viernes, 27 de agosto de 2010

Benito

Hay pueblos que parece que surgieron por casualidad,
a la buena de Dios,
como los dados tirados sobre la mesa.
John Berger





Imagen: Pao Buontempo


Volver no existe. De alguna manera, cada viaje es único, tenga el sentido que tenga. Una mujer, un pueblo, una escuela. Volver a esos espacios siempre será un viaje nuevo. Nada permanece en su lugar por demasiado tiempo.
Mi pueblo es uno de tantos ombligos en el vientre de la pampa húmeda. Tal vez sea más apropiado definirlo como una peca, un lunar o una verruga. Que sea así no quiere decir que sea poca cosa ni algo feo. Sino que es una marca, apenas, en el campo infinito.
En esa marca nací y crecí. Y fui marcado.
No siempre voy, vuelvo a mi pueblo por la misma ruta. Cuando lo hago desde Tandil, por la ruta 74, luego de dejar atrás las sierras, la llanura se despliega como un mantel con los animales y los montes dispersos como migas de pan sobrantes de un picnic. El verdor campestre se corta, lejano, en el cielo, con la radiografía de las nubes, estrías flotantes del aire inalcanzable.
Ahora, por ejemplo, que voy en viaje hacia allí, hace frío. Aquí dentro, sin embargo, en este ómnibus desvencijado (parece esos pantalones a los que se les ponen parches modernos y pasan como reciclados, aunque se sienta cercana su fecha de vencimiento) hay un calor húmedo. Hacia afuera se ve el frío. La luz del invierno, el color del pasto, las vacas, los álamos secos, son indicadores visuales de la época en que estamos y a través de los cuales podemos deducir la temperatura de un afuera. También el frío entra por los ojos.
En esta vuelta (que no existe, para algunas cosas será la primera vez) lo hago después de mucho tiempo. La medida que tomo para establecer cantidades en cuanto a mi ausencia del pueblo está marcada por las fiestas religiosas, los feriados extraordinarios y los cambios de año. Puedo decir, por ejemplo, no voy a mi pueblo desde año nuevo. O desde Semana Santa. Cosas así.
Muchas veces no sé por qué voy. Y por qué sigue siendo MI pueblo. Me quedaron algunos amigos, a quienes veo mucho más envejecidos, resignados y puros, razón por la cual no me gusta verlos tan seguido. De la familia, creo que aún vive una de mis abuelas, pero, según tengo entendido, se la pasa en cama, ya que no puede moverse ni está demasiado lúcida.
Durante un tiempo, intenté conectarme con los muertos queridos que están allí: mis viejos, Néstor, Florencia. Generalmente, no era más que ver un rectángulo de mármol o de pasto, frío, inerte, silencioso. El silencio esta más presente en los cementerios. Es como si los oídos pudieran estar condicionados por la ritualidad que tenemos establecida. En el campo, por ejemplo, en la soledad de la pampa, el silencio no es el mismo. Se percibe la vida en ese silencio. Trae rumor la savia fluyendo hasta las hojas, de vacas pastando, al trajinar de las ciudades que están, incluso, más allá de unos cuantos horizontes. En cambio, en los cementerios, es el silencio de todas las voces acalladas por la implacabilidad de nuestra finitud. Es un silencio turbio, lejano, un silencio que genera la visualidad del pasado, de tantas historias, virtudes, calamidades que no lo eran, escándalos públicos, negocios errados. Es móvil y esa vibración genera un ruido extraño, dónde los pasos en la galería, que pueden traerte de nuevo a este tiempo, crecen, se agigantan y cubren todo el horizonte, dejando mudos a los camiones que pasan por la ruta.

1 comentario:

  1. Para algunos puede no existir un volver, para otros lo que quiza no exista sea una partir, por mas kilómetros que haya entre el lugar en donde nació y el lugar en donde parece vivir o a veces sobrevir o tal vez subvivir...

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