martes, 9 de noviembre de 2010

Confieso que un poquito me reí

Estamos como el pajarito agarrado a la última rama 
del árbol que crece al borde del abismo. 
Un vientito y caemos en...
Juan Forn 
1

Confieso que un poquito me reí. A la tercera vez que recordé el episodio, ya dejó de ser “el episodio”, aunque bueno, en realidad nunca fue tal cosa, tiene razón Daniel cuando me dice que soy una exagerada y que le agrego demasiado dramatismo a la cosa, como dice él, en fin, decía que un poquito me reí y de pasar de decirme “soy una pelotuda” pasé a decirme “que se joda” cuando le dije Ramiro a Gonzalo, siendo Ramiro el ex de Clara y Gonzalo, el actual, que conozco más bien poco.
            Así que estaba en el micro, por avenida 44, yendo a la casa de Noe, mordiéndome apenitas el labio inferior mientras me sonreía, definitivamente ya me causaba gracia, cuando lo vi. El micro paró en un semáforo, apenas pasada la 131 y casi en la esquina había una juguetería que me hizo acordar a Periquita, la de Mar del Plata. Bueno, ahí estaba él, ahí lo vi. En un principio no lo reconocí. Creo que ahora tampoco termino de reconocerlo. En ese momento estaba segura que lo conocía, al menos de vista y cuando me pasa algo así no me tranquilizo hasta no poder ubicar de dónde es que conozco a esa persona.
            Por ejemplo, me ha pasado de estar todo el día tratando de recordar a alguien que había visto y me había saludado y dale que te dale tratando de asociar lugares, personas, épocas, ciudades, amigos de amigos, amigos de ex, ex amigos, cosas así, hasta que una vez dormida, en el momento ese en que no estás ni dormida ni despierta, en esa especie de lucha que se produce y que no sabés si estás soñando o viviendo y de repente, un instante así, como si destapara un caño o una botella y aparece ahí, una sola palabra o dos tal vez, pero que me deposita de inmediato en el sosiego y el sueño al fin: ¡de la facultad!
            Por eso, cuando lo vi limpiando un metegol con una minuciosidad de aquel al que su trabajo le importa más bien poco, pero sabe que lo que tiene entre sus manos es algo muy valioso, pongamos por caso otro ejemplo, como ser, una sirvienta o empleada doméstica que limpia un jarrón de su patrona: a ella el trabajo le importa más bien poco, no le va la vida en la limpieza del jarrón, pero es consciente, esa es la palabra, consciente del valor que ese jarrón tiene, tanto económico, como personal y social, esas cosas tienen un peso mayor que el metegol digamos, pero él estaba lustrando los jugadores con esa minuciosidad.
            Decía, que cuando lo vi limpiando el metegol, me quedé intranquila, y se ve que lo miré bastante y con intensidad, yo creo en esas cosas, se ve que sintió que yo lo estaba mirando porque bajó el ritmo con el que lustraba los muñequitos y levantó la cabeza directamente a la ventanilla desde la que yo lo miraba y de tan absorta que estaba no me dio vergüenza ni nada, como la mayoría de las veces que me miran así, o sea, no bajé la cabeza sino que me quedé con los ojos clavados en los de él hasta que el micro arrancó y alcancé a ver que él dejaba de hacer lo que estaba haciendo, dejaba la limpieza inconclusa y se paraba a un costado mirando el ómnibus que se iba. Casi que es romántico, me dije, el muchacho que ve cómo se va la chica, sin haberla visto siquiera, de cuerpo entero, como quien dice, ni saber su nombre, ni señas ni nada. Lo que debería seguir era tratar de buscar, mirar cada uno de los micros que pasan por esa avenida a esa hora y esperar que ella se detenga de nuevo en él y esta vez se baje, se vayan a tomar un café y la historia de cómo se conocieron quede como un lindo relato, que lo salva a él de haber sido despedido pues estaba tan obsesionado esperando que ella pase de nuevo que había dejado de lustrar los metegoles o metegols y su rendimiento en la juguetería le valía recelos y amonestaciones hasta casi el límite del despido.
            Pero no.
            Nada de eso.
            Lo que siguió fue más bien de otro orden.
            En primer lugar, cuando pasé a mi regreso de lo de Noe, por el carril de enfrente, la juguetería estaba cerrada y los metegoles o metegols guardados en su lugar y los empleados en su casa. Por supuesto que casi no pude mantener una conversación coherente con Noelia, que se había peleado con el novio, cosa de todos los días, pero no por eso le quita gravedad, nunca se sabe cuándo va a ser la última y creo que a ella le angustia más esa situación que las peleas en sí, no sé, hay parejas cuya cohesión está en vivir peleándose, ratificando todo el tiempo su condición de distintos y de cuánto se necesitan, para afirmar un lugar en el mundo que cualquier otra persona se los volaría de una patada ya saben donde.
