ningún programa o película y del que no recuerdo su nombre y entonces caí en la cuenta de todo era realmente absurdo, todo cuanto podía recordar de lo que hasta ese entonces había sido e incluso eso mismo que estaba sucediendo, en otro plano tal vez, pero ¿cuál?, ¿qué me estaba sucediendo?, hasta que por fin el tipo se fue a su auto y me quedé a solas con ella, que seguía enfurecida, tapando los botes que habían quedado abiertos hasta que de un momento a otro se detuvo y me preguntó qué quería. Durante tres segundos la miré fijo y lo único que atiné a decirle fue que se había olvidado el trapo, lo dejé sobre el mostrador y pegué la vuelta de nuevo hacia la mesa del bar desde donde Alfonso y Diego miraban todo con patética curiosidad.   
Me senté de nuevo junto a ellos con un aire triunfal. Seguía sin entender nada de nada, y dije que no tenía la más puta idea de que ella estaba trabajando ahí. Al menos ya estaba entrando en mi cuerpo la sensación de la salida del THC, cosa que lograba hacerme un poco más presente en la mesa y en ese extracto espacio-temporal, y cuando por fin caí el aire triunfal se desvaneció con una morocha de falda blanca de bambula, así que volví a sentirme el imbécil de un rato antes y echarle una mirada triste a la heladería.
Alfonso y Diego parecían despreocupados, tan familiarizados estaban con lo que ellos llamaban “la novela de Tatiana”, que se sonreían apenas e intentaban (y entre ellos lo lograban) volver a los temas de conversación que circulaban antes del episodio del trapo amarillo. Intenté recomponerme y parecer natural, por lo que se veía todo lo contrario y estimé que en su manera socarrona de mirarme estaba la exacta medida de lo absurda que era mi situación.
Al poco tiempo, Diego pidió la cuenta y dijo que tenía que ir a encontrarse con Alejandra, que lo había invitado a ver una película a su departamento, ya que su hermano estaba de viaje con sus compañeros de geología y agregó (innecesariamente para mi gusto) que tenía bastantes ganas de ponerla. Por mi parte, tenía y no tenía ganas de seguir estirando la noche, qué más daba, me encontraba en una situación inesperada, y quería que las cosas me llevaran hacia el sábado de mañana por sí solas, simplemente soltar las amarras y dejar que la creciente primavera nocturna hiciera lo que tenía que hacer.
Aunque, claro, al irse Diego el abanico de posibilidades se achicaba y pensé por un instante en irme a dormir, pero no tuve la suficiente decisión en ese momento como para evitar la invitación de Alfonso, que quería ir a Juana a encontrarse con un flaco que estaba viendo desde hacía dos semanas.
Me encogí de hombros, miré de nuevo hacia la heladería, intermitente la vista por el tráfico de autos y colectivos y salimos por 11, caminando despacio, cada uno en la suya, pero sabiéndonos acompañados, esa es la clase de relación de que une a Alfonso desde que nos conocimos en el curso de ingreso. Por un momento volví a dudar, no es que tenga nada con la homosexualidad, a Alfonso ya lo conocí así, quiero decir, que en su adolescencia tuvo su experiencia con mujeres, pero cuando empezó la facultad ya era el que es ahora, o parecido, creo que con el tiempo se ha convertido en un tipo mucho más decidido.
Una vez llegados al boliche, Alfonso se empecinó en pagarme la entrada, que no incluía consumición, y nos adentramos en lo que para mí era un garito novedoso de luces rojas y música estridente. Lo primero que quise hacer fue pedir una cerveza en la primera barra que encontré, pero Alfonso me hizo desistir y me pidió que lo acompañe a dar una vuelta por el lugar antes de instalarnos en el mostrador. En el camino, me tocaron el culo y casi casi que reacciono, pero comprendí que era algo completamente lícito y que me faltaba mundo y si reaccionaba era un completo desubicado y me iba a odiar toda la comunidad gay platense y de alrededores, ya que luego un flaco con el que conversé me dijo que venía desde Berazategui. De todas maneras, le pregunté a mi amigo si creía que iban heterosexuales y no iba a ser el único fuera de cuadro. Creo que no me escuchó, estaba demasiado empecinado en buscar a su chico y mientras tanto se prendieron las luces del escenario y dos travestis salieron a hacer su show.
