“El infierno de los vivos no es
algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos
todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La
primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta
el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y
aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del
infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio”.
Ítalo Calvino
El silbido de la pava la rescató de su
cuelgue. Giró velozmente la cabeza hacia la hornalla, con la mirada hacia el
piso y el oído buscando hacer foco en la fuente de sonido. De inmediato se
levantó de la silla y apagó el fuego. Buscó el mate y volcó la yerba en el
tacho de la basura con un movimiento enérgico. Se quedó unos segundos inmóvil,
mirando la huerta tras el vidrio de la puerta del patio. Recordó que debía
acordarse algo referido a los tomates pero no logró cargar el historial y ser
más específica.
Regresó al frente de la notebook con el
termo en una mano, el mate en la otra y una galletita en la boca. Había dos
mensajes de Andrés en el chat. Cebó un mate y comprobó que, una vez más, había
acertado con la temperatura exacta del agua. Celebró por dentro la gracia de
ese pequeño triunfo. Amaba dejarse invadir por momentos así, por fugaces
cambios de ritmo en el mapa de sus días, como una orfebre incansable en la
cartografía de su ternura.
Sin embargo, el territorio le puso
delante un escollo que había intentado olvidar. Se quedó mirando el indicador
de su estado de conexión. Solía conectarse en calidad de ausente para no tener
que lidiar con conversaciones no queridas. No siempre funcionaba.
Andrés esperaba del otro lado de la
línea. Habían pasado unos cuantos días a solas, sin saber nada el uno del otro,
con el esfuerzo que implica despegarse necesariamente de la telaraña virtual,
del resto del mundo, para estar a salvo de una persona.
En esos días su productividad aumentó
notoriamente. Se dedicó a completar la producción para el puesto de la feria,
ya que en la próxima le tocaba ir a ella. Había formado una pequeña cooperativa
de reciclado con dos amigas y ella debía coser a máquina unas bolsas para
mandados que hacían con lonas de publicidades viejas. También aprovechó para
coordinar con un amigo diseñador que le había prometido darle algunas lonas y
así juntó material de trabajo suficiente como para salir de casa lo menos
posible.
Decidió dejar que el cursor se aburriera
de su intermitencia y que la computadora entre en estado de suspensión, aún si
perdiese los nuevos logros al candy crush. Se quedó en silencio, pensando en lo
que pensaría Andrés en ese momento. No sabía mentir, pero con el tiempo había
aprendido a dejar pasar algunas cosas, a creer que deslizarse oculta entre los
contactos, por ejemplo, no era una forma de la mentira. Y si lo era, podía
tolerarla, podía convivir con el peso de una indefinida culpa al momento de
tomar la decisión, y luego seguir adelante.
Cerró la computadora y enfiló rumbo al
patio. Amagó abrir la puerta, pero se quedó del lado de adentro, mirando la
tarde gris y fría que ocupaba la vista frente a sus ojos. Entonces sonó el
celular. Lo primero que pensó fue que Andrés la estaría llamando. Se fastidió.
Miraba el aparatito que había dejado de vibrar y ahora dejaba visible la
titilante lucecita roja. Pero antes de maldecir por maldecir, fue a chequear el
mensaje.
“Hola, soy Lau, de El Manijazo, por
favor confirmen su presencia en el micro. Sale a las 19:30 hs desde Plaza
Italia. Muchas gracias!!”
Cuando
subió al ómnibus eligió ubicarse en el medio, era su lugar favorito para
viajar. En la parte de atrás estaban los chicos de un grupo de percusión, que
intentaban animar a toda la concurrencia con cánticos y espirituosidades
varias. Los conocía de vista, le caían bien. La zona de adelante estaba copada
por integrantes de una cuerda de candombe. Casi todos en el colectivo eran
conocidos entre sí; casi todos provenían de diferentes espacios.
A
su lado se sentó Miss Flores, un gurú del autocultivo al que apodaban así
porque cada vez que alguien le ofrecía una pitada respondía: “Te agradezco, no
es nada personal, es que sólo me gusta fumar mis flores”.
Le cayó bien. Hablaba poco y parecía
saber escuchar. Diez años atrás la seducía la palabra, podía embelesarse
durante horas oyendo intelectuales jipis que hilaban temporadas de acampe en El
Bolsón con el nervio firme de la cámara de Cassavetes. Todo era nuevo y, de alguna manera, buscaba
un espejo, el reflejo en el aire de las mismas cosas que pensaba y que no
siempre le interesaba exteriorizar. Así se enganchó con Andrés y el carácter
inmutable del reflejo que éste le proponía acabó por estallar en miles de
fragmentos de esnobismo y vacuidad. Su palabra ya no significaba nada para ella
o, mejor dicho, ya no se conformaba con el signo que formaban juntos.
Andrés no se había desviado, no era
él quien se había deformado, sino lo contrario: pretendía mantener el haz de
luz constante, buscando iluminar las zonas compartidas cuyos lazos estaban
rotos. Cecilia entendió que no se podía forzar el orden de dos trayectorias que
apuntaban a diferentes destinos. Se vio
a sí misma como una moneda que, por un
azar de insignificancia aparente, cae de la misma cara una serie sucesiva de
veces. Junto a ella, Andrés, y el mismo
azar, la misma cara compartiendo el viaje, como dos surfistas que remontan una
ola al mismo tiempo. Pensó que tal vez algo así sucede con la mayoría de las
relaciones que entablamos a lo largo de nuestra vida; existencias diseminadas
al azar que coinciden un trecho de recorrido, hasta que la racha cambia, la
onda marina baña la playa y acaba con los castillos de los niños y los poemas
escritos con una ramita. Se va lo que se va, y así.