            Y mientras Noe intentaba llorar y sufrir un poco de más, yo pensaba de dónde lo conozco, de dónde lo conozco, ¿será amigo de Raúl? ¿toca en alguna banda que haya ido a ver? ¿la facultad? ¿las encuestas? Tal vez le hice alguna encuesta, ese es mi trabajo por estos días, cosa que reparto entre la docencia de instrucción cívica en dos escuelas secundarias, no es que me apasione, pero me gusta y de lo mío mucho no hay, soy socióloga, aunque me falta una materia, la tesis en realidad, pero ese no es el punto ahora.
            Pensaba y pensaba y en determinado momento (tengo esos momentos de autoengaño en que le invento a esa persona una situación creíble, pongamos por caso, que le hice una encuesta, y le invento el frente de la casa, los perros, el pulóver que llevaba, trato de ser bien detallista para que me resulte más fácil de creer, pero en el fondo sé que es mentira, que tarde o temprano va a resurgir y voy a dejar la mentira de lado y seguir sin saber de dónde carajo conozco a ese tipo) me dije que era hora de volver a casa, era temprano y tal vez agarraba la juguetería abierta, pero no. 
            Cuando llegué a mi casa me puse a calentar unos fideos que me habían quedado del mediodía, casi por impulso porque mucho hambre no tenía, pero me dije que una vez que tuviera los fideos servidos me iba a dar hambre y entonces todo eso tendría sentido. En general me gusta comer en silencio, es un momento que me guardo para mí, pero también la música es algo importante en mi vida y como en ese momento estaba tratando de afirmar la mentira de haber visto a esa persona en situación encuesta, puse un poco de rock, Rubin y los subtitulados: frescura y rabia en exactas dosis, sin histeria ni grandes poses, una cosa entre estelares y fito & fitipaldis, tamizado por los rodríguez y estamos aquí de paso y esa chica tal vez no era tan importante, pero la necesito para hacerle esta canción, y falling in love whit myself. La frecuencia necesaria para que las topper de lona rojas se muevan solas bajo la mesa.
            Tal como había supuesto, con los fideos servidos me dio hambre y comí todo el plato. Después de lavar la cocina me puse a corregir unos exámenes que tenía que entregar al otro día, nada demasiado complicado, una especie de prueba sorpresa que les tomé a los chicos porque me hicieron enojar un poco, pero que no les iba a influir mucho en la nota final, no sea cosa que me terminen odiando. Mientras buscaba las pruebas, me llamó la atención el lomo rojo del libro que siempre está ahí, en la biblioteca, desde la última vez que lo leí, me llamó como si me estuviera esperando, por lo que decidí postergar la corrección y así, de pie, sin atinar a sentarme abrí al azar en cualquier hoja y me encontré con el siguiente párrafo, en eso consiste abrir un libro al azar:
            “Sólo cuando estuve adentro me di cuenta de que la decisión de dejar a Duvel solo había sido un tremendo error. Ya nada estaba en su lugar. Si en el mismo instante un cliente entraba y pedía el muñeco de un superhéroe determinado, encontrar el pedido me podia llevar toda la mañana”.
            Casi me caigo de culo. En ese mismo momento supe que el tipo que había visto limpiando el metegol era nada más ni nada menos que Enrique Duvel, el protagonista de un cuento de Samanta Schweblin. Era exactamente como me lo había imaginado, pero en el fondo sabía que era él en persona, que no era solo producto de la coincidencia entre la creación de una escritora y mi propia imaginación. Muchas veces hemos visto a Oliveira o Talita por la calle, pero pensando: si fuera una persona, seguro sería esa. Pero esta vez, algo me decía que esa era exactamente la persona.
            El cuento se llamaba, se llama, La medida de las cosas, y mientras pensaba una excusa para faltar a dar las clases al otro día a la mañana, sabía que ya nada estaba en su lugar, que no me quedaba otra que averiguar cuál era la medida de las cosas, en qué secreto orden o caos o cosa me había metido y del que no podría salir hasta enfrentarme cara a cara con Enrique, tal vez también con la escritora y, quién te dice, con mi propio destino.

