sábado, 7 de enero de 2012

Una remera rosa de los Ramones

   Esperaba por cruzar 7, en el bulevard, en esa parte de baldosas que deviene arco de medio punto cuando termina el cantero. El viento le jugó una mala pasada y le desarmó el paraguas barato comprado de apuro frente a los escalones de algún ministerio. Lidiaba con ese transformado trasto de alambre y lona como suele hacerse con un caballo al que hay que llevar al establo y no se deja. Llevaba una remera sin mangas, rosa, de los Ramones.
   Yo me quedé mirándola sonriente desde la vereda, junto al mercadito de 57. Me importaba menos guarecerme ante esa inoportuna nube pasajera que esperar a que cambiase la luz del semáforo y verla resolver con deliciosidad punk esos largos minutos de autos rapidísimos hacia sus casas o hacia ningún lado en especial.
   Cerró como pudo el paraguas, maldijo en chino y lo tiró con fuerza frente a un 202 que frenó chirriando ante una tienda de ropa de segunda selección. Luz roja. Algunos pasajeros del ómnibus la miraron entre los auriculares de sus adminículos de música móvil sin emular un gesto, ni de solidaridad ni de empatía, y luego volvieron a sus soledades sonoras.
   Con unas pocas zancadas aterrizó junto a mí, que ya me decidía a retomar la marcha -con el mapa mental de los posibles kioscos donde pudiera comprar cigarrillos y no me dieran caramelos como vuelto- pero antes aún de dar el primer paso decidido hacia plaza Rocha, le sonreí. Ella tardó unos pocos segundos en cambiar su gesto adusto por algo parecido a una sonrisa. En tres pasos bajó la mirada y luego volvió a sonreirme, con una mezcla de picardía y vergüenza. Luego, cada uno volvió a su puesto.
   Antes de entrar al kiosco del Tano miré hacia atrás, buscando una mancha rosa entre los bólidos brillantes que domaban la avenida. Apenas pude ver, a lo lejos, un paraguas recién huérfano desplegando sus bracitos retorcidos,  rodando como esos fardos circulares que atraviesan la pantalla en cualquier lugar común sobre el desierto.

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