lunes, 25 de octubre de 2010

El fondo del cielo


A Rodrigo Fresán, que odia los blogs

Pienso, intento, al menos, pensar para dejar de hacerlo. Te encuentres donde te encuentres quisiera que me recuerdes, que nos recuerdes así, como fuimos por un rato, un espejo hecho de sueños en el que al otro lado no había conejos ni túneles subterráneos, sino apenas un recoveco de algodón que se fue mojando por la flor rota de una regadera oxidada. Cenizas de jacarandá, sombra azul, las flores secas, crujientes ante los espasmos de un paseo de dos cuerpos que nunca terminarán de conocerse, aunque estén absorbidos ya el uno en el otro.
En este panorama suelto la mano que suelta la piedra que suelta la arena brillante que ya no quema mis pies, que se hunden, funden y confunden como plastilina derretida y quisiera meter la mano para sacarlos pero ya no la encuentro al final de mi brazo, sólo un muñón vibrante y cuarteado que vomita musgo bebido de un estanque de agua podrida; pero eso es otra historia, aunque toda historia, siempre, será una historia de amor. No lo olvides ni lo desprecies ni me perdones.
Nada. Ni la mano, ni la piedra, ni la arena brillante han acabado el vuelo, ya no puedo verlas, pero me quedo expectante del cloc que harán, que sé que harán, al tocar el fondo del cielo. Lo sé porque siempre he sido bueno imitando las voces muertas que de allí vienen, tanto que tal vez hasta mi voz haya hecho lo propio, y desde ese fondo inestimable de pérfidos silencios venga a encontrarse con la mano la piedra la arena, en la explosión final de la estrella que muere: mi anhelado Big Bang doméstico.
Decido cerrar los ojos.
Me digo que al abrirlos seré otro, que los pies estarán en el campo, que la plastilina se hará raíz y la copa crecerá hasta tocar los cables de alta tensión que parten al cielo en dos. Y ya no estarán las luces de la avenida, ni el desenfreno metálico y bestial que allana mis oídos en el séptimo piso. Ni la bandada de pibes que rompe bolsas de basura y patea las puertas de los autos.
Me digo que la tibieza del pasto de octubre calmará mi sangre tóxica y crocante, la yuxtaposición de sentidos hacia la creación más ilusoria de la conciencia, y que, paradójicamente, es la que más impresa queda en el cuerpo. Este cuerpo que ahora recibe el sol y se difuma entre las hojas muertas que no se barrieron.
Decido abrir los ojos, pero algo me detiene por un minuto más.
Ya no estará tampoco tu mano, ni siquiera para empujarme contra el muñeco de nieve que armamos en el jardín delantero. No estará el jardín de todas maneras, y la nieve derretida formando un río de lodo del que buscaré los pedazos más luminosos para rearmarte de nuevo, y entonces reiremos, estruendosamente, avergonzando a las viejas que nos saludan por la mañana, paradas en el umbral de su casa, con la escoba en la mano. Y las viejas se sonrojarán y cerrarán la puerta cancel y llevarán una mano a su sexo que creían seco, y será el último incendio secreto que se guarden en sus tumbas, cientos de pasillos ardiendo al mismo tiempo, mientras nosotros seguimos riendo, con el abdomen endurecido de tanto espasmo y lágrimas en los ojos y los ojos enmohecidos ya, borbotones salitre uniéndose a la nieve derretida y el lodo del que todavía no te he armado.
Ahora sí, entonces, decido abrir los ojos.

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