2


            Me hice un té de tilo, que no sirve para calmar nada los nervios, pero igual me gusta y empecé a googlear a Samanta Schweblin. Me llamó Raúl para preguntarme si quería que nos viéramos, pero le dije que tenía que terminar de corregir si o si para mañana y que, aunque lo extrañaba y tenía ganas de verlo, si venía no podía corregir nada y mi autoridad como docente se iba a resquebrajar bastante. Yo también te quiero, besos.
            Busqué también en facebook, no lo uso mucho, pero para este caso me pareció que era útil.  No encontré nada, sólo un Alberto Duvel, pero en Venezuela. Dudé en escribirle algo en el muro de la escritora, pero al final me dije que no. Primero debía pensar en lo que me estaba pasando, estaba siendo presa de una excitación que hacía mucho no tenía, tal vez desde el momento en que conocí a Raúl, pero esto era distinto. En el fondo sabía que me estaba jugando algo importante, y tal vez esa era la medida de las cosas, de mis cosas: me estaba obsesionando con algo absurdo, inverosímil; cómo iba a conocer en persona a una creación de ficción y tener la necesidad de buscarlo, de salvarlo de algo, pero qué, o tal vez él debía salvarme a mí. Era una llamada, un impulso proveniente desde un lugar lejano al entendimiento y no encontraba la forma de resistirme a entrar en él, como las veces que abrí las piernas ante algunos idiotas que me hacían vomitar al despertarme junto a ellos.
            Este pensamiento me volcó a escribirle un email a la escritora, en su página había una dirección de correo para comunicarse con ella. Pensé en algo casual y amistoso, del orden de “me gustó mucho tu libro y me pasó algo muy curioso, ví a una persona idéntica a Enrique Duvel. Y me pregunto si existe o es una creación tuya. Saludos!”. Algo así, no fue muy diferente, pero para redactar esas dos líneas estuve el lapso de varios discos de Tryo,  uno de mis placeres serenos, dicho sea de paso.
            Muchas noches, cuando ya no tengo nada que hacer y estoy sola, me gusta armar un porro y fumar como descendiendo por un tobogán de lavandas y algodones. Me dejo llevar, llevar, lenta, con esa cadencia que siento como si me pasaran un brazo por la cintura y me sacaran a bailar, y soy liviana y no todo es tan terrible.
            A veces, reflexiono sobre mi generación, sobre los nacidos en la primera mitad de los ochenta. Creo que es una generación verde. No conozco a nadie de mi edad que no fume marihuana. Los hay expertos, ocasionales, apasionados, pero todos toman como algo natural que en una reunión se prenda un porro y pase de boca en boca, juan pedro fasola, a ver cuándo venís por acá. No nos creemos transgresores, es más bien una afirmación progre de algo establecido. Algo así.
            A veces nos veo, los veo, como seres marcados por un inexacto laconismo, deambulando entre amores siempre imperfectos, una partida de juguetes defectuosos, apelando al sincericidio para capear largos temporales de soledad, mejorando con el tiempo, esperando, ahora, que lleguen los treinta para saber de una buena vez qué era lo que queríamos y reconocernos en un gesto triste que tal vez otra hubiera sido la cosa si agarrábamos de verdad la mochila y salíamos al mundo, a comerlo de un bocado, clac. Entonces cultivamos nuestra propia hierba en el balcón y nos mudamos cada dos años con las plantas a cuestas y la mochila en el ropero. Es el gesto rebelde que supimos inventar cuando descubrimos la mutilación de nuestros hermanos mayores, y quedamos condenados a ser dulces parias de los últimos coletazos del horror y la revolución.
            Como sea, esa noche me sudaban las manos y a pesar de la concentración que debía imponerme para elegir las palabras adecuadas que escribirle a la escritora, debía revisar todo el tiempo si no había enviado ya el correo y había puesto cualquier cosa. Estaba amaneciendo cuando cliqueé enviar.
