sábado, 20 de septiembre de 2014

La azotea/2

   Estamos en la terraza de la Estación, sobre el viejo edificio de 17 y 71. Está empezando el año 2006 y nosotros estamos mirando el amanecer desde ahí, ajenos al mundo, felices, esperando al sol como a una vuelta de página.
   Yo estoy acá, sentado, al lado de Rocío. Rocío es mi compañera. Usa el pelo corto y desparejo, como una Amelie a las apuradas. El viento le adhiere algunas de sus mechas castañas sobre un costado de la cara y estas hacen juego con sus ojos pardos. Así como está, hace juego con el mundo.
   Ahora le da un poco el sol y ella lo mira, masticando unos caramelos que no sé de dónde sacó. Mira fijo hacia la 72 y entrecierra los párpados.
   Da mar.
   Da ese aura de serenidad y tiempo. La miro a ella y me siento re Susanita. Me avergüenza un poco  tanto idilio de cine de autor. Me imagino filmando esta misma escena: ella mirando al sol naciente con una paz única; el medio y el mensaje.
   Porque Rocío es cine. Se lo vengo diciendo desde que nos conocimos. De hecho, fue el tema de conversación que ablandó nuestras cáscaras en aquella fiesta de Trabajo Social. Como estudiaba ahí le pude indicar con facilidad hacia dónde quedaba el baño. Su sonrisa tímida me quedó como una especie de protector de pantalla durante buena parte de la noche. Algo, una corazonada o como se llame, me dijo que parecía ser mutuo. Así que me dediqué a esperar una oportunidad para hablarle.
   Pero claro, no se confundan, no pertenezco a la raza de los osados. No esperen encontrar detalles inspiradores. Sólo alcanza con decir que el lugar (mi temporal casa de estudios) nos llevó a hablar de cine y desde ese momento hasta ahora, en esta terraza, no han pasado cosas demasiado trascendentes, de esas que te cambian la vida. O sí. Pero descubrirlas tal vez sea una cuestión de tiempo.
   Así que ahora estamos amaneciendo en estas alturas, al aire libre, con los bolsillos llenos de sueños y de películas posibles. Ro se lo merece. No es actriz, nada que ver; de lo que hace hablaremos en otro momento. Es otra cosa. Es ella y todas las Rocíos posibles, una infinitud de seres que tienen en común hacer de la belleza y el misterio una sola y misma cosa. Como el vértigo de acercarse al borde y gritar "la puta que vale la pena estar vivo!": una evocación bizarra que te llena de libertad.
  Y de tan libres elegimos, en la intimidad del cielo abierto, entrelazarnos las manos sin mirarnos, no hacía falta, preferimos ahorrarnos el rubor de haber descubierto que ese día era verdad.

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