viernes, 12 de noviembre de 2010

Abu

A Pao, por su mirada del mundo.

El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable.
John Berger.





Imagen: Pao Buontempo


Los limones como tetitas amarillas casi saltando en una caja de zapatos. Eso es lo primero que veo cuando entro al comedor de la abuela. Todo está en su sitio, como siempre, como si las cosas hicieran fuerza para volver a quedarse siempre en el mismo lugar, relucientes, inertes y brillantes ante el paso del tiempo, como las patas de la mesa de un barco, como la naturaleza de algunos recuerdos, fotografías de la memoria individual que se mezclan y se parecen a cierta memoria familiar y colectiva.
            Me quedo un instante parada ahí, junto a la mesa, mirando los limones, el mantel de hule (que poníamos al reverso para jugar a las cartas o los dados sobre el paño), la estufa y las baldosas mal niveladas. Siempre tuve un banquito propio en la casa de mi abuela. Uno chiquito, azul, de madera, que está junto a la puerta de la cocina. Me sentaba ahí, mientras ella preparaba mate y me contaba historias. Usaba un mate rojo, de lata, con una bombilla que lo superaba tres veces en el largo.
            Me gustaba escucharla, imaginarla unos cuantos años atrás, antes de que yo existiera. Por ese entonces el mundo que me imaginaba en los relatos de Abu era en blanco y negro, como en las películas con las que asociaba su época. Mi abuela perfectamente encajaba con Casablanca o La Dolce Vita, películas que había visto con mis padres, ya que ellos tenían una gran vocación cinéfila que lograron inculcarme.
            Las historias de la abuela tenían grandes peripecias, aún en situaciones triviales como bailes en clubes y escapadas furtivas para besar algún chico que le arrastraba el ala. Siempre contaba los mismos cuentos, que ya me los sabía de memoria, que para mí eran ya verdaderos y estaban impresos en mis propios recuerdos, pero lograba tamizarlos con algún detalle nuevo que colaba como si hubiera sido todo el tiempo parte del relato y concluía diciendo ¿te imaginás?, con una sonrisa entre melancólica y alegre.
            Si, Abu, me imagino. Creo que gracias a todo esto decidí hacerme directora de cine. Para ello me fui a vivir a La Plata, a un departamento junto a dos amigas en 42 entre 8 y 9. Los primeros meses se debatieron entre la excitación de lo nuevo y la nostalgia del pueblo. De a poco las cosas se fueron acomodando, me asenté, por decirlo así, y dejé de ir tan seguido a visitar a mi familia.
            No obstante, siempre que voy, paso por lo de mi abuela, a escuchar sus historias (ahora también las cosas que sucedieron durante mi ausencia). Y hoy, aquí parada, mientras Abu prepara el mate, la noto más silenciosa que de costumbre. Yo también estoy en silencio. Últimamente pienso más de lo que hablo y un poco quiero aprovechar la visita para distraerme, para dejar de pensar un rato, bajarme del tren vertiginoso de esta época del año y enfrentarme desde otro lugar, desde la comunión con mi remota sangre, con la punta del ovillo que hay que tirar, pero que todavía no estoy preparada, convencida, no sé, como si las cosas se hubieran vuelto demasiado volubles, las cosas, los deseos, el futuro, las historias mal contadas, los finales felices.
            Abu pasa al lado mío y me sonríe. Hice leikaj, me dice, está en la cocina. Me saco la campera y me suelto el pelo. Me quedo mirando un retrato que tiene ella con su madre, uno de esos cuadros ovalados que decoran majestuosos las salas de las casas como ésta. Pienso en la escena previa a ese momento, en plena República de Weimar, y me digo que las fotos no conservan el idioma, podría haber sido sacada en cualquier rincón de esta casa y sería lo mismo, y sin embargo, no. Qué se yo.
            Cuando entra a la cocina yo ya apagué la hornalla, el agua estaba a punto de hervir. Entra con un pequeño neceser de cuero que deja sobre la mesada. Me mira, sonríe y prepara el mate. Me dice: ¿tenés frío?, puedo prender la estufa si querés. No, gracias, Abu, estoy bien, respondo al momento de sentarme en el banquito, en mi banquito azul. Pienso que me debo ver un poco ridícula sentada en un banco tan bajito, pero no me preocupa, es mi banquito y lo será siempre, hasta el fin de todo, pienso, hasta que diga por fin, y el cansancio generado de tanto saltar entre rocas verdes y azules, tanto frenesí desatinado me haga buscar un apoyo, sé que contaré con este banco para mirar el nuevo y primer amanecer. Es, entonces, uno de mis lugares en el mundo.