            Sólo cuando me estaba cepillando los dientes frente al espejo me di cuenta de la contractura que tenía: al levantar el brazo derecho para llevarlo a mi boca, sentí que todos los músculos, tendones y huesos chirriaron, como una gran grúa puesta a funcionar después de haberla rescatado de los escombros de un puente derrumbado. Me vi con espuma en la boca, rabiosa, con los ojos muy chiquitos. Me tranquilizó pensar que pronto estaría dormida y que al otro día tenía yoga.           
            Hacía poco tiempo que había empezado con las clases de yoga, inducida por Noe, que tenía sus años en estudios de meditación, relajación corporal, etc. Al principio me sentía un poco ridícula, como si no encajara, siempre temí no encajar en ningún lado y eso se traslada a todas mis actividades. Llega un momento en el que me canso de pensar así y me dejo llevar, solamente suelto la mano del pasamanos y, a pesar de que al principio me da vértigo, no suele revestir la gravedad que creía ver.
            Antes de ir a la clase, recibí la respuesta de Samanta Schweblin. Sólo decía que le agradecía mi interés por el libro y que Enrique Duvel era un personaje que quizá tuviera rasgos de algunas personas que conocía, pero no existía un Enrique Duvel totalizado en la realidad.
            Pensaba en esa respuesta y en lo que habría pensado la escritora cuando entré al salón de práctica yogui, un lugar amplio, rectangular, luminoso, con ventanas grandes y cortinas blancas. Los ventanales dan a un patio interno donde hay algunos malvones y un gomero que en otoño cubre el suelo con sus grandes hojas. El patio parece un lugar abandonado, un mirador del paso del tiempo de las cosas, dónde cada día pareciera que nada ha cambiado, pero ajustando el ojo se pueden ver los cambios, la inexorable marcha de todo hasta donde se acabe la cuerda.
            Empezamos estirando, y luego armamos y desarmamos posturas, “asanas” como las llama Lihn, el instructor chileno que nada tiene que ver con el poeta y que susurra de principio a fin de la clase y tal vez de su vida, no puedo imaginarlo llamando a un mozo en un restaurant o gritando por el portero eléctrico; habla como si supiera el secreto del mar y le diera vergüenza confesarlo, a la vez que sabe que esa es su obligación. Lihn vivió más de treinta años en Brasil, dónde hizo una serie trabajos vinculados al cuerpo y terminó aprendiendo casi sin querer a ser instructor y ganarse la vida con sus enseñanzas. No sé su nombre de pila, le gusta que le llamen Lihn, se siente oriental.
            Después del trabajo físico, sobre el final de la clase, comenzamos el trabajo de relajación. Últimamente me ha pasado de quedarme casi dormida, arropada entre cascadas y ruidos armoniosos que entran al cuerpo para ablandarlo. Esta vez, Lihn, como hizo otras veces, se acercó hacia mi con un cuenco tibetano. Lo que viví entonces, no lo había experimentado antes.
            Envuelta en un sopor blando, metida en la búsqueda de un aislamiento casi total, sentí una presencia. Un cuerpo vivo que no era el mío, como si hubiera podido verme de afuera, desde el otro lado, pero no, tampoco, estaba ahí y sabía que estaba ahí pero además sabía que no estaba sola, que algo más permanecía y pujaba, ante mi reticencia de aceptarlo, llevándome a una espiral parduzca y neblinosa, ardiente, de plush, de otra cosa, y entonces, me dije, qué es esto, no quiero, Lihn, no quiero, dejame volver, Lihn, dejá ese cuenco, Lihn y abrí los ojos. Todo estaba en su lugar. Giré un poco la cabeza, por instinto o por llamado, me detuve en uno de los cuatro Budas que descansan en una mesa cubierta con manteles hindúes y sahumerios y vi, riéndose apenas, antes de esfumarse, la cara de Enrique Duvel en la figura de un dios obeso.
           


