martes, 2 de noviembre de 2010

Papi dame la mano

Al Meridiano V

Y en cuanto floreció el silencio, la grisura se fue a dormir en tu vestido lila.


Es domingo, parece primavera, pero el aire del sur amerita un abrigo liviano. De todas maneras, no lo necesito porque no pienso salir a ningún lado. Compré los diarios y me dispongo a tomar unos mates con facturas. Es uno de esos momentos en los que, como dice Celina, apremian las necesidades brasileras. Y para eso nada mejor que escuchar el Samba Social Clube. El día que hagamos contacto, todo el universo va a sambar.
Y desde Brasil me acuerdo de Millor y de pronto encuentro también una visión del conjunto. Y en algún lugar hay quien dice no por última vez; quien se avergüenza un poco de sí mismo; otros preparan ya la ropa para el lunes; alguien suspira; alguien ríe haciendo retumbar los departamentos vecinos; alguno realiza un viaje de regreso y se promete que esta vez sí será la última; alguien se identifica con un cuadrito de gente que anda por ahí y sonríe;  alguien se despierta y no puede creer con quién; uno repite un nombre como un mantra y nada sucede; alguien espera y quiere empezar a dejar de hacerlo; alguien cree que nunca le volverá a salir un asado tan rico; alguien tiene ganas de brindar pero encuentra su copa vacía, alguien brinda, alguien se brinda; alguien tose y piensa en dejar de fumar; alguien se arrepiente.
Me digo que fue suficiente, me enfundo en la gabardina y salgo, me dejo azotar por el viento para reaccionar un poco, camino por 70, me veo en el reflejo de la vidriera de la panadería y me sorprendo. Intento sonreírle a ese extraño que se me parece. Me devuelve una mueca y entonces sigo, compro cigarrillos, pago con monedas, camino, llego hasta 17 y doblo hacia la izquierda. Al fondo, la Estación Provincial como una pirámide egipcia o maya o azteca, con esa presencia que tienen los monumentos sagrados y algo que flota en el aire, partículas azules turquesas, que van y vienen haciendo que la gente de pronto se mire, se abrace, se comparta. Ruedan las ruedas de mate que, al caer un poco más la tarde, serán rondas de alguna bebida más espirituosa, pero ahora no, no todavía, aún se ven los barriletes en lo alto como parches de colores para tanto azul, los puestos de la feria, la canasta con los panes rellenos, la vagoneta dominguera transmitiendo desde una ventana.
Un poco más allá, en el bar Ocampo, una pareja toma café con leche. Se ven lindos el uno en el otro, se examinan y parece que se van construyendo, mostrando, van compartiendo vivencias que los llevaron hasta ahí, momentos diferentes del camino dónde se habían cruzado, conocido pero no reconocido. Nunca te vi mejor, le dice él y no habla de cómo está ella sino de cómo la ven sus ojos. Siempre creí en la frecuencia vibratoria que hace que dos personas se puedan encontrar en determinado momento, dice ella. Parecen felices. Y de afuera son llamados por un tronar de tambores.
Tras el ventanal con las letras al vesre aparece La Minga, la cuerda del barrio, cáraca cáraca cáraca, los cueros zumbando, tiznados de sangre ancestral sobre los adoquines, poseyendo los cuerpos tímidos de los mirantes, que de a poco se dejan llevar y no les queda otra que ser llevados y la caravana festiva culmina en un abrazo colectivo, mientras el talp espera para entrar a la terminal.
Sobre el playón ya gobierna la luna, no hay tanto viento, la ciudad asciende a la noche y se cuentan los últimos cartuchos del fin de semana. Queda ir al ciclo de cine, a un concierto, quedarse sentado en la vereda, subir las escaleras y ver la danza de la juntada en el playón y más allá, las luces de la ciudad, donde se empiezan a planchar los guardapolvos, se piden empanadas, se busca alguna película en el cable, resúmenes de los goles de argentinos que juegan afuera, se habla de política y se hace el amor con delicadeza.
Siempre es parecido, pero nunca es igual, el ritual dominguero en el que tantos seres desesperados intentan como les salga probar su amor, conectarse en un nivel desprolijo, en verdadera banda ancha, haciendo esgrima con la soledad, recibiendo pinchazos y buscando, siempre, sin saber qué, como pueden: las mentes más hermosas de mi generación intentando generarse, encenderse y arder de una buena vez.
Nos quedamos un rato más. Charlamos. La conversación debe ser uno de los artes menos valorados. Estar frente a un otro, mientras las palabras levantan la mano ahí dentro para ser elegidas, se ponen sus mejores ropas y esperan. A veces salen, a veces parece que salen, pero la comunicación suele ser tan constante e imperfecta... Somos tan imperfectos. Y como lo sabemos buscamos otros lenguajes, los cuerpos llaman y la piel es más certera, pero siempre periférica, tal vez ni siquiera uno mismo pueda dar con su centro. Y si se da con el centro, sólo hay soledad, aunque sea luminosa.
Entonces, aquí mismo se hace lo que se puede, se demora la retirada, no vaya a ser que se piense un poco de más y no, mejor no, mejor reírse, fumar un poco, caminar junto a alguien, acostarse enseguida. Tal vez mañana.
Y se vuelve a casa, en silencio, cantando por dentro, el bailecito de las llaves hasta yacer en un clavito o despatarrarse en la mesa (siempre me llamaron la atención los lugares donde reposan las llaves al instante de franquear la puerta) y es buen momento para escuchar El engrupe, ya va a pasar, ya va a pasar, ya pasó.
Ahora sí se termina el día, está ese momento de intimidad con nosotros mismos, la vista fija en el techo de la pieza, y entonces, minuto antes de cerrar los ojos, podemos creer que no estamos tan mal, que hay otras tantas lucecitas escondidas mirando el techo, que tal vez así se encuentren y nosotros no lo sepamos. No nos queda otra que seguir buscando, borronear los mapas viejos si cerró la librería y no faltar el lunes a la escuela. Pero ahora no quiero ir solo, quiero que me acompañes. Papi dame la mano. Que tengo miedo.

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