            Contame algo de cómo te está yendo por allá, me dice Abu cuando me acerca el primer mate. ¿Tenés novio?, agrega y sonríe pícara, menos con la impunidad que suelen tener los viejos que con la picardía que la acompañó siempre, esa sensación que me daba a mí de que jamás le iba a faltar un as en la manga. Estoy por decirle que es un tema difícil en este momento, sabiendo que me va a comprender pero que a su vez le va a doler un poco que no quiera contarle. Es que todo es tan reciente, tan fresco, todavía una promesa de relato y en esa proximidad hay tantos lugares por los cuales entrar y encontrar tantas cosas diferentes que simplemente puedo atinar a decirle: sola, Abu. Y ya una parte de mí deja de estar en el banquito azul y se envuelve en una bruma, entre tantas caras que es siempre la misma, tan habitada me siento, mareada, tan fácil de reconstruir, aún latente, el mapa de su piel, de nuevo el tren vertiginoso con las estaciones pasando sombrías a un costado, una y otra vez, y en el vértigo todo se vuelve un poco más difuso, y ya no es un recuerdo, es más bien un fantasma que canta en silencio, un fantasma quieto que me mira sentado al borde de la cama, un horla dando pitadas a un cigarrillo que contribuye aún más a la neblina azul, de a poco se esfuma, de a poco se cristaliza, de a poco el fantasma me sonríe y no reconozco el borde de esos labios, el borde peligroso por el que me deslicé desnuda, el borde salitroso que me raspa la piel al caer, caer, caer, caer al centro de una celebración sin esperanza que a veces puede ser hermosa, pero no ahora, ahora camino sobre vidrio molido, ripio, de nuevo las rocas verdes y azules, de nuevo el peso de la ausencia, el vació corporizado, mi más profunda piel aterida. Todo es muy poco a veces.
            Dejame mostrarte algo, dice Abu y me trae de nuevo a la cocina. Se acerca a la mesada y abre el cierre del neceser dándome la espalda. Se acerca con una foto, la recibo sorprendida y curiosa. Echo un vistazo de entrada y veo el reverso para ver si tiene anotada alguna fecha, alguna marca especial o algo, aunque bien Abu me podía informar estas cosas, fue como un acto instintivo. Entonces me detengo a contemplarla.
            Son tres jóvenes, dos varones y una mujer, adolescentes felices con un fondo de montañas, un paisaje idílico aún en blanco y negro, los altos cerros vestidos de bosque, el bosque como la metáfora donde viven los alemanes, según dicen, el cielo de un azul irrecuperable. Es fácil reconocer el zumbido del viento en el gesto de la mujer que se sostiene el pelo sobre la sien derecha para que se le vea la cara; los dos hombres, en cambio, llevan grandes boinas de lana que imagino azules o celestes. La danza que me provoca me lleva a ver un gallinero, algunas cabras, ovejas, un paisaje rural y verdadero, un fragmento de la historia atrapado en lo que no se ve, una aldea cercana a Oderberg.
            ¿Quiénes son, Abu?, le pregunto. El que está a la derecha es tu abuelo, dice con cierta ternura; el otro es mi prometido; la chica soy yo. Me quedo pasmada, no sé por qué me inquieta tanto, de pronto una alarma, un teléfono se enciende en mi cabeza, suena y me aturde, pero no por el ruido, sino por la intensidad con la que me sacude, no entiendo qué sucede, estoy en una habitación oscura y el teléfono suena, sigo paralizada y me ordeno atender, al mismo tiempo que me digo que no es el momento, que no estoy lista, que no puedo, pero la violencia inusitada del llamado exige una respuesta y no llega desde mis palabras, sino de una voz exterior que me resulta familiar pero que no puedo reconocer, hasta que entiendo que Abu me está hablando.
            Se llama Simon, dice con un tono que nunca le había escuchado. Entiendo que debe ser la primera vez que comparte esto con alguien. La miro a los ojos y puedo ver el fondo de ellos, el pozo de agua de sus recuerdos invertebrados que trae con delicadeza, con un balde tembloroso en la mano, eligiendo con mucho cuidado cada una de las palabras con las que me va a contar una nueva historia, tal vez la única que quiso contarme desde que me senté en este banquito azul, sabiendo que hay cosas que dejará de lado y tendré que ponerlas yo. Sigue contando.
