lunes, 15 de diciembre de 2014

Botines

Mi vieja terminó de hablar por teléfono y me miró haciéndose la misteriosa. Sonrió, pícara, y prolongó el silencio lo más que pudo. Yo dejé los dibujitos a mitad de capítulo e intenté dominar la ansiedad. La miré con cara de “Y????” pero ella no se inmutó durante unos cuantos segundos. Hasta que empezó a hablar. Dijo que estaban bien, que en Mar del Plata hacía frío pero que habían bajado a la playa igual y que Sole tenía que rendir el lunes siguiente. Y se quedó sonriendo, con la información más preciada para el final: “Ah, y dijo tu hermana que los botines llegan a las dos de la tarde en El Pampa. Tenés que ir a buscarlos a la terminal.”  

            Fui y la abracé. Ella me empezó a acariciar los rulos y al cabo de un rato me di cuenta de que estaba revisando si tenía piojos o no. Siempre que hacía eso me empezaba a picar la cabeza, así que me alejé. Voy a preparar la bici, le dije. Y salí corriendo al patio. Crucé la galería que daba al jardín y corrí poseído hasta el garage. La Aurorita estaba en buenas condiciones pero igual sentí que tenía que prepararla. Le di aire con un inflador de pie medio choto que estaría en casa de la segunda guerra, más o menos, y la dejé apoyada, reluciente, contra la pared del palomar.

            Entré a mirar la hora y habían pasado diez minutos. Pero por lo menos me enteré de que habría milanesa con papas fritas en el almuerzo. No podía más de feliz. Agarré la pelota y me fui a la canchita, a darle la despedida las zapatillas. Me llevé un par de Gráficos para jugar con las formaciones, que aprendía de memoria y relataba aunque jugara solo. A veces me acompañaba el Camorra y corría a la par mía todo el rato; a veces colgaba la remera en el ángulo para bajarla pateando tiros libres.

            Pero ahora sólo pensaba en los Adidas Corner que estaban viajando en la bodega de un bondi destartalado. Cómo sería pegarle con los mismos que usaba el Toti Iglesias? Llegó la hora de la comida y de hacer la digestión mirando el Zorro. Nunca me pareció tan boludo el sargento García. A las dos menos diez, agarré la bici y salí para terminal.

            Salí de casa y doblé en lo de Nico, para el lado de la ruta que va a al cementerio. A un costado, el viejo Montero estaba regando la cancha, más precisamente el óvalo de tierra que se había formado con el correr de tantos partidos. Lo saludé con la mano y me di cuenta que me hubiera gustado tener bocina, a pesar de que el viejo no se caracterizaba por tener la mejor onda. Llegué a la cancha de Ferroviarios y enfilé para el centro.

            Andaba poca gente, la hora de la siesta siempre fue implacable en el pueblo. Cuando estaba llegando a la terminal vi que el Pampa se alejaba hacia al arco de la entrada del pueblo, con la luz de giro anunciando la salida sobre la ruta. El paquete debía estar esperándome en el andén.

            Me asomé a la ventanilla de la boletería, cumplí como un adulto con la serie de cosas que hay que hacer para retirar una encomienda y sacudí la caja para comprobar su contenido. Saludé al empleado y pegué la vuelta a casa como un bombero. Los puse en el portaequipaje de adelante, para tenerlos a la vista durante todo el viaje. Cuando llegué a casa, dejé la bici tirada por ahí y subí directamente a mi habitación, saltando los escalones de dos en dos.

            Fue amor a primera vista. Eran hermosos. De cuero negro –ese olor inigualable-, con las tres tiras blancas bien cosidas, y una línea celeste finita en cada uno de estas. La suela tenía los trece tapones brillantes, casi fosforescentes, en una sola pieza. Se parecían, efectivamente, a los que veía semana a semana en El Gráfico.

            Estaba pasando los cordones cuando apareció mi vieja en el vano de la puerta.

            -Y? Te gustaron?

            -Si, ma! Un montón! Los voy a estrenar ya!

            -Andá. Llevate un buzo por si refresca.

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