Una era rubia, alta y delgada y la otra más bien su antítesis e incluso algunos años más vieja, pero suplía con creces la diferencia con su compañera con un carisma fuera de lo común. Contaron algunos chistes, cantaron y terminaron gritando un mantra que a mí en ese momento me pareció muy gracioso y oportuno, pero cuando vi a mi alrededor, creí que iba a ser el único en no cumplirlo. El mantra, que todos repetían extasiados, decía: “si nos organizamos, cogemos todos”. Alfonso me miró y me dijo algo así como “viste que tenías que venir a divertirte conmigo” y no entendí de primera si me pedía que me divirtiera con él a su manera o que bien podía arreglármelas y pasarla bien.
Cuando volvió la música estábamos en la pista y decidí hacer como si nada y me puse a bailar. Alfonso se encontró con su chico y se fueron hacia el sector de los baños. En ese momento me di cuenta que tenía ganas de mear y fui para el mismo lado que ellos. Pero antes de entrar al baño pensé en Tati, en lo que diría de mí si me viera en medio de un baño de hombres de un boliche gay, dónde seguramente me medirían y otras cosas que empecé a pensar y que alentaron mi despedida del lugar. Me fui sin saludar a Alfonso, caminé rápido un par de cuadras y tomé un taxi cerca de Plaza Italia, procurando que nadie me hubiera visto salir de Juana.
Ya en mi casa no tenía ganas de mucho más, así que terminé la tuca que había quedado en el cenicero, vi unos minutos de Friends y me fui a dormir.
Soñé con un camión frigorífico que iba por diagonal 78 y derrapaba junto al Distrito para terminar estrellándose contra un plátano, la calle estaba más oscura que de costumbre. Por las chispas que largaba el camión me di cuenta que sueño en colores y eso me dio cierta alegría inconsciente. Comenzaron a sonar sirenas y todo tipo de ruido de alarmas hasta que caí en la cuenta que lo que sonaba era el timbre de mi casa.
Se ve que había sonado algunas veces antes de que me despierte y sonó un par de veces hasta que salí a atender.
Era ella.
 Cuando abrí la puerta, miraba para otro lado, luego me miró detrás de sus anteojos negros. Sonrió. ¿Puedo pasar?, preguntó. Por un momento creí que había dormido hasta despertar en otro tiempo, pero enseguida me hice a un costado y la dejé pasar.
Se sentó en una de las sillas del comedor y se sacó las gafas. Noté que había estado llorando, sus ojos estaban hinchados y también se le hinchaban los labios cuando pasaba un tiempo derramando lágrimas. Había olvidado ese aspecto de payaso triste y despintado, hacía mucho que no la veía llorar. Casi no la reconocí. Sus ojos eran un puente hacia la oscuridad, hacia una especie de pozo incierto, y me pregunté si contaba con una soga con un balde atado en el extremo y poder extraer algo de esa mirada, tan azul, tan lejana.
Me puse a preparar mate mientras ella se quedó mirando la maqueta que había terminado el día anterior: la clásica casa edificada sobre las dos orillas de un curso de agua. Era una de mis últimas entregas, había dormido tres horas en cuatro días y estaba orgulloso. El riacho pasaba exactamente debajo de la sala y había dispuesto un pedazo de suelo transparente para que quienes vivieran ahí puedan sentarse a contemplar el devenir constante del agua, del tiempo, de todas las cosas, en fin. El garage estaba sobre al lecho del río y mediante unas ingeniosas tuberías permitía que pasara el agua a su vez que funcionaban como turbinas de generación de electricidad.
Por fin, habló.
Te quedó linda, dijo señalando la maqueta. Luego hizo una pausa. Suspiró. No puedo más, dijo.
Me senté junto a ella con el mate en la mano, sin saber qué decir. ¿Con qué, Tati?, le pregunté. Me resultó extraño pronunciar su nombre, pero me pareció familiar su cuerpo, aunque ahora estuviera vedado para mí. Estuve a punto de decirle que Niemeyer haría una ciudad en homenaje a la curva de su cuello, el cual me había detenido a mirar tentado por una marca de nacimiento con la forma del mapa de Italia que siempre me atrajo. Con todo, me dijo y le pasé un mate.