Y en ese andar errático, su
trayectoria en este momento cruza la autopista rumbo a Buenos Aires, en un
ómnibus que la lleva, junto a varias decenas de personas, a un recital en el
Almagro Tango Club.
Cuando aterrizó el colectivo, la
mayoría de sus ocupantes bajaron apresurados al baño. Otros se quedaron fumando
en la vereda, mirando las plantas que colgaban de algunos balcones, como selvas
privadas; macetas aferradas al alambre de esas pajareras humanas que tiñen
algunos edificios.
Al poco tiempo, el salón estaba
lleno. Las mesas fueron ocupadas por grandes grupos. Cecilia se sentó junto a
los amigos de Miss Flores, pidieron empanadas y cervezas y se quedó mirando el
escenario. Los instrumentos estaban dispuestos para la función. De la pared del
fondo colgaban varias sogas con ropa tendida. Miró esa inmutable escenografía y
pensó en sus abuelos. De inmediato linkeó a una foto que gobernaba el living
donde pasaba las tardes de verano en el campo.
Era en un patio enorme, donde una
familia completa posaba para la cámara. Los mayores lucían orgullosos sus ropas
de domingo y se enfrentaron a la posteridad con la solemnidad que exigía la
contratación del fotógrafo. Ocupaban el vano de una puerta, sobre la cual se
veían colgando las ropas que habían dejado en la baranda los habitantes de la
planta alta.
Pensó que nunca había preguntado
quiénes eran todos esos que habían posado en un mosaico de tiempo de cien años
atrás. No tuvo tiempo para pensar mucho más, porque en ese momento salieron los
músicos a escena.
Luego de superar algunos
inconvenientes con el sonido –unos minutos que fueron apropiados para aquellos
que no habían terminado de comer- la máquina sonora comenzó su raíd danzante.
Aparecieron relajados y atentos,
dispuestos a ganarse el desembarco, su íntimo Normandía entre amigos y
desconocidos. Alquimistas de conventillo, de pulóver de llama y rítmicas
balcánicas. Cecilia cayó presa de la potente conjunción festiva que la
despegaba del suelo. Suenan a ropa colgada, pensó, a vida, a trapo sucio de
revolcarse en el potrero o de rodar barranca abajo con los amigos.
Recibió un brazo en el suyo que la
invitaba a girar y se dejó llevar. Cerró los ojos y se apartó apenas del grupo
que bailaba entonado. Desde los pies comenzó a subirle un cosquilleo parecido
al amor, como si estuviera adormeciéndose. No hizo nada para detenerlo y dejó
que la vibración se apodere de su cuerpo. De pronto, la maraña de palabras que
la atosigaba permanentemente pareció desaparecer para fundirse a los pies, a
las rodillas y a los brazos que se agitaban como si nadie estuviera mirando.
Todo lo que no era ella flotaba en un
sopor agradable y, de un modo análogo a cuando solían sacarla a bailar tomándola
de la mano, el violín la llevó a recorrer el salón, a recorrer la historia de
la madera en la que había sido tallado el instrumento. Como si pudiese nutrirse
de la misma esencia de ese árbol que alguna vez pasó largas temporadas a la
intemperie, anidando pájaros y música.
Abrió los ojos y buscó de inmediato a
Miss Flores, que le guiñó un ojo desde la mesa, en un gesto inmenso y
fraternal. Se sintió feliz; sintió que entendía a alguien. Su manera de
agradecer fue dar rienda suelta a su cuerpo en danza. Había olvidado cuánto le
gustaba bailar. Ante la arremetida skatanguera, dejó que su cuerpo fuese puro
cartílago, sin estructura ósea que le impidiese ocupar cualquier rincón del espacio
ni desarmarse.
Al poco tiempo, la melancolía
festiva que irradiaba desde el escenario la llevó a reírse de sí misma, a
abrazarse al resto de la tropa bailarina en un ritual griego sin platos rotos,
rebosante de risas y pasos alocados en el aire. Sintió la comunión con el
escenario, con la ametralladora de la batería y el bajo y las diferentes
asociaciones vertiginosas del cuerpo de melódicos; guirnaldas invisibles
capaces de iluminar más allá del aquí y ahora en el que existen y permanecer
anidadas en el interior de los que se dejan invadir por las filosas notas manijeantes.
Así se sintió después del concierto.
Después de los abrazos de felicitaciones a los músicos, de la puesta en común
de un movimiento infernal que unía a los presentes por sobre la línea de flotación de sus sentidos, algunos salieron a la calle a fumar un cigarrillo o a tomar un poco de aire. Cecilia bajó entre los últimos, cuando ya se sabía el paradero del colectivo que los llevaría de regreso y hacia allí enfilaron todos, más animados que cuando llegaron.
Una vez sentada en el ómnibus, buscó los auriculares en el morral y se dejó caer en una cápsula reconfortante ("un poco de indulgencia / la luna de Valencia"). Poco importaba que al día siguiente tuviese que madrugar para hacer cosas de la cooperativa. Estaba radiante y serena. Repasó los ecos de la noche que iban fijándose en su piel, en su memoria, como los anillos de un árbol en el interior del tronco; ecos de un infierno encantador, absorbidos con la prestancia que brindan los amigos, como una poción mágica que se asienta dentro suyo en el momento en que las cosas suelen durar para siempre: el momento de volver a casa.