3

            Después de la clase, me fui en silencio, suelo ser bastante reservada o tímida y no es nada extraño que no converse demasiado, sobre todo después de la relajación, que nos deja a todos un poco más cerca de nosotros mismos y salimos del salón de práctica como si estuviéramos caminando entre nubes.
            Pero yo caminaba en una tormenta. Salí por 5 hasta diagonal 80 y cuando llegué a Plaza San Martín empecé a caminar más rápido. Crucé la plaza casi corriendo, cruzándome con estudiantes de teatro que salían de la escuela y son fácilmente reconocibles a esa hora y en esa zona, tienen algo en el andar, en el vestirse, no sé, una los ve y dice: son de teatro y generalmente no me equivoco, aunque tampoco compruebo que no lo sean; de ese tipo de arbitrariedades se compone mi mirada sobre los demás.
            Cuando llegué a 7 y 54 casi me atropella un taxi y me llevé colgando un rosario de puteadas, que no pude responder, no atiné a hacer nada, es que en general soy pacífica, pero a veces cuando voy en bicicleta (es otro de mis placeres serenos, recorrer la ciudad en bicicleta, escuchando música, bailando un poco sobre ruedas y encontrarme de repente con una plaza tapizada en el lila del jacarandá o pasar por los túneles de plátanos de calle 57, tupidos en verano, raquíticos en invierno, cosas así) decía, que a veces los autos se creen que tiene más derecho en la calle sólo porque son eso, autos, y de vez en cuando me encuentro puteando a mansalva en alguna esquina.
            Al fin llegué al departamento de Raúl, y sólo en ese momento, al tocar el 2° C me di cuenta de que estaba en su casa, no había decidido ir, sino que sólo había caminado por impulso o lo que fuera que me llevó hasta él. Se asomó por el balcón y preguntó quién era. Salí del porche lo más sonriente posible, mirando hacia arriba. Me gustaba reconocer primero su voz y después buscarlo con los ojos, ver cómo le caía el pelo, que usa hasta los hombros, cuando hablaba desde el balcón. Desapareció un instante y regresó con la llave envuelta en un repasador, que dejé caer al piso, nunca tuve buenos reflejos para atajar las cosas y me termino lastimando.
            Atravesé la puerta de entrada y subí por escalera, de dos en dos los escalones, tan Franca Potente que casi me equivoco de piso, pero no, llegué a su puerta, abrí, lo busqué y fui sobre él como sobre una presa o una coca cola en el desierto. Lo besé fuerte, hasta morderlo, lo atenacé hasta sentir el gusto de su sangre en mis labios y recién entonces lo arrojé de mi abrazo. Me miró con los ojos de una gallina que sabe que le cortarán la cabeza y se divertirán viendo como su nervio hace bailar al cuerpo decapitado igual que un globo que se desinfla de repente; sé de esto porque solía acompañar a mi papá cuando se encargaba de ellas en el gallinero y eso me producía un cierto morbo que pude abandonar, pero que recordé en la mirada de Raúl y entonces me vi en la obligación de decir algo, no explicar, no podía, sino romper el silencio, atravesar esa cortina invisible que me separaba de él, de su mirada avícola, tocándose el labio inferior con una mano, para comprobar la sangre, el gusto del dolor y le solté un te amo.
            Estuvimos en silencio un cliché, es decir, un segundo o un siglo. Me dijo que él también, claro, pero que le sorprendía un poco este arrebato y no sé qué cosas más porque entonces hablaba camino al baño, a lavarse la boca y ponerse alcohol, curarse de mi beso, eso pensé: se va a curar de mi beso mientras yo seguía ahí, de pie, quieta, hasta que apareció de nuevo tocándose el labio, diciendo no es nada, no es nada y en ese instante me di cuenta de que ya no iba más, que tenía que salir de ahí y alejarme, salir, salir, salir, salir y escuché ¿te pasa algo? ¿estás bien? y solo pude decir me tengo que ir, después te explico, necesito estar sola.
            Bajé las escaleras a la carrera.
            Caminé sin darme cuenta hasta mi casa. Cuando me vi en el espejo del baño me di cuenta que estaba llorando.
            Apagué el teléfono, que tenía dos mensajes de Raúl, y me acosté.
            Dormí hasta pasado el mediodía. Al despertar, no reconocí mi dormitorio. Me fui acostumbrando a la claridad que dejaban entrar las persianas entrecerradas. Prendí el teléfono que tenía tres mensajes más de Raúl y uno de Noe, que decía que se había peleado de nuevo con Julián y que esta vez era en serio. También apareció un recordatorio que decía que tenía que ir al dentista.
            Me di una ducha, preparé café, me lavé los dientes y salí caminando, despacio, con el suficiente tiempo para llegar al consultorio sin apurar el paso. Entré y me senté en la sala de espera. En una pared estaban colgados todos los diplomas de los profesionales que atendían allí. Había algunos de congresos en San Luis, en Cordoba y en universidades de los Estados Unidos. Me puse a leer una revista de domingo que tenía en la tapa a Ricardo Darín fumando un cigarrillo. Me dieron ganas de fumar, pero me abstuve. Cuando terminé de leer el horóscopo apareció el dentista en el vano de la puerta. ¿Enrique Duvel?, dijo. Era mi turno.

2 comentarios:

  1. Y al final lo mandaste al concurso? esta muy bueno!!!

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  2. En una de esas, Samanta se "googlea", da con el blog y te contacta. Para eso puede servir un blog.

    quizás.

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