miércoles, 15 de septiembre de 2010

Una frase



Nunca los haces de luz, dijo sin mirarme, sentada en su lado de la cama, de frente a la ventana que da a la calle. Luego, dijo que esa tarde podía llover y que había olvidado el paraguas en un bar. Eso la entristecía un poco. Todos los paraguas han sido perdidos alguna vez, intenté consolarla. Es su karma, agregué. Giró despacio hacia mi, tan Gena Rowlands y me mostró su tristeza con una mueca en los labios y el verdor húmedo de sus ojos. Detrás suyo, un sol tímido se colaba por entre las rendijas de la persiana.
Siempre me resultó atractivo su aire triste. Era más bien lo que los brasileños llaman saudade: una melancolía desplegable, ancha, profunda pero con un ancla leve.
A veces levitaba.
Me quedé mirando su espalda desnuda; la curva perfecta de su espalda desnuda que moría en el colchón, al pie de sus caderas y se recortaba ante el humo de un sahumerio que nunca vi cuándo encendió. Torció su figura hacia el piso y se levantó con una colita para el pelo que al recogerlo dejó su cuello al descubierto, tentándome a besar una marca de nacimiento.
Terminó su mate y volvió a decirme: nunca los haces de luz, esta vez con un tono más cercano a la resignación que al reproche. Me senté junto a ella y nos quedamos un rato mirándonos.
Quiero dibujarte ahora, le dije. Quedate así.
Busqué las hojas y algunos lápices. Sonrió apenas y sopló hacia arriba, procurando apartar un mechón que le cruzaba la frente. 
Fue por donde empecé a dibujarla.
Cuando terminé el dibujo se lo alcancé satisfecho. Me iluminaba. Se parece, dijo ella más animada. Pero nunca los haces de luz. Nos reímos. Afuera, se escucharon unos bocinazos, una frenada brusca, algunos gritos. La armónica inconfundible de un afilador trajo algunos colores. El tránsito se normalizó. Un manto gris se acercaba vibrante desde el sudeste.

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