lunes, 24 de noviembre de 2014

Mi madre también


Hola má.
Hoy me encontré con un cuento de Conti, "Mi madre andaba en la luz" y me dieron ganas de escribirte. No es aniversario de nada, no todavía, faltan un par de semanas, simplemente tenía ganas de escribirte. Como cuando Luis estaba en la colimba y nos mandaba esas cartas que nos revelaban a alguien, no al adolescente obtuso que se encerraba a escuchar los Redondos en la pieza, sino a uno de los nuestros, uno que nos estaba contando su experiencia y nuestra ausencia. Bueno, algo así es esto.
Vos ya te habías muerto cuando empecé a escribir, cuando me vine a La Plata y me topé con el gordo Soriano y quise ser escritor o algo así. Y creo que nunca te escribí una carta.
Pero ahora me dieron ganas, y es así. Corta la bocha. Hoy uno escribe y publica al toque, má. Y hay un montón de gente que, si le llama la atención algo de lo que decís, te puede hacer comentarios; alentarte o ningunearte también, por qué no. Es como una colimba permanente.
Bueno, la cosa es que no sé, te extraño. Yo sé que no vas a leer esto, no estoy alucinando. Y es obvio que no lo escribo para vos. Pero mucho no me importa. Está el impulso, viste. Como me dijo una vez Eugenio Mandrini acerca de la poesía: uno siente el escorpión que le empieza a subir por el pecho y tiene que abrirse la camisa y ponerse a su servicio. Esto no es poesía, ya sé, pero dejemos que los puristas se encarguen, a mi no me molesta la diferencia.
En el fondo, má, sigo siendo el niño torpe que se cayó en la zanja inmediatamente después de colgar el cartelito de advertencia ("Cuidado con la zanja") para que las visitas no se sorprendiesen con el pozo frente a sus pies. Estaban haciendo una reforma del gas o algo así. Habían cavado una zanja que atravesaba la calle y entraba a casa, perpendicular, por la puerta del medio del garage. Uno podía suponer que la fosa continuaba, pero consideramos que lo mejor era poner un cartel en la puerta, por las dudas de que alguno entrase a lo tano y se fuera al demonio en dos pasos. Qué hice yo? Pegué el cartel del lado de afuera, cerré y entré de espaldas, mirando que el papel no se vuele ni nada de eso. El pie izquierdo fue a dar al vacío y ya era tarde para corregir la trayectoria. Caí limpito, de espaldas. Fui mi propia broma, golpeando en seco contra el fondo del foso. Cómo se puede ser tan boludo, pensaba mientras corría al lavadero para limpiar la remera. Alguno me vio en esa circunstancia, con la remera en la bacha y el culito embarrado y me sacó la ficha enseguida: "No me digas que... pusiste el cartel... y vos mismo te caíste...?" (Risas). Si, te digo.
Esto que escribo es así de arbitrario, má, como cualquier carta. Creo que el núcleo del asunto, del por qué en un feriado gris me asomo a esta ventana, es el paso del tiempo. Es decir, entre el niño ese que se cayó en la zanja y este que ahora vuelve a sentir que te habla pasaron un montón de años. Y dentro de dos diciembres vamos a tener la misma edad. Vas a cumplir de muerta la misma cantidad de años que tenía yo cuando te vi por última vez, cuando te encontré agonizando en el sillón de los Grimm. Esos ojos que te vieron luchar contra el turn off vital están, hoy, llenos de preguntas. En ese entonces era el horror, el descrédito, la sorpresa infame, la broma macabra de las estampitas que habías puesto sobre la mesa. Supuse que lo veías venir, que presentiste algo. Pero en lugar de llamar al médico, te pusiste a rezar. En fin.
Me hubiera gustado que nuestra despedida fuera diferente. Antes de irte a trabajar -te ibas a quedar de casera esa noche- abriste la ventana de la pieza cuando estaba escuchando los Gardelitos y eso me fastidió. Te dije de mala manera que chau, que después iba a ver tele, que si si si, que no molestes. Al rato te vi inconsciente, sabiendo que no pasarías esa noche y que nada sería igual desde entonces, que todos nosotros no íbamos a saber qué hacer sin vos. Si, vale, nos tenías medio mal acostumbrados. Acaso por eso te escribo ahora. Para saber qué hacer, para que tengamos una despedida diferente, para cambiar mi relación con tu muerte, para celebrarte en noviembre.
También nos quedamos sin Lalo. Él no supo qué hacer, pobre. Duró un par de años, pero al final tiró la toalla. A él sí lo vi irse. Mientras iba dejando de vibrar le canté un tango al oído. Estoy seguro de que era ese que habla del carnaval, que empieza diciendo: "Esa colombina puso en sus ojeras / humo de la hoguera de su corazón." Creo que no era por nada en especial, sino para decirle que estaba ahí con él, que me quedaba, que se vaya tranquilo, que a pesar de todo estuvo bueno su viaje, su estadía. (Así hablamos ahora, má. Decimos "estuvo bueno" para cualquier cosa. Y cuando queremos decir algo empezamos diciendo "nada" o "no" y de ahí arrancamos.)
Hace poco le contaba a Flor de lo mucho que tardábamos cuando salíamos a por los mandados. Te encontrabas con todo el fucking mundo y chusmeteabas de lo lindo. Lalo decía que había que mandarte a buscar la muerte, porque como no llegabas nunca, la muerte nunca nos iba a llegar. Era muy dado en esos silogismos sutiles el viejo, cómo que no. De todos esas salidas que hacíamos, la parte que más me gustaba en el mundo era cuando dejábamos atrás lo de Po y encarábamos la pendiente de la vía. Era para empacharse los ojos de estrellas. El barrio Brunero a un costado, el descampado de los galpones del ferrocarril al otro y el Molino y la casa al fondo, con la promesa de papas fritas y televisión en colores. Y yo de tu mano, chiquitito y ruloso, pateando piedritas como preguntas, porque en ese trayecto éramos únicos e inmortales.




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