“Si comprimiese los
hechos más relevantes de mi vida
en un solo día,
podría parecer un día interesante.”
GEORGE COSTANZA
Desperté envuelto en la sensación de que, tal vez, las existencias no
empiecen en el nacimiento. Si tuviera que elegir un momento para darme por
nacido, ese momento sería el de esta foto.
No es necesariamente el hito, la efeméride, sino el instante preciso en
que mis padres fueron capturados en ese asiento trasero.
La imagen tiene un delicado equilibrio; algo así como un vaso por la
mitad, ni medio vacío ni medio lleno. Sonríen a más no poder; están felices,
esplendorosos. Exhalan su amor profeso por la aventura que están a punto de
emprender. Y, al mismo tiempo, el reverso del manto brillante que ilumina a los
invitados a la fiesta se les hace presente en los ojos: el miedo alucinante de
no saber hacia dónde carajo irán cuando bajen del coche, tomados
de la mano para quedar unidos por la línea de flotación. Confiados, hermosos, valientes.
Mi padre tenía mi edad en el momento de esa foto. Mi madre, unos años
menos. Los intuyo aferrados a ceremonias íntimas, únicas. Endebles escudos
contra los puñales del tiempo, pero escudos al fin. Refugios hacia los que
todos, de un modo u otro, corremos desesperados. A veces están tan cerca que no
es fácil verlos; otras veces la puerta está trancada desde adentro y quedamos
con la mano en el aire, presos del inútil gesto de tocar timbre para que suene
un crudo eco. Pero somos dados a sentarnos en algunos umbrales, persiguiendo la
sombra de una intemperie compartida. Ya lo saben: no hay nada mejor que casa.
Por la misma época en que le sacaban la foto a la pareja del auto, hace
más de cuarenta años, al otro lado del mundo, Yasunari Kawabata abría todas las
llaves de gas de su casa y ponía fin a su vida. Tenía setenta y dos años. A los
treinta –la misma edad que mi viejo en la foto, la misma edad que encuentro
hoy- escribió País de nieve, donde
hay un personaje que es experto en ballet occidental, aunque nunca vio uno en
vivo y en directo, -menos por pose que por toma de posición estética-.
Al principio de País de nieve,
el protagonista observa el rostro de una muchacha que viaja en el mismo vagón
de tren que él. Pero, en lugar de mirarla directamente, prefiere observar el
reflejo en la ventanilla. La ve sobreimpresa en el paisaje, como si el hecho de
tomar esa distancia de la belleza, le permitiese apreciarla sin sus
“accidentes”.
Hay veces en que veo así a las personas que han ido cambiando con
las estaciones. Regresan como si estuviesen flotando en la ventanilla
de un ómnibus o de un tren en movimiento. Rostros definidos, transparentes
e intangibles. Tras de sí, campos verdes, suaves ondulaciones boscosas y la
sensación del mar a lo lejos. El mar a cada rato, como una garantía o un
antídoto. Calmo, brumoso o bravío, como un colchón sobre el que descansa el
irreparable paso del tiempo (“el tiempo corre de la misma manera para todos los
seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”, sugiere
Kawabata en Lo bello y lo triste).
Así, en estas tres décadas de flotación, son muchas las certezas que se
ha llevado la corriente o que han quedado estancadas entre ramajes escondidos
cerca de alguna orilla. Creo que lo único que pude aprender de esos raspones es
que siempre habrá lugar para uno más. De un lado y de otro. Es decir, tanto
desde la tela rasgada como desde la uña que la atraviesa. Como dice Kureishi, “herir a alguien es un acto de involuntaria
intimidad”.
Y la intimidad puede ser una construcción muy atractiva usando el otro
lado del ladrillo. Sobre todo si, afuera, el faro nos da la espalda y la
tormenta parece caérsenos encima -adiós paraguas, adiós…demasiado tarde para
recordar dónde lo hemos dejado; los días previos- hasta que, de pronto, se la
lleva el mar. O el viento sur, como el que hoy besa mi frente y despeja el
cielo: la frialdad cristalina del reposo bajo la luz oblicua del invierno.
Mientras tanto, en algún lugar de la ciudad, la luz de unas cuantas
velas clavadas sobre un pastel, es derrotada por una ráfaga que oscurece la
habitación por un momento. En el aire, flotando junto al olor a cera, unas
partículas brillantes bailan durante unos segundos y luego desaparecen. Como
las estrellas muertas, cuyo fuego aún nos ilumina, atravesando, en su loca
carrera hacia nuestros ojos, miles y miles de años luz de distancia. Como el
amor.
Porque en eso estamos, creo, casi todos,- como mi padre, como Kawabata- hilando
el relato del amor, esa misteriosa forma que toman las respuestas cuando no hay
preguntas que responder; la militancia errática e inevitable tras la Línea
Maginot.
En fin, hoy me toca. Cumplir 30 (treinta) años, celebrar el círculo y la
red -los nudos que nos rescatan del vacío- con una sola creencia irreductible:
lo que amamos nos cambia. El resto pueden imaginarlo. O no.