Disculpame lo de ayer, dijo, no sé qué me pasa últimamente, me cuesta demasiado mantener la cabeza entera, pensarme en equilibrio. No estoy bien, Sergio, agregó. Tengo un sueño recurrente que me tiene alterada. Voy caminando con Marina por 9, es de noche y vamos charlando, siempre de alguna cosa distinta, la charla no importa demasiado, nunca recuerdo de qué hablamos, aunque sí que siempre son cosas diferentes. Cuando cruzamos 66 nos sorprende la oscuridad. Yo me asusto pero no puedo dejar de caminar. Ella, en cambio, se queda en el borde de la luz. Yo miro hacía atrás, sin dejar de avanzar, y la veo caminar de un lado a otro, fumando un cigarrillo tras otro. Yo sigo, no puedo detenerme y es un túnel, Sergio, un túnel de oscuridad pura. No consigo familiarizarme con la oscuridad, no reconozco formas alrededor, pero percibo que no estoy sola. Esas cosas se sienten aunque no se vean, ¿viste?. Pero yo sigo caminando, avanzo, aunque cada vez más despacio. En un momento me detengo. Giro y ya no veo ni siquiera la sombra de Marina, apenas un chorro de luz a lo lejos. Entonces siento que a mis espaldas se acercan bicicletas muy veloces y empiezo a correr hacia la luz. Corro como loca, nunca había corrido tan rápido, me quiero hacer a un costado para que no me atropellen las bicicletas  y veo que hay un auto estacionado pero sigo corriendo, voy derecho hacia el auto, quiero frenar y no puedo, me voy a hacer mierda contra el coche, ya puedo sentir el impacto, y en ese momento es cuando me despierto. No puedo más, Sergio.
Comenzó a llorar despacio, como una continuación natural del relato, sin espasmos, ni ruido, como un deslizarse en el llanto. La abracé. Se entregó al abrazo y estuvimos varios minutos en silencio. No sabía qué decirle. Hasta que pude hablar, procurando ser inteligente y comprensivo. Es un sueño, le dije. Nada más que un sueño, Tati. Se despegó de mi abrazo con una actitud lenta pero firme. Hizo un gesto que no llegué a comprender hasta que dijo ¿sólo un sueño? ¿pero vos no te das cuenta de nada? ¿cuántas veces te lo dije? ¿cuántas veces? ¿nada más que un sueño? ¿cuántas veces, Sergio, cuántas veces? Todo ocurrirá en un túnel, Sergio, ¿cuántas veces te lo dije? ¿Qué me mirás así? ¿Ves que no entendés nada? No entendés nada, nunca entendiste nada.
Agarró la cartera que había dejado sobre la mesa, un cigarrillo de mi atado, lo encendió y me pidió que le abriera, todo sin que yo pudiera articular palabra. Sentía un túnel en la garganta, un agujero negro del que ni siquiera llegaba el brillo de las estrellas muertas, una madeja de palabras, como telarañas invisibles que me impedían emitir sonido y desde el fondo de mi cabeza un eco que decía nunca entendiste nada, nunca entendiste nada, todo dentro del túnel  de un sueño prestado. Sólo pude abrirle la puerta y verla irse.
Volví a la cocina, encendí un cigarrillo y me quedé mirando la maqueta (nunca entendiste  nada nunca entendiste nada) en silencio, fumando e inmóvil. Levanté la maqueta y fui hasta el lavadero. La apoyé dentro de la pileta y abrí la canilla con violencia. Vi cómo empezaban a retorcerse los cartones hasta que se iban deshaciendo y formando un engrudo inservible, mientras yo pensaba en el río que pasaba debajo del living, pensaba en un túnel de agua, desbocado y amenazante,  pensaba en el miedo al río, pensaba en que el miedo es tiempo. Cuando empezó a rebalsar la pileta, cerré la canilla. Tenías razón, Tati, nunca entendí nada. For no one. Sigo sin recibirme.


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