            - Vivíamos cerca, todo es cerca en lugares como ese. Los tres hicimos la escuela rural juntos. Me enamoré de Simon casi sin darme cuenta, tanto compartir, trabajar, vida de aldea, ¿entendés?, hacía tiempo que no decía la palabra aldea. Era inteligente y reservado, leía mucho, entre las pocas cosas que llegaban para leer y después me contaba esas historias junto a una salamandra en las noches silenciosas, las noches frías y silenciosas de allá. También leía libros de botánica y cuando paseábamos me instruía acerca de lo que veíamos a nuestro paso. Adoraba escucharlo, caminar junto a él. Construimos una comunidad de dos, asombrándonos a cada paso, todo era nuevo para nosotros, para la mirada del mundo unificada y opuesta que logramos. Además, nadaba muy bien. Era enérgico y activo, al contrario de tu abuelo que era más contemplativo. Eran dos caras de una misma moneda.
            Se queda callada un momento, creo que una lágrima está a punto de arrojarse por su mejilla, pero se contiene y vuelve a hablar.
            - Éramos un lindo grupo los tres, tu abuelo y Simon eran amigos y a veces nos acompañaba. Nos queríamos mucho y la pasábamos bien. Simon fue el primero en vislumbrar lo que se avecinaba. Durante largas noches nos convencía que debíamos irnos de ahí, cruzar el océano, América tal vez, decía, un lugar más seguro. Hasta que un día decidimos irnos. Él no. Él tuvo que quedarse un tiempo más y nos iba a encontrar cuando estuviéramos establecidos. A veces parece que el destino cabe en una decisión, como si fueran las bifurcaciones de las vías de un tren, la palanca bajada en un instante definido. Y sin embargo, con el paso de los años, pude ver que nuestra vida es más parecida a un tejido que a un camino hacia delante, en rieles de hierro y quebracho. 
            ¿Quiénes somos, abuela? ¿Qué tan cerca se llega a encontrar una respuesta? Pienso esto mientras la miro mirar por la ventana, el mate ya definitivamente quieto, en medio de una ensoñación pardusca, tal vez por las baldosas o la cortina, no sé, me veo de pronto pasando los veranos en los Alpes en lugar de Monte Hermoso, pienso en otro idioma, y puedo entender sin esfuerzo lo que pienso, lo que puedo decir, pero no quiero, sólo quiero tomar su mano, tu mano, una mano que se aparece crispada, sin contexto, inútil y etérea, que se desvanece entre mis dedos como arena y esa arena que cae forma en el suelo otra mano, pero en este caso de otra naturaleza, desesperada, vacilante, una mano que pide ayuda y que tal vez es la mía pero que elijo pisar con la bota derecha y hacerla desaparecer.
            Abu vuelve a mirarme.
Es la primera vez en tantos años que de verdad nos miramos, que la veo por primera vez y siento que es la primera vez en mucho tiempo que ella puede verse a sí misma.
- Tardamos varias semanas para poder llegar a un puerto del cual zarpar hasta Río de Janeiro. La familia de tu abuelo, sus dos hermanas, mis padres y yo. El viaje no reviste demasiadas cosas diferentes de las que podés haber visto en películas, ese tipo de cosas. En Brasil no estuvimos casi nada y nos fuimos a Buenos Aires, dónde estuvimos unos meses y después decidimos buscar el campo, era lo que más nos podía acercar. Todas las noches salía a mirar la bóveda estrellada de aquí y pensaba en Simon, le hablaba a las estrellas queriendo hablarle a él. Sé que mientras pudo, me escuchó. Un par de años después supe que había muertoen el viaje . Era verano, tu abuelo había viajado a Buenos Aires y en el puerto se encontró con unos conocidos que le dieron todas las noticias juntas, de lo que estaba pasando allá y lo que ya era definitivamente irreversible. Luego, estalló la guerra. Ese mismo verano, me comprometí con tu abuelo. Aprendí a quererlo y aún hoy lo sigo amando, hicimos una linda familia, nunca más nos separamos ni hablamos de Simon, no hacían falta las palabras, a los dos nos extrañó su ausencia y también nos unió. De vez en cuando salgo por las noches a hablar con las estrellas. No sé quiénes somos ni si alguna vez estaré cerca de encontrar una respuesta. Lo que sé es que aún perdido, aún lejano, aún incompleto, si vives un amor así, nunca estarás sola

             

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