viernes, 27 de agosto de 2010

Lejos

Me digo que debí haberte llamado, pero ahora es tarde. Te imagino, te recuerdo, te invento tirado en tu cama, mirando el techo y cada tanto el teléfono, para comprobar que sigue mudo, que tiene tono, señal, crédito, batería, pero que sigo sin llamarte, sin que alguna canción de los redondos, comprimida hasta la chotera sonora, comience a vibrar sobre el colchón, hacer saltar el aparatito y de un golpe de vista saber quién llama, quién se enteró o se va a enterar por puta casualidad y se va a arrepentir de haber llamado.



Pero no, me digo que te llamo después y, Pablito, vas a seguir acostado y en silencio, alejando el techo con los ojos, esquivando la gotera de tu tristeza que te cae desde una mancha de humedad con forma de caballo, un caballo desbocado, una mancha de humedad cubista, que después de mirarlo largo rato empieza a tomar vida, y el caballo se retuerce, se resiste a ser domado, se arranca las comisuras en su lucha con el bozal invisible y los pellejos que se desprenden, carne arrancada, pesada de saliva y sangre, resuenan blaf, blup, spat contra tu pecho, Pablo, que las espantás con el humo del cigarrillo, sin demasiado escándalo, como algo que te sucede todos los días, caballos que te regalan su carne recién muerta desde el techo de la pieza y enseguida viajas al campo donde tu tío te enseñó a andar a caballo y te prestaba unas botas de potro de Juan Angel, tu primo, que ahora vive en la Capital y toca la guitarra en una banda ska.


Alguna vez te escapaste y agarraste el zaino manso, que estaba ensillado, te calzaste las botas curtidas y saliste campo abierto, bebiéndote la pampa infinita y el horizonte, tan macho, Juan Moreyra, espantando cuises y liebres. Cruzaste algunas tranqueras y enfilaste para los médanos. La boca pastosa, con ansias, el cazar con la lengua algunas gotas de sudor en el trapecio de tus labios. La sal.


Aminoraste la marcha. Sentías entre tus piernas el tamborileo del corazón exhausto del obediente zaino, con la boca igual de pastosa y tal vez con el mismo deseo primitivo, ese llamar indescifrable que iba a completarse una vez que llegue, pero a dónde, si estabas perdido, más allá de algunas alamedas desparramadas que te resultaban familiares, como todas las arboledas que se repetían en torno tuyo y podían ser siempre la misma y lo familiar en la repetición, la costumbre, lo dado.


Te cambió el viento, Pablito, volviste a ponerte la remera de los ramones que habías ganado en una apuesta a un amigo fanático que se bañó dos días antes del recital, rompiendo la promesa y perdiendo la remera más preciada, que ahora se encuentra con tu torso brillante de gotitas que brotan de tus poros excitados y el vello incipiente que asoma aún con timidez en tu pecho, todavía lampiño.


Te embelezaste con la música que ejecutaban las herraduras del zaino con la arena, y más allá, el mar, asomando a tu oreja primero y a tus ojos luego de trepar los médanos. Bestia y jinete se detuvieron, te detuviste, indiferente y con sed el uno, azorado el otro, vos, sabedor en ese instante del costo de tu aventura, la preocupación del tío, el enojo creciente, tal vez un llamado al pueblo y que no venga nunca más, pero, al mismo tiempo, la conquista se plantó frente a vos en el oleaje infinito. Sonreíste. Soy ese árbol, te dijiste. Te bajaste del caballo y te acercaste por la superficie estriada, brillante, que conservaba unos pasos que se perdían entre unos matorrales lejanos.


Te acercaste a las pisadas y te quedaste mirando un rato. Tardaste en entender que esas pisadas coincidían con las que estabas haciendo nuevas. Miraste hacia todos lados y te dijiste que no habías estado nunca en ese lugar y estaban tus pisadas. Esto ya lo pisé mañana, te tentaste a pensar y te reíste un poco del plagio. Pero sí, eran tus pisadas, las pisaste mañana y no lo sabías y te quedaste paralizado, un año, dos minutos, el sudor se te enfriaba en la remera de los ramones y corriste hacia el caballo, lo montaste de un salto, como si fueras el Zorro y saliste en loca carrera hacia la casa, hasta casi reventar el potro, anunciando tu llegada por la polvareda que se veía desde lejos y regando los pastizales secos con lágrimas que no entendías y que tal vez ahora sí. Tal vez. Y te dijiste, ahora, mañana, que siempre entendés las cosas demasiado tarde.


Y ahora, mañana, tendido, rendido, boca arriba con un interminable cigarrillo y si Ana estuviera acá, pero no, Ana, perdida para siempre antes de que todo empiece, aquella vez que te la encontraste en el centro, mientras ibas de la mano de Rocío, las piezas que estaban fuera del rompecabezas y que son las que encajaron. La cara de Ana, diciéndote que te llamaría, que tenía cosas para contarte, tomarse unos mates, ganas de decirte que sí sin decirte nada, colgando una promesa de encuentro con el reverso transparente que aclaraba que ya no era posible, que no hubo coordinación y si una semana más o una semana menos, pero ya no, ya nunca, esa mujer, nunca, esa palabra, se parecen y ahora lejos, en el Uruguay, con dos o tres hijos que usan moña para ir a la escuela y Ana, tan ducha para hacer el nudo y darle su toque especial, el de sus manos finas y espigadas que nunca, de nuevo nunca, recorrieron tu cara, tu piel y que ahora podrían secarte las lágrimas, pero Ana ya no, desde antes de que empiece. Y Rocío, lejos también, pero otra distancia, del mismo modo irreductible, pero ganada a fuerza de estupideces, de celos innecesarios y un papel mal jugado en unas tontas vacaciones de verano. Tontas, tontas vacaciones de verano.


Como esas en que fuimos juntos, el primer viaje, intrépidos aventureros indestructibles con mochila y carpa prestadas. El recorrido en tren hacia Tucumán, con ese maldito ataque de asma que casi te mata y a mi de los nervios, el ventolín metido a tiempo, boludo, tenés que dejarlo a mano y no esperar a que tenga que vaciar la mochila; el cagazo que nos duró los primeros días, pero volver ni a palos, ni a palos Negro, mirá dónde estamos, lo mejor es no decir nada y seguir. Seguir, pero hasta cuándo, hasta dónde, hasta que nos agarren robando fiambre de un supermercado o descartando el porro en plena plaza de Tilcara cuando los matones de la antinarcóticos (se presentaron como si fueran de División Miami, los hijos de puta) casi nos revientan por cancheros, ¡no somos porteños, carajo! y no nos hubiera importado tanto.


Pero ahora sí. Ahora sí que importan los golpes, Pablito. Los golpes que se dio tu viejo en la ruta cuando se le fue el auto a la mierda y se estroló contra un alud. Imagino que no querés saber si había tomado o no. Pero en el fondo lo sabés. Alguien me dijo que casi no te hablabas con él. Conmigo tampoco, Pablito, ya casi no nos hablamos y pienso una y otra vez que debería hacerlo, llamarte y terminar con esto de una vez o empezar de nuevo, pero cómo, supe lo que le pasó a Lalo, lo siento mucho, cómo estás con todo esto. Blaf, blup, spat contra el pecho, el caballo desbocado de humedad que se despelleja y el humo azulado que llena la pieza y tu inmovilidad ahí abajo y la mía, voluntaria también, en otra ciudad, en otra pieza, con otras cosas en qué pensar, crecimos, ¿te diste cuenta?, pensamos en otras cosas, ¿te diste cuenta? ¿Dónde estás Pablito? ¿Dónde? ¿Pensás en otras